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EN BÚSQUEDA DE LOS DOS LENGUAJES

por Osvaldo Picardo

Nautilus

Notas: 

[1] Huxley, Aldous (1979). Literatura y Ciencia. Bs.As.: Ed. Sudamericana, 2ª ed. (Literature and Science (1963) London: Chatto and Windus; New York: Harper & Row).

[2] En mayo de 1959, C. P. Snow dictó en Cambridge una conferencia en la que desarrolló la noción de "las dos culturas" para aludir a la creciente separación entre los saberes de los científicos y los saberes de los humanistas. C. P. Snow  reconocía la dependencia cada vez mayor de la civilización respecto del desarrollo científico pero también afirmaba la fractura creciente entre los dos saberes a lo largo del siglo XX.  En la segunda edición de 1963, Snow agregó un nuevo ensayo –“Las dos culturas y un segundo enfoque”-  en el que anunciaba "una nueva tercera cultura" que habría de tender un puente. En efecto, otros científicos comenzaron a popularizarse en la historia o la filosofía de la ciencia antes  que en los respectivos campos científicos en los que se habían formado, pensemos en los casos de T. S. Kuhn o de M. Bunge. Tal vez el mayor fenómeno en ese sentido,  ha sido en las últimas décadas el auge de la divulgación científica, que recibió una promoción editorial equivalente a la de las estrellas literarias, así fueron apareciendo los trabajos de autores como C. Sagan, S. Hawkins,  S. J. Gould, etc.

 

[3] Desde una posición de escepticismo radical hasta un riesgoso misticismo científico, Huxley cae indudablemente en errores reduccionistas que en su novela La isla (1962), como contracara de Un mundo feliz, le abren la puerta al movimiento de la “New Age”, entre otras variantes de la religiosidad contemporánea. 

[4] Me tomé la libertad de traducir “philosophy” por ciencia, teniendo en cuenta el contexto cultural y que recién en 1840, William Whewell, en el Prefacio a The Philosophy of the Inductive Sciences,  generaliza el empleo del término “scientist” y se certifica realmente la separación entre Filosofía y Ciencia cuya brecha ya se había abierto en el Siglo XVII. Desde entonces, la figura de los que habían sido considerados como filósofos  naturales -Newton, Lavoisier o Lyell, etc- desaparece para dar paso a la figura del científico.

[5] Cortázar, Julio, Imagen de John Keats, Alfaguara, Madrid, 1996

 

[6] M.H.Abrams, El espejo y la lámpara, Barral Editores, Barcelona, 1975 (edición Oxford University Press, London, 1953)

 

[7] De John Stuart Mills se recuerda generalmente su ensayo sobre la libertad, su Tratado de Economía, su Manual de lógica y su alegato por los derechos de la mujer.  En 1833 Mill escribió ¿Qué es la poesía?, un ensayo en el que defiende ante los ataques del utilitarismo de Jeremy Bentham el valor  intelectual de la poesía. Cfr. Percy B. Shelley, John Stuart Mill. El valor de la poesía. Hiperion, Madrid, 2001.

 

[8] Es parte de una cita atribuída a Thomas Macauly en el libro citado de M.H.Abrams: “La verdad de la poesía es la verdad de la locura. Los razonamientos son exactos pero las premisas son falsas”. (541 )

[9]Sokal,AlanyBricmont,Jean(1999),ImposturasIntelectuales. BuenosAires: Edit.Paidós.

 

[10] Sokal simuló escribir en serio un artículo académico titulado "Transgrediendo los límites: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica" que envió a la revista de estudios culturales Social Text de la Universidad de Duke, Carolina del Norte, Nro 46-47, junio de 1996. El artículo era un pastiche de “la jerga postmodernista” que sostenía la asombrosa tesis de que la gravedad cuántica era un constructo social. Esta “broma” o fraude académico fue denominado “el escándalo Sokal” y trajo una abundante polémica en la que además de la respuesta de los editores de la revista, se sumaron otras personalidades, entre las que se destacaba J.Derrida. Al año siguiente salió publicado el libro Imposturas intelectuales.

 

[11] Novalis en Los discipulos de Sais y Schiller en su Cassandra hablan del velo de Isis. 

 

[12] Ver Hoyuelos, Miguel, Física manifiesta II; EUDEM, Mar del Plata, 2015. Este autor ha demostrado que no es exacta la simetría establecida entre la espiral del nautilus y la de la llamada proporción divina o áurea que desde el libro de Luca Pacioli, ilustrado por Leonardo, ha tenido una enorme repercusión en las artes y en la literatura. Hoyuelos advierte que se debe ser muy cuidadoso en este sentido, porque “se tiene la agradable sensación de haber arrancado un secreto al Universo y de haber avanzado en la comprensión de su estructura. Pero el hecho de que una idea sea atractiva no significa que sea verdadera...” 

 

[13] Leonardo de Pisa, Leonardo Pisano o Leonardo Bigollo (c. 1170 - 1250), también llamado Fibonacci, fue un matemático italiano, famoso por haber difundido en Europa el sistema de numeración indo-arábigo actualmente utilizado, el que emplea notación posicional (de base 10, o decimal) y un dígito de valor nulo: el cero; y por idear la sucesión de Fibonacci de donde proviene, con posterioridad, la relación con la sección áurea que surge cuando se analiza el cociente de dos números consecutivos de la serie y a medida que se avanza, el cociente se parece cada vez más a la sección áurea o proporción divina.

¿Qué tiene un poeta para decir de las ciencias? ¿Qué puede decir un científico de la poesía? Esas dos preguntas pueden  resumir algunas de las muchas razones por las que hemos ido abandonando un delicado y viejo diálogo; tan viejo y persistente que para un lector curioso no será nada difícil verificar que desde el antiguo poeta Lucrecio al contemporáneo escritor Hans Magnus Enzensberger, atraviesa una región poblada abundantemente por la ciencia ficción y la divulgación científica.

Uno de los primeros autores que yo recuerdo sobre este tema es Aldous Huxley quien publicó en 1963, Literatura y ciencia[1], dos meses antes de morir de un cáncer que le había afectado la lengua. Exponía ahí un análisis del conflictivo debate entre el mundo de las humanidades y el de las ciencias, aquello que otro científico y narrador, C.P. Snow,  había llamado unos años antes el problema de “las dos culturas”[2]. Huxley, por su lado, advertía que “la condición previa de cualquier relación fructífera entre literatura y ciencia es el conocimiento”. Lo hacía preocupado por encontrar alguna conciliación posible entre la postura del “mundo objetivo” y racional con la del “mundo de la vida”, amenzado por la industrialización y la biotecnología[3].

Desde entonces han venido sucediéndose innumerables trabajos en los que no se disimulan los intentos reduccionistas que se prestan a la mala interpretación tanto de las ciencias como de la misma poesía, cuando una u otra se atreven a profanar sus respectivos santuarios.

Muchas veces citados, los versos de “Lamia”, ese largo poema que John Keats escribió hacia 1820, representan un extraordinario ejemplo. Richard Dawkins, zoólogo y académico de la Universidad de Oxford, publicó hace unos diez años su libro Destejiendo el arco iris en el que hace un raro homenaje al genio sensible de Keats y en especial a este poema, de donde procede su título. Dawkins, así como muchos científicos contemporáneos, tiene una ambiciosa formación que le ha permitido gozar de las virtudes de la literatura tanto como de las ciencias, hasta volverse él mismo un buen escritor.

En el prólogo de Destejiendo…, afirma que el poeta inglés “creía que Newton había destruido toda la poesía del arco iris al reducirlo a los colores prismáticos” y, de inmediato agrega: “no podía estar más equivocado, y mi propósito es guiar a todos aquellos que se sientan inclinados como él hacia la conclusión opuesta. La ciencia es, o debiera ser, una fuente principal de inspiración poética…” 

Estamos ante una de esas lecturas que producen cascadas de opiniones y se transforman en estereotipos repetidos hasta el cansancio. No es justamente por “Lamia” que recordamos a John Keats. Ni tampoco fue aquella la única réplica anticientífica del romanticismo contra el positivismo racionalista del Siglo XIX.  Pero, sobre todo una parte del poema se ha vuelto una cita obligada para tratar la tradicional oposición entre ciencias y poesía. Ese fragmento es el que sigue:

 

¿No vuelan todos los encantos

con el simple toque de la fría ciencia?[4]

Había una vez en el cielo un tremendo arco iris;

ya conocemos sus cimientos, su textura; forma parte

del aburrido catálogo de las cosas comunes.

La ciencia puede coser las alas del Ángel,

conquistar todos los misterios con reglas y líneas,

vaciar al aire  de su hechizo y a los gnomos de sus tesoros,

destejer  un arco iris, como hace poco hizo

que la tierna Lamia se fundiera en una sombra…

 

Julio Cortazar, que tiene un personalísimo libro sobre John Keats[5], ha dicho irónicamente que este poema es breve: sólo 700 versos. Se trata de “un cuento en verso” muy propio del gusto del público de aquel tiempo.  Vale la pena resumir la trama: Lamia es un ser mitológico, una ninfa con la sugerente forma de una mujer y también de una serpiente. Este dulce monstruo, según cuenta el poema,  logró que el dios Hermes la convirtiera en una forma humana. Y Lamia va de Creta a Corinto en busca de Licio de quien está totalmente enamorada. Sin embargo, la relación entre Licio y Lamia está amenazada y finalmente será aniquilada por Apolonio de Tiana, el maestro filósofo de Licio.  

Es innecesario decir que Dawkins no sólo ha leído en clave, sino que además corrobora lo que había explicado con una deslumbrante erudición, M.H. Abrams en su clásico libro El espejo y la lámpara de 1953[6]:

 

Al sostener que Newton ha destruido toda la poesía del arco iris al reducirla a los colores del prisma, Keats incurre en una falacia, la de que, cuando un fenómeno perceptual es explicado correlacionándolo con algo más elemental que él mismo, la explicación desacredita y reemplaza la percepción…

 

Pero también es relevante saber, como lo aclara Abrams, que la contextualización histórica de estos debates y conflictos entre la visión del poeta y el riguroso escrutinio científico suscitaron la no simple cuestión de la supervivencia de la poesía. Hasta el conocido John Stuart Mill[7] tuvo algo que decir entonces. El utilitarismo racionalista  opuso la poesía a la verdad y alimentó la sospecha de que ninguna persona civilizada podía escribir o gozar de la poesía “sin una cierta falta de salud mental”[8]. Seguramente más de uno de mis amigos poetas podrían corroborar  que esto no está lejos de la verdad; pero volviendo a Keats y su poesía, no deja de ser algo ofensivo y hace entrever algo más que la falacia anticientífica.

Son demasiadas las citas críticas que la poesía de todos los tiempos ha forjado contra las ciencias. Y, por supuesto, no dejaron de tener su respuesta desde el otro lado.  

Hay una anécdota, si no verdadera, al menos famosa, que cuenta una charla entre dos hombres de ciencias: uno era  Julius Robert Oppenheimer, el padre de la infausta bomba atómica, y el otro Paul Dirac, que con sólo 31 años obtuvo el premio Nobel de Física y anticipó la existencia de la antimateria. Ambos estaban trabajando, bajo la supervisión de Max Born, en la Universidad de Göttinger.  Oppenheimer, sorprendido de que Dirac escribiera alguno que otro poema, no podía entender cómo alguien que trabajaba en los límites de la física podía simultáneamente escribir poesía. Según parece, el tímido y callado Dirac le contestó con un juego de palabras: "En ciencia uno intenta decir algo que nunca nadie supo antes, de una manera en que todos lo puedan entender. En poesía es exactamente al contrario".

Sin entrar a debatir qué cosa entiende Dirac por “poesía”, la broma, muy citada en el ambiente, deja al descubierto una dificultad para entender uno y otro universo cultural. Al menos en este caso, la diferencia estaría del lado del uso del lenguaje, en lugar de desestimar a un sector en beneficio del otro. Dirac reconoce la complejidad que existe entre lo conocido y lo desconocido, y siempre -como un buen matemático- la complejidad está en proporción directa con sus modos de expresión. La poesía, por lo tanto,  produce el extrañamiento de lo familiar y de lo conocido, como pensaba Shelley; mientras que las ciencias, en procura de la demostración de sus teorías, terminan volviendo familiar lo desconocido.

 

Desde hace mucho, los científicos serios y los escritores no se llevan nada bien. Unos y otros parecen mirarse con recelo y desconfianza, aunque ninguno de los dos ha podido divorciarse. Este conflicto podría dibujarse con una línea de tiempo comenzando en Platón, que expulsó a los poetas de su República, hasta los debates de fines de la década del noventa del S.XX, sobre “las imposturas intelectuales”,[9] cuando  Alan Sokal y Jean Bricmont reaccionaron -hasta con una burla famosa[10]- contra el abuso del lenguaje científico que venían haciendo pensadores y críticos literarios (en su mayoría franceses) tales como Lacan, Kristeva, Latour, Baudrillard, Deleuze, Derrida, etc.

 

En el capitalismo tardío, el lenguaje de las ciencias ha sido numerosamente sacado de su contexto y manipulado caprichosamente; así se instaló una mirada relativista en que las teorías científicas no serían sino un constructo social tan variable como el contexto del que emergen. No fue raro, entonces, que Sokal asumiera el protagonismo de una comunidad que, no sólo exigía una reparación, por cierto algo exagerada, en sus derechos de propiedad, sino que también acusaba recibo de las múltiples contradicciones entre su práctica diaria y su  representación social.

Una de las causas y razones históricas de esas múltiples contradicciones no habría que buscarla demasiado lejos de la misma época en que Oppenheimer y Dirac se encontraron en Göttinger: Apenas unos años después de aquella anécdota que acabo de referir, se puso en marcha el secreto y luego penoso Proyecto Manhattan. Con eso, se dio inicio a la pesadilla atómica y a los genocidios de Hiroshima y Nagasaki.      

Como vemos, el problema tiene sus vueltas y no puede reducirse respectivamente a los límites de la subjetividad o de la objetividad. Mucho menos a los prejuicios supersticiosos que oculta el fascinante “velo de Isis”, ese velo del que habla Novalis o Schiller [11] y con el que cubrir la verdad resultaría mejor que desnudarla. Los misterios de la naturaleza, si son reales, no pierden su enigmática e inquietante belleza cuando se intenta conocerlos. La explicación científica también puede llegar a sumarse a la intensidad plena de la poesía.

La espiral logarítmica que entrama el caparazón de un nautilus[12],  se asemeja por proximidad a la forma de los brazos de las galaxias tanto como a la de los pétalos de una rosa. Esa proporción ideal de la simetría fue anticipada por un matemático italiano del siglo XIII, que se llamó Fibonacci[13] y en su idioma de signos y cifras posibilitó que otros pudieran pensar o imaginarse  la correspondencia entre el reino abstracto de la matemática y la palpable realidad de la naturaleza.

Podría abundar en ejemplos, algunos más controversiales o inexactos que otros, pero siempre motivadores e inquietantes en el orden de sus proyecciones científicas sobre las artes y la literatura. Voy a citar uno que fue, si no el primero, el que mejor me marcó con esa otra dimensión de la belleza. Me refiero al poeta argentino Joaquín Giannuzzi. Él tiene un poema cuyo título es la fórmula de Einstein: E=mc2 (energía igual a masa por velocidad al cuadrado).  Imagina a Einstein como cualquier hombre, abriendo la ventana de su casa una noche de verano, y a partir de esa situación, comienza a reflexionar:

 

El universo era demasiado

aún para un hombre como él.

Qué difícil meternos en el cerebro;

los delicados muros

del cráneo le rompía, estremeciendo

los agudos, dramáticos finales

de los restantes huesos.

Extrañamente en ese andar había leyes,

pero la Ley era un escándalo secreto

una remota lucidez

cuyo sentido estaba huyendo

desde cualquier lugar hacia ninguno.

Se reveló, no obstante,

por gracia de ese hombre

que abría su ventana hacia la noche

una posible síntesis terrestre:

cabía en cuatro cifras tan culpables

que hacían sospechosa la inasible

profundidad del cielo: la muerte

quedaba desde entonces liberada

como esencial finalidad del cosmos.  

 

La poesía puede beber de las fuentes de la ciencia y asombrarse no sólo de la equivalencia entre masa y energía, sino de cómo la cabeza de un hombre determina “una posible síntesis terrestre”, por la que las condiciones de la época cambian para siempre.

Cuando las lenguas y las culturas logran una suerte de amistad y equivalencia suplementaria, cambia el mundo que cabe entero adentro del lenguaje: el mundo lingüístico de Ptolomeo, fijo, único y finito, no es el universo de Galileo construido de las lenguas europeas que se reflejan la una en la otra y que son capaces de encerrar los siete anillos de Saturno sumado al universo del Quijote. Ni hablar entonces del cambio inconmensurable que va desde el paradigma de Newton a la Máquina de Dios.

Es impensable hablar de cultura sin involucrar los contenidos de la ciencia. La influencia que proviene del ámbito científico, sus efectos sobre nuestras existencias simplemente pueden comprobarse cuando entregamos el cuerpo y el alma al sillón del odontólogo o a las manos de un cirujano.

            Creo que se pueden establecer relaciones profundas entre las ciencias y la poesía, sin caer en el error de una poesía cientificista, ni tampoco robando terminología científica para lograr cierto aire de seriedad o al contrario, de fácil y vana parodia. Tampoco, hay que creer que existe una metodología científica para escribir poesía. Por mucho que la poesía explore, juegue, experimente, investigue, estudie, etc.  eso no constituye un rigor ni un método científico, apenas si es un símil, una analogía más del lenguaje. 

             Cada poeta tiene su propio modo de ver  y tejer, de nuevo, el viejo arco iris. Pero el espectro de la luz que desteje la ciencia entrama una concreta realidad de verdad y belleza.

 

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