Labyrinthe
José De Ambrosio vive en Santa Rosa, La Pampa. Es abogado y escritor. Integro la Asociación Pampeana de Escritores. Ha publicado en antologías y revistas de argentina y España, y en el suplemento literario del diario La Arena de su ciudad. Uno de sus relatos ganó el Primer Premio en un concurso organizado por la revista “Puro Cuento”, cuyo jurado integraban Mempo Giardinelli y Marco Denevi.
Salir del Louvre resulta difícil con tantas galerías y recovecos. Dejamos atrás la sala de esculturas grecorromanas, sátiros y ninfas, viramos hacia la pintura renacentista italiana y al llegar al fondo después de interminables Fra Angélicos, Tizianos, Rafaeles, con sus dulces madonas y querubines de carita holandesa, se abren dos grandes ambientes y un interrogante; todavía ligeros nos preguntamos derecha o izquierda, a gauche o a droite, voces más apropiadas en estas geografías, y sí, vamos a la derecha. Allá lejos la Victoria de Samotracia se niega, hierática, a perfilarnos el camino. Los pies comienzan a pesar cuando divisamos un cartel casi furtivo con la palabrita mágica sortie y nos lanzamos directos como la saeta de William Tell. Pero con desilusión, que callamos para no mortificarnos, nos descubrimos en la grecorromana, recorrimos el círculo de viajeros desorientados en el Sahara, la Venus de Milo rodeada de turistas asiáticos se ríe en su pedestal; entonces tratamos de evitar el renacentismo y enfilamos hacia la pintura francesa. Otra vez Delacroix, la Libertad arengando al pueblo desde sus pechos firmes, guerreros.
Ahora tomemos aquella arcada y ahí está, bravo, nuevo sortie con flechita incorporada a fin de guiarnos a la tierra prometida o al menos sacarnos del infierno tan temido. Escaleras abajo, otro magnífico sortie, vamos bien, más escaleras y a la distancia el hall de entrada con su pirámide, su shopping, todo el merchandising pese a que por acá abominan del idioma inglés.
Fabiana me toma decidida del brazo y yo más resuelto me encamino hacia un salón que creo recordar dentro de esa niebla vaga que nos va envolviendo, una multitienda atestada de inverosímiles copias de la Venus con brazos y la Gioconda llorando, todo moderno y lujoso pero ninguna señal del Metro. Intercepto a un francés que avanza apresurado le métro mascullo y me contesta nasal algo que no entiendo je ne comprends pas mon-sieur entonces apunta hacia una galería larga a sus espaldas y allá vamos. Descubro la ansiada M, gigante y luminosa, Constantino leyendo en el cielo in hoc signo vinces, subo a Fabiana a la grupa de mi corcel y a la carga de Balaclava la victoria es nuestra mis guerreros, cuando nos derrota un inesperado batallón ruso en forma de empleado que con cara de póker coloca una cinta clausurando la entrada y nuestra esperanza. Formulamos la lógica pregunta y recibimos la ininteligible respuesta, que para acá, que para allá, luego a droite y más tarde a gauche y subir las escaleras, cualquier tosco croquis pirata nos conduciría mejor al tesoro así que nos abrimos paso entre la maraña de gestos y palabras y a tientas nos dirigimos en la dirección que creímos en-tender. Aunque cansados y malhumorados, tratamos de sonreír gallardos, ya vamos a salir, ya descansaremos en el hotel Beauchamps riéndonos de este insólito laberinto y tantos droites y tantas madonnas, nos parecerá todo tan tonto. Pie de escaleras mecánicas y al momento en que la duda flota aparece el mismísimo ininteligible que nos mira como a débiles mentales y nos presenta las escaleras, maestro instruyendo a los niños, un deux troisnos dice estirando pulgar, índice y medio, y a droite, con gestos ascendentes y cara de lástima, pero claro hacia arriba y a la derecha es tan obvio, cómo no lo vimos antes. Así que subimos las elevadoras dejando atrás en el suelo el cansancio y la desilusión más allá otro tramo arre caballito y sí aparece el tercero desciframos el laberinto sin el hilo alcanzamos el último nivel.
Oh no, no es más que la salida a la calle, vemos la vereda, la lluvia, turistas y oriundos vacilando entre afrontar el agua o seguir allí estorbando, nos decimos que no puede ser, hemos equivocado algún detalle. Fabiana inquiere a una francesa que escurre sus ropas por le métro y ella con sonrisa sobradora señala la escalera descendente, la misma por la que acabamos de subir, y una gran M en lo alto, así que pensamos que nos hemos pasado de largo, debe ser un piso más abajo; sin embargo, al arribar ni señas del Metro, Le Tromé según los entendidos en el argot parisiense. De nuevo en la partida, si bien, me consuelo, hemos mejorado, no marchamos en círculos horizontales sino que dibujamos un perfecto círculo vertical, análogo a la vuelta al mundo de los parques de diversiones. Cuando me cae la ficha: la bienintencionada, para ella sea el Reino de los Cielos, nos envió otra vez a la boca de Le Tromé que nosotros sabemos que está clausurada, ella no. Por las dudas vamos y sí, sigue cerrada. La indicación que dos veces nos dio el mismo empleado estaba bien, hay que ir a otra estación. Afuera. Tres tramos en ascenso, tres tristes tigres, no, sólo dos con pies que se arrastran, sonreímos con garbo pero es una mueca, arriba y a la calle, menos mal que trajimos paraguas nous portons parapluie, y emergemos triunfales en busca de la Estación Perdida de las Galias.
No se vislumbra señal, indicio al menos, ni se oye la voz de Jehová bajando del cielo para orientarnos, pensar que a los Magos les brindó una estrella ad hoc. A ver el croquis cuál es la próxima estación luego del Louvre, Tuilleries claro con eco a Revolución y 1789 a conquistar la Bastilla mis sans-culottes. No podía fallar, allí está la boca ansiada, casi sensual, de la estación Tuilleries, entramos, por fin.
Sorpresa, lejos del viaje tranquilo al Beauchamps nos encontramos en medio de un torbellino, el gentío nos envuelve y nos mece, para acá, para allá, ramas arrastradas por la correntada del río, Fabiana se va alejando inexorablemente, lucho sin acercar-me, la masa de cuerpos puede más, alcanza a mirarme desconcertada mientras la arrastran hacia la boca del túnel, levanto el brazo pero ya no me ve, rodeada por una multitud de abrigos parisinos. La marea me lleva en dirección opuesta hasta el interior de un vagón; quiero salir, al tiempo que se cierran las puertas y la formación arranca, qué hacer ahora.
Tranquilo, me digo, estas cosas no suceden, tal vez no esté sucediendo, quizás dentro de poco me despierte y me incline en la cama para besar a Fabiana; mientras tanto bajaré en Charles de Gaulle-Etoile, la Estrella debajo del Arco, y desde allí desandar. Ella seguramente me esperará en Tuilleries, eso es, tan simple, parada en el andén, serena, impasible diosa egipcia hasta que yo. En el tren de regreso la francesita fija en mí sus ojos de gacela, intentando despistarla pongo cara de francés. No me agrada ese hombre de anteojos y elegante impermeable que me mira insistente, lo enfrento y desvía sus ojos acuosos. Dos estaciones y ya podremos jurar que juntos hasta que la muerte. Cómo Kléber, si es la que ayer por Bir Hackeim y la Torre Eiffel, me equivoqué de línea, lo que me faltaba, a retroceder. Cuando tomo la decisión ya llegué a Trocadero, bajo y otra vez a la Etoile, ahora sí, desde la Etoile en dirección a la terminal Chateau de Vincennes, cuidado no hacia la Defensa, por fin Tuilleries entre gorritas francesas y mucho perfume.
Estoy en la plataforma y nada, no Fabiana, no argentas. Tres veces siento que alguien clava la mirada en mi nuca pero al volverme sólo veo rostros indiferentes. Qué hago. Imprudente, opto por ir a Chatelet les Halles, el laberinto de Chatelet con sus minotauros agazapados, donde encuentro líneas que se cruzan y combinan, siento vértigo, por esta columna ya pasé tres veces, los letreros cuando existen son deficientes, señalan direcciones opuestas, uno me remite a un pasillo que termina en una pared, socorro, secours, estoy perdido, pero no, debo mantenerme imperturbable cual Aquiles frente a Príamo. Para colmo esos pasos detrás de mí, amortiguados, no me animo a girar.
Pensemos pienso, mientras el corazón me late en francés, quizás fue a Charles de Gaulle buscando retomar hacia la Glaciére, esa estación la conocemos, sí seguro que eso ha sido, ella es inteligente, mi amor te extraño, qué estoy haciendo hundido en esta monotonía de estrellas subterráneas, los anuncios aparecen borroneados en una neblina de ensueño. De pronto mi mente proyecta imágenes en flash: señor de anteojos me clava la vista, otro me aplasta, miradas en la nuca, carteles absurdos, pasos a mi espalda. Una sospecha se enciende; la desecho en el acto. No ha pasado un minuto cuando me obligo a analizarla: aunque descabellada ahondo en la hipótesis, tal vez, sólo tal vez, nuestra separación y la desaparición de Fabiana no provengan del azar. Acaso no sean un mero resultado de los dados que arroja el universo sino consecuencia de una elaborada combinación, un plan cuidadosamente ejecutado, pero entonces quién.
La abundancia de casualidades no es una casualidad. La infinita madeja del cosmos es muchas veces digitada por los hombres, por sociedades secretas, por espías. Comienzo a reír cuando recuerdo que Fabiana es física nuclear y trabaja en algún proyecto que desconozco.
Me ahogo, estoy perdiendo la razón, razono. Es fruto de mi paranoia, de este día irreal, no tengo que hilvanar insensateces, seguiré explorando. Por fortuna atino a la combinación y el recorrido conocido, Kléber, Trocadero, las estaciones van descendiendo, nasales, desde los parlantes. El tren troca en elevado, de los tres tristes tigres de Trocadero queda este extraviado cuyas neuronas flaquean, ascendemos hacia la estratósfera en Birk Hackeim para hundirnos en las profundidades del Averno unas estaciones más allá y surgir antes de St. Jaques, sigue lluvioso, llego a Glaciére.
Bajo y nada, no puede ser, las vías desoladas, una pareja se besa en un banco como si estuviera en su casa, cruzo de andén y compro otro boleto, con ecos de Heisemberg desconozco quelle heure est en este estrafalario parador o ignoro mi ubicación en esta hora precisa y una vez más a las persistentes Tuilleries.
Allí la nada, el cero absoluto.
Poco a poco todo es más confuso, anormal, la realidad pierde consistencia desde sus bordes depositándome en una mancha difusa; dónde estoy, no debo cejar, he de buscarla pese a todo, es improbable que haya salido hacia St. Germán des Pres, quizás a La Sorbonne que ella conoce, o tal vez (si no padeció interferencias extrañas) andará por Concorde, el otro día la mencionamos.
De pronto, con profundo alivio puedo ver la realidad: por supuesto, nos reuniremos en la estación Concorde. Descargando un peso oprimente resuelvo mis dudas y descifro el hecho evidente: está allí, aguardándome, dónde si no. En ese andén podremos abrazarnos una y otra y otra vez. En la Concorde, sí.
Estoy aquí, confiado esperando a Fabiana, cuando, fulgurante bomba de neutrones, me cae la revelación.
En esta Concorde nos reuniremos, es indudable. Pero no en la sólida estación del mundo conocido, no en la concreta parada del metro donde los parisinos se agrupan antes de desgranar sus rutinas. Será en la Concorde de este territorio metafísico, en la apócrifa Concorde de esta burbuja que flota fuera del espacio tiempo, en esta pérfida jaula que nos ha atrapado para toda la eternidad, donde quedamos condenados a vagar por siempre como en la más ominosa de las pesadillas.