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Del libro Sección 6, Mil gotas ed., 2024

SECCIÓN

6

de
JUAN M. CORTELLETTI

Nació en Mar del Plata, en 1976. Es periodista, diplomático y narrador. Vivió con su familia durante años en Hanoi, Montevideo, Pekín y Washington D.C., experiencias que inspiran el trasfondo cultural y espacial de sus relatos. Su primer libro de cuentos, Seres primordiales, fue declarado de interés cultural por el Partido de General Pueyrredón. Más adelante publicó Sección 6, concebido mientras residía en China y marcado por temas de desarraigo, lenguaje y memoria

 

 

Ajusté el nudo de la corbata, subí levemente el mentón y me contemplé unos segundos en el espejo. Era bien temprano, los vecinos todavía dormían. Abrí una canilla para que el chorro hiciera algo de ruido. Con un nerviosismo indeterminado, revisé los zapatos negros –relumbraban-, me calcé el saco azul y acomodé un pañuelo a tono en el bolsillo. Miré la hora y salí con buen margen de tiempo para enfrentar otro día de trabajo.  

En sede central, la recepcionista me respondió el saludo con un asentimiento refinado. Subí la escalera de mármol e ingresé al hall, una sala clásica con alfombra roja, retratos de próceres decimonónicos y antigüedades. La puerta del despacho del ministro estaba entornada.

Me asomé con precaución; primero vi a su secretaria ofreciéndole horarios alternativos para audiencias y eventos, luego estiré un poco más la cabeza y lo vi a él, enorme, obeso, barbudo, saciado. Pedí permiso y sin esperar respuesta me interné en ese ambiente generoso y oscuro que parecía tallado en una pieza de madera.

Desganado, con voz ronca, me dijo lo de siempre. Yo también le dije lo de siempre y volví a salir al hall, donde saludé a los funcionarios que ahora esperaban para ingresar o se dirigían a otras oficinas jerárquicas.

Caminé unos pasos y sentí calor, percibí la presión de la corbata en el cuello. Agarré el nudo y estiré la cabeza, para aflojarlo unos milímetros. Me aproximé a la puerta de ingreso a la sección dos y apoyé mi huella digital en el visor. Una torpe cámara de video registró el procedimiento de acceso. 

La oficina estaba recién pintada de blanco; dos hombres en escritorios enfrentados tecleaban en sus computadoras y hablaban por teléfono. Uno fumaba y llevaba la camisa abierta hasta la boca del estómago. Al saludarlos sumariamente noté que el sillón que estaba a un costado, oficiando de living incompleto, tenía el tapizado tajeado.

Apreté un timbre negro y me dieron paso a la sección tres, donde estaba mi oficina, que compartíamos en turnos con otros dos hombres. Colgué el saco en un gancho improvisado y me saqué la corbata como si me liberara de un grillete. Por una hendija en la pared ingresaba un hilo de sol. Desde una foto en la mesa ratona, la nostalgia me saltó al cuello: me vi grave, de uniforme, junto al ministro, supervisando aquel desfile. Parecía alguien poderoso, aunque no podía recordar esa sensación.

Levanté la mochila que tenía sobre un sillón y abrí la puerta metálica que daba a la sección cuatro, un lugar amplio y bullicioso. En un extenso tablón montado sobre caballetes, unos veinte jóvenes conversaban en voz alta y escribían en cuadernos de tapa negra. Un globo terráqueo de madera se imponía en el centro de la mesa como una efigie. En varios puntos de la sala había baldes y palanganas llenas de agua cuya superficie era perturbada, rítmicamente, por el impacto de las gotas que caían del techo ennegrecido.

Corrí uno de estos recipientes con el pie, intentando no mojarme, para poder bajar por la escalera caracol que conducía a la sección cinco. Descendí varios niveles hasta que la oscuridad se hizo total. Con el brazo izquierdo en la baranda y el derecho estirado, fui tanteando el aire para encontrar el interruptor. Cuando di con la palanca, un sonido vibrante, como el del motor de una cámara frigorífica obsoleta, precedió a una luz amarronada.

Continué bajando -ahora podía ver los peldaños- hasta llegar al piso de tierra. El calor era imposible. Me quité la camisa, los zapatos y las medias y los apoyé sobre una mesa de cemento. Por el túnel de salida a la sección seis corría un hilo de agua fétida que llevaba pequeños restos de plástico y alguna señal de vida microscópica. Escuché el rumor de un movimiento rápido sobre el pasto, allá afuera, pero no pude ver insecto o animal alguno. 

Respiré hondo al salir al bosque. La fusión de aromas que emanaba de la vegetación me reconfortó. Había llovido y la humedad exacerbaba la expresividad de las plantas. Estiré los brazos hacia arriba y disfruté de la libertad de movimiento que permitía el torso desnudo. El sol entraba apenas entre la espesura de las altas copas. Los sonidos parecían ahora amplificados: pájaros, cigarras, sapos, algún rugido distante.

Me quité los pantalones, desplegué la lanza que traía en la mochila y me crucé el pequeño morral de cuero. Caminé cerca de una hora sobre tierra y fango hasta llegar a la pequeña laguna central. Los animales no aprenden: indefectiblemente, tarde o temprano, en pleno día, se acercan a tomar a agua y relajarse. Pensé que en alguna medida la situación era injusta y la tarea demasiado simple. Riesgosa, cierto, pero también elemental.

Había garzas rosadas paradas sobre una pata, buscando comida o simplemente refrescándose. En la otra orilla había una liebre: movía la cabeza a ambos lados, asustada, lista para escapar ante la aparición de un depredador. Ahora era cuestión de ocultarme detrás de un árbol en el mayor silencio y con los sentidos al rojo vivo. Esperar su llegada. Por la posición del sol, ocurriría pronto.

No había transcurrido media hora cuando el oso entró en mi campo visual caminando con la lentitud que exige semejante tamaño, como si marchara sobre pozos. En su expresión se mezclaba el poder con el agotamiento, una potencia física extrema mermada por cierta indiferencia.

Cada dos o tres pasos se detenía, se paraba sobre las patas traseras e, imponente, bufaba. Cuando llegó a pocos metros de mi escondite me quedé paralizado, al ras del piso, la cara apoyada de costado sobre la tierra. Con un ojo miré la cabeza elevada, las patas delanteras en el aire con sus gruesas garras curvas; sentí el vibrar de su respiración y en un ensueño creí estar frente a un tótem de otro tiempo o de otro mundo. Cerré los ojos e inhalé como me enseñaron: inaudible, imperceptible, un objeto inanimado. Escuché el golpe seco de la caída de sus patas delanteras y los pasos de gigante que indicaban que había retomado su marcha.

Me armé de paciencia hasta que llegara al borde de la laguna y -con suerte- se distrajera. Incluso antes de tomar agua volvió a erguirse, miró hacia atrás y hacia los costados, volvió a bufar. Esperé que se aflojara, se acostumbrara, se sintiera cómodo. Luego de varios minutos, noté que bajaba la cabeza y se entregaba a la ingesta. Estiré hacia atrás mi brazo armado y salí caminando al ritmo más rápido y silencioso posible. Pasos largos y tensos, de perfil, con el arma en punta.

Cuando me faltaban apenas seis metros, levantó la cabeza del agua como si me hubiera visto con la espalda. Intentó pararse en dos patas, por instinto, para intimidar al que se atreviera a amenazarlo. Pero en el tiempo que le llevó estirarse yo aceleré el último tramo -ahora sin pensar en el sigilo sino en la rapidez y la precisión, o más bien sin pensar en nada-; corrí a la mayor velocidad de la que era capaz, di un salto y le clavé la lanza en la columna vertebral. Entró profunda, sin resistencia, como si el oso fuera de barro. 

Aunque ya estaba acostumbrado a ese patetismo, no pude evitar apenarme. Los gruñidos agudos y el retorcerse del cuerpo bestial congelaron el bosque por unos segundos, como si su sufrimiento fuera lo único que ocurría en el mundo. Hasta las garzas demoraron el vuelo aterrado que dejó la laguna revuelta. 

Mientras la respiración del oso se iba apagando, el agua volvió a ser un espejo y el bosque dejó atrás el episodio. Yo también: me concentré en la faena para despejar cualquier sentimiento. En el morral tenía el serrucho y las pinzas que me permitirían concluir mis obligaciones.

Me duché en la sección cinco, un poco asqueado por el olor a sangre al que no lograba habituarme. Con la mochila recargada, subí las escaleras y comencé el retorno. Estaba en perfecto horario.

Algunos agentes me miraron de reojo mientras escribían, frenéticos, en sus libretas negras. Fingían normalidad, pero yo bien sabía que los nublaba un pensamiento: algún día –no podían descartarlo- también les tocaría a ellos.

El periplo por cada sección estaba bien urdido. 

En mi oficina hice un esfuerzo por recuperar el aspecto de la mañana: corbata, saco, pañuelo. Traspasé la carga a una bolsa más presentable, de cartón oscuro. El ministro ya me había hecho saber –aquella vez, la del olvido- que no tenía por qué tolerar ninguna desprolijidad.

Saludé a los colegas de sección dos y accedí nuevamente al hall central. Decenas de funcionarios transitaban, dialogaban, llevaban carpetas de un lado al otro. Con disimulo, observé sus reacciones cuando detectaban mi presencia; la mirada, las mínimas contorsiones de los labios, el tono de voz cuando me saludaban. Pero me era imposible encontrar indicios. Eran grandes simuladores o bien se guarnecían en una confortable ignorancia.

Entré al despacho pidiendo permiso, pero también consciente de que era de los pocos que podía ingresar a cualquier hora. Saludé con corrección y dejé la bolsa de cartón en el piso. El ministro me respondió con un gruñido, la vista aún en unos documentos. Estaba desparramado en su silla, flácido, indiferente. Mientras terminaba la lectura, examiné el despacho -biblioteca, sellos, sobres, cuadros- hasta que los ojos, sobre el final de su merodeo, cayeron sobre el puño de mi camisa. Tuve que apretar los dientes para no gritar: con pavor, descubrí una mancha de sangre oscura sobre la tela blanca. Algo en el aire –¿mi sobrecogimiento? - despabiló al ministro, que miró incómodo hacia los costados. Luego expiró con fuerza, relajándose. Me miró de arriba abajo y autorizó mi salida.

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