LA FAMA CUESTA
o dela cuestión "nadie lee poesía".
por Osvaldo Picardo
Me encontré con una amiga escritora. No es ni muy joven ni muy vieja, está en esa difícil frontera de los 40 cuando el reconocimiento empieza a pesar menos que el creciente olvido que asoma detrás de las novedades editoriales.
Mi amiga ha publicado hace menos de un año, un octavo libro con el que se muestra desilusionada por los pobres resultados. Su queja es la misma queja que vengo escuchando desde siempre. “Nadie lee poesía, ni les poetes”, exclama en su militante lengua inclusiva.
A ese comentario, no es raro que se añada otro con que se descalifica a un desconocido que ha sido publicado en algún medio público o en alguna revista digital. Esa común contradicción siempre surge en medio de una encendida apología del género lírico o también, de una corriente estética que se siente desplazada o ninguneada. Que “nadie lee poesía” es por lo tanto, una verdad a medias y una simplificación de las numerosas ilusiones/desilusiones del escritor de versos.
Ampliamente autocomplacido y consolado por las redes sociales, el escritor de versos publicita en su propia red, concursos, premios, “el poema del día” y hasta causas infinitamente viralizadas que creen propias y defienden a capa y espada. Así como en los 70 era usual y hasta muy “in” un poster con frases revolucionarias o de paz y amor, con canciones y poemaas de Serrat o de Benedeti, hoy las google play de diseño para cartelería y memes facilitan infinitos haikus, coplas, slogans y frases hechas acompañada por hermosas fotos retocadas. El universo de la fama se ha expandido para dar democráticamente lugar a “cada une y a todes”.
Cuando esto sucede, trato de entender qué grado de realidad puede haber, sin dejarme confundir por el gran teatro del espectáculo, o la impostura de la displicencia y el el escándalo gratuito en tantos recitales, o simplemente, por la envidia, a la que dedicó Pablo Neruda una oda, en la que se notaba que ya había leído “Cartas a un joven poeta” de Rilke:
Escribí, escribí sólo
para no morirme.
Y entonces
apenas
mis versos de muchacho
desterrado
ardieron
en la calle,
me ladró Teodorico
y me mordió Ruibarbo.
La verdad corroborable es que la poesía –como tantas otras veces lo dije- no es un género en igualdad de condiciones con la narrativa, así como tampoco lo es la narrativa con respecto al cine, la lotería o el deporte. En este sentido, Borges, lógicamente estaría ensombrecido por la rapera Megan Thee Stallion o el futbolista Lionel Messi. De esto, don Georgie entendía mucho y lo hacía notar cuando afirmaba que Cervantes fue casi invisible para sus contemporáneos. No se puede pretender lo contrario, sino corriendo el serio riesgo de ingresar de urgencia a un centro de salud mental, o bien que uno logre ser en un “influencer ” con al menos un millón de seguidores y gane un premio de poesía de una corporación editorial .
Pero además del reclamo de reconocimiento público, el aspecto de inequidad genérica se mezcla, en ocasiones, con el intento de definir qué cosa es la poesía: una discusión ontológica y/o metafísica llena de caprichos que no tienen manera de resolución sino personal y relativa. Las polémicas han ocultado y siguen ocultando -en una medida grosera-, un asalto al poder de los medios de comunicación, suplementos literarios, crítica especializada, editoriales extranjeras, premios, becas, subsidios y cuanto beneficio esté al alcance. La polémica entre escritores –en las que incluyo a idiotas útiles, editores, agentes y críticos literarios-, nunca llega a superar el carácter gregario del rebaño o la manada, y aunque sus protagonistas sean jóvenes o viejos, nada tiene que ver el anacrónico y remanido problema generacional, ni mucho menos una lectura atenta de la poesía que se ha rechazado o legitimado.
Hay, alentada por las redes sociales y lo considerado masivamente influyente, una tendencia a pertenecer y a identificarse que llega a parecerse a una enfermedad, sin límites de edad ni de sexo.
El filósofo David Hume (s. XVIII) reconocía en su Autobiografía, que "el deseo de la fama literaria, pasión que me dominó muchas veces, no ha avinagrado en ningún momento mi ánimo, a pesar de mis frecuentes desengaños". El vinagre del que habla, así como los desengaños frecuentes, provienen desde hace siglos del mundo de las letras. Y toda ensalada bien aliñada necesita un poco de vinagre.
Entre otros casos, recuerdo los cinco años que Fray Luis de León permaneció en una celda de la Inquisición donde, por ejemplo, escribió:
Aquí la envidia y la mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.
Los intereses cortesanos y las intrigas de “aqueste mundo malvado” llevaron a Quevedo y Góngora al exacerbado arte de la injuria. Hay un soneto imperdible de Quevedo contra Góngora, en que aquél lo define magistralmente como “éste, en quien hoy los pedos son sirenas...”
Borges también, fue filosamente implacable con muchos otros escritores argentinos contemporáneos. Cuenta Bioy que en una entrevista le preguntaron a Borges qué podía decir de Sábato y él respondió: “He venido a hablar de cosas agradables”. Mucho peor aún cuando expresa sus opinión sobre Ricardo Molinari: “es un chambón imitativo”, dice mientras que en otra ocasión, detona un juicio demoledor: “Molinari ha escrito odas, epístolas, sonetos, silvas: todo vanamente. Su éxito se debe quizás a que no exige ningún esfuerzo”. Bioy cuenta que de “Casa tomada”, Borges le confió que “si fuera un buen cuento, comunicaría miedo al lector, como The turn of the screw” y agrega: “se ve que todos esos cuentos no le importan nada. Los escribió por deber, aburridísimo”.
En España, donde el mercado del libro tiene mayor relieve, el último premio de poesía Espasa Calpe de 20 mil euros, al ignoto venezolano Rafael Cabaliere, movió los estantes, y si bien hasta se dudó si existía o si era un invento de las redes sociales, inquietó ante la sospecha de que hubiera cambiado el “consumo” de la poesía, y de hecho, tanto éxito obtuvo que fue más famoso en las librerías españolas que el premio Cervantes, Francisco Brines. La curiosidad me llevó a buscar alguno de sus textos y cito estos versos que no suenan sino a mensaje de salutación de año nuevo: “Que al terminar el día /te quedes con lo que hizo /brillar tus ojos, /lo que sumó /magia a tu vida, /con todo aquello /que agrandó tu sonrisa. /Y que mañana sea mejor.” Seguramente que no sólo el “consumo” de poesía ha cambiado para los criterios mercantiles de las editoriales sino también, el criterio de valoración de los “consumidores” que, a veces, son lectores . Lo que llama la atención no es este dato sociocultural, sino la reacción de la “comunidad poética” que, con razón o sin ella , le hizo exclamar a Cabaliere: “Los poetas me han hecho bullying”.
Los casos son infinitos y, como ven, llegan a nuestros días sin demasiado esfuerzo. Todos conocemos algún chisme del ambiente que puede dañar a algún colega; aunque, entre nosotros, es siempre más común el boicot del silencio, o el “bullyng”.
Dejando de lado, por un momento, el catálogo de ejemplos de estas debilidades, me parece mejor, tratar de entender no si hay o no razón en “nadie lee...”, sino qué es lo que se espera cuando alguien lee lo que hemos escrito. ¿Quiere llegar a ser un escritor profesional leído por un público multitudinario? ¿Espera que los lectores admiren con devoción amorosa cada palabra y anécdota de su vida? ¿Escribe sólo para vender libros y firmar muchos autógrafos? Se ha equivocado de género.
La enorme diversidad de juicios estéticos en la historia dificultan encontrar una regla que sirva para comprender, con fundamento, el valor de la poesía y de su lectura. Excluyo de esta charla, por ahora, la remanida apología tallerista de la poesía con mayúscula o minúscula; excluyo la alabanza de escribir creativamente en talleres y escuelas; excluyo las virtudes de recitar, multiplicar y conmover con bellos sentimientos. Dejemos a los Cabaliere con todas sus buenas ondas.
No hay veredicto unánime, libre de prejuicio e intereses. Es por eso que mi amiga escritora y sus colegas no entienden sino que la única forma de alcanzar valor y legitimidad debe consistir en procurarse la aceptación de los demás. Se vive entonces, dependiente de la opinión ajena, aún cuando haga simulacros de under y antisistema, aún cuando su tono moderado por la displicencia y la parodia, incomoden a los lectores. Se parece demasiado a lo que hace una vecina chismosa, que reclama la aprobación de un lector que apenas si existe entre condescendientes amigos poetas, críticos de revistas virtuales y profesores e investigadores universitarios. La dependencia que genera de esta manera entre unos y otros, no deja escribir o leer con la claridad y la entera conciencia que se necesita. El trato o maltrato con la poesía no significa otra cosa que una forma de existir enteros y libres.
El territorio postergado y marginal del género lírico, tiene gran parte de su misteriosa singularidad encerrada en esa misma marginalidad y postergación. Al contrario de lo que se busca, la soledad y la indiferencia en que se concibe y desarrolla una obra, muchas veces alimenta la creación y la fortalece.
Horacio Preler (La Plata, 1929- 2015) fue un poeta con una decena de libros publicados a lo largo de toda su vida, en editoriales sin gran resonancia en el mercado y sin ningún éxito de venta. No creo que haya aparecido en la televisión, en los suplementos literarios de los principales diarios o en alguna tesis de maestría o doctorado.
Su último libro “La vida se interroga” me lo trajo, un verano, un amigo en común, también poeta, desde la ciudad de los tilos. Así es como circula la mayor parte de la poesía argentina, de mano en mano y a veces, por correo postal o electrónico.
Quiero compartir un poema de Preler, de su libro “La vida se interroga”. Creo que el significado de sus palabras está fuertemente vinculado a la experiencia del pensamiento, pero sin llegar a traducirlo, sin acabar de completar el sentido con que la existencia y la nada desafían diariamente nuestras pobres cabezas. Y es ahí, en eso mismo donde la poesía es más plena, porque es siempre lo que queda por decir. El poema se llama “Espejo sin habitante”:
Las palabras cayeron sobre la noche
pero las horas corrieron igual en el reloj.
Un perro ladraba en la oscuridad
y la lluvia continuaba cayendo
sobre los techos de la ciudad.
Desde hace mucho
el tiempo doblaba la apuesta.
Solo los recuerdos permanecen intactos
royendo la oscura corteza del pasado.
¿Qué ha quedado de todo?
Unas monedas viejas,
algunas fotografías desteñidas,
la letra de una triste canción.
Todo lo demás será un espejo sin habitante
todo lo demás morirá en el olvido.
No pude leer el libro sino mucho después de haberlo recibido. Preler falleció tres años más tarde y nunca llegué a escribirle una respuesta. Leer la poesía de otro implica no sólo tiempo, sino la disposición de entender que algo está por ocurrir íntimamente y que ese suceso no lo conocíamos. El texto acompaña y espera su lector. El horizonte de expectativas de la lectura se cumple a veces, no siempre.
Y cuando ocurre, si ocurre, no se olvida qué cosa es la poesía.