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JACQUES ANCET

EL GRITO

poema VI del libro "Huit fois le jour" (Ocho veces el día)

en la traducción de CRISTINA MADERO

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Seis veces

 I

No estás seguro de nada.  No eres nada. Quisieras hacerte a la idea pero unas imágenes lo impiden.

Las habitas incluso si crees haberlas dejado atrás, incluso si alrededor, el mundo se cierra.

La radio no para. Las pantallas te deslumbran. Lo que ocurre te atrapa y te abandona.

No más proyectos, no más piel que comerse en el borde de la uña del pulgar izquierdo.

Los chillidos de las golondrinas trazan un diagrama improbable en el que no reconoces tu rostro.

El estruendo se avecina. ¿Tempestad o qué? Una suerte de rumor sordo donde todo llega y se va.

Las golondrinas... más lejos...

No se detienen. El cielo es tuerto, la montaña ciega. Nada responde a la voz que llama.

Todavía la oyes. Grita también, ínfima, multiplicada. Entra en tu cuerpo, y no sale de él.    

      

II

Lo que grita podría ser el dolor, nada más. Pero le hace falta una boca y un cuerpo.

Podría ser también ese silencio quedado después de los aullidos, tan brutal que golpea en pleno rostro.

Lo que grita podría ser la vida toda que de pronto se ve partir y que no, no quisiera acabar.

Ella se aferra a las ramas, se agarra a rostros, desgarra pedazos de cielo.

Te detienes en el crepúsculo. Miras alrededor la claridad declinante y dices, es la vida.

Cada objeto arde con un fuego ligero  y después se apaga. Como el grito que ya no oyes.

Pero que ya no lo oigas, no quiere decir que se haya callado. Sólo ya no lo oyes.

Sin embargo, otro, en otra parte,  lo oye todavía. Piensa que no es una voz. Otra cosa. Tal vez el mundo.

 

III

Te has detenido. Has observado la caída del cielo en las hojas, el roble y el cercado. Has dicho: ¿el mundo?

Nada se movía salvo el tallo bajo un soplo invisible. Has repetido: ¿el mundo?

El silencio se había vuelto minúsculo como una perla donde brillaba un pálido resplandor. Escuchabas.

Alrededor, todo no era más que una paz aterradora. El tallo había cesado de vibrar. El tiempo era una gelatina gris.

Escuchabas. Seguías escuchando. Ningún ruido. Hubieras podido oír la caída de un alfiler.

Sin embargo, entre los ojos y la montaña, entre mesa y zarza, entre cielo y periódico, algo gritaba,

No cesaba de gritar. No sólo una voz, una boca, no sólo un cuerpo, sino una infinidad de voces, de bocas, de cuerpos.

A cada instante lo que, surgido del fondo de la materia, trataba de vivir, no quería morir.

 

IV

 

El árbol grita, con todas sus hojas, con todas sus ramas, con toda la oscuridad de sus raíces. Grita hacia el día y hacia la noche.

A veces, oyes su lluvia inversa. Otras veces, es un coro silencioso. Una torsión negra y gimiente.

A veces, no es nada. Todo se calla y sólo la mirada es una escucha de resplandores.

A veces, ya no sabes. Es un torbellino de signos, un llamado acribillado.

Hablas  del árbol. Podrías hablar de la montaña, del prado, de la ciudad o de la silla.

Lo que grita no tiene ni forma ni rostro, o los tiene todos. Lo oyes, pero no sabes

Dices: ¿qué es? Quisieras poner un nombre a lo que no lo tiene.

Giras la cabeza, levantas los ojos. El árbol sigue gritando. Todo en cada momento no deja de gritar.

 

V

El destello de la luz sobre el borde del vaso, sobre la argolla  en la oreja, sobre el vacío del aire.

No sabes de donde viene ese grito. Lo ves simplemente. Teje hilos en el espacio,

Cruza otros gritos y todos juntos forman una tela sonora de la cual, sin saberlo, estás hecho.

Por eso no oyes  nada, como tampoco oyes el ruido de tu propia sangre.

El mundo es un tejido de gritos que vienen de lo infinito y van hacia lo infinito.

Todo el futuro, ellos lo llevan en sí, todo el pasado, tejen el rostro de lo desconocido.

Un parpadeo de ecos sin fin todos presentes a la vez en el mismo clamor silencioso.

Te atraviesa, te ilumina, te desgarra, te llama pero tú no lo sabes.

 

VI

Lo que sabes es que los rostros gritan. Sus bocas se abren y el grito sale.

Lo oyes o no lo oyes, pero lo sabes. El grito está aquí,entre lengua y paladar.

Está en todas partes porque los rostros están en todas partes, todos los rostros, del niño, del adulto, del anciano.

Todos,  en un momento u otro, gritan el desgarro, el  desgarro de estar vivo, gritan

El dolor y la alegría, gritan las lágrimas y la sangre, gritan por haber visto o por no saber,

Gritan el abandono, la soledad, gritan con el mismo grito negro que el hombre de la cruz, gritan su silencio,

Gritan por no ser más que ese llamado mudo del cuerpo postrado, gritan por ya no saber gritar.

Y es ese grito el que de repente se te sube a la garganta, inaudible, ensordecedor, se detiene al borde de tus labios y ya no gritas.

 

VII

El tiempo te atraviesa. No entras en él. Te deja ceniza y polen. Un vaho donde todo nace y se borra.

El también es un grito. No nos damos cuenta enseguida, pero se insinúa.

Va subiendo, viene de muy lejos, de lo más íntimo, mana de los pliegues de la memoria.

A menudo, es apenas un gemido, tan continuo que acabas por no oírlo,

Pero lo sabes, aquí está, bajo cada gesto, cada ruido, bajo cada rostro.

El entarimado que chirría, por ejemplo, o el resplandor pálido entre las celosías de una calle bajo la nieve.

A veces, sin embargo, él te desgarra con un olor  súbito a hojas, con un llamado de pavos reales prolongado en el atardecer.

O con la simple tibieza de un hocico húmedo  posado por un instante en el hueco de la mano.

 

VIII

Deseas continuar, pero no puedes. El rumor viene, se retira.

Escuchas el eco lejano de las voces. Se trata de reconocerlas. A veces, llegadas hasta ti,

Son gritos. Te atraviesan, te dejan indemne. Quisieras responder.

Pero demasiado tarde. Ves  dos tazas, un camión rojo, el viento que agita las hojas,

Ves lo que quisieras ver. Eso llega desde muy lejos, flota, sinuoso y luego se dispersa.

Esperas. Ya no te queda nada más por oír. Algunos destellos o crujidos del día,

Trozos de silencio en los que podrías detenerte, pero es aún el rumor,

Es alrededor lo que gira - un caleidoscopio, su vértigo de entonces que te posee, te abandona.

Jacques Ancet

Nació en Lyon en 1942, vive y trabaja en Annecy. Ha publicado unos cincuenta libros (poemas, prosas, ensayos) por los que ha merecido varios premios como, en 2009, el prestigioso premio Apollinaire. Siete de sus libros han sido ya traducidos al español. Como traductor, ha firmado más de cincuenta traducciones de autores de lengua española tales como Juan de la Cruz, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Miguel de Unamuno, Ramón Gómez de la Serna, Jorge Luis Borges, María Zambrano, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Juan Gelman, Alejandra Pizarnik, etc. Entre sus numerosos premios de traducción citemos los recientes premios Alain Bosquet Etranger 2015 y Roger Caillois 2016.

Cristina Madero
Nació en Mar del Plata en 1949, vive en Poitiers.
Doctora en Ciencias de la Educación, es también titular del “Capes y la Agregation”. En la Argentina se desempeño como docente en colegios y en la Alianza Francesa, mereciendo una beca del gobierno francés en 1978. En Francia obtuvo el puesto de “Maître de conferences”, y como tal ejerció en las universidades de Bordeaux y Poitiers . Tradujo a los poetas argentinos Mario Buchbinder, Daniel Calmels, Jorge Ariel Madrazo, Maria Rosa Lojo, Héctor Freire, Osvaldo Picardo, Paulina Vinderman, Susana Swarc, Liliana Alemán, entre otros. Ha gestionado, infinidad de veces, ante las Embajadas argentina y francesa subsidios y ayudas literarias en los dos países.

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