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Visita a la Biblioteca de 
LUIS ALBERTO DE CUENCA

Selección de poemas del autor español por Facundo Giménez

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        ace un tiempo tuve ocasión de conocer a Luis Alberto de Cuenca en Madrid. Venía viajando desde Cádiz por una estancia de investigación. Era el invierno de 2022 y España estaba abriéndose de nuevo al turismo tras el brote del COVID. Recuerdo la molestia del barbijo en el viaje de autobús y cómo entre la tierra seca y la luz débil del invierno emergía de vez en cuando, como un coloso proveniente de un siglo remoto, algún Toro de Osborne. A Luis Alberto no lo conocía, aunque había pasado años estudiando su obra y mantenido algún intercambio de correos electrónicos. Aquella tarde que nos reunimos me dio dos opciones: ir a un café o conocer su biblioteca personal. Obviamente, la opción del café fue desestimada de inmediato. Me lo encontré en la entrada del metro de Colón y descendimos a una cochera donde estacionaba su auto. Una vez sentado en el asiento del acompañante, pude ver cómo ascendíamos por una rampa enroscada como serpiente de concreto, mientras la luz de la ciudad se abría. Me dijo que su biblioteca estaba cerca y que de paso podíamos ver el lugar donde había muerto Bécquer. El auto compacto del poeta avanzaba junto a la narración bibliófila sobre el corpus becqueriano.

-“Ves, Facu, aquí está”, me dijo cuando llegamos al portal donde se alzaba una placa conmemorativa.  No nos detuvimos ahí, seguimos hasta otra cochera de otro edificio donde estaba emplazada su biblioteca; en un departamento que había sido su hogar, y ahora era estudio y biblioteca. Otro tipo de hogar, pensé. Me advirtió que no podía ofrecerme café.

Luis Alberto de Cuenca nació en 1950 en Madrid y su nombre comenzó a escucharse en las tertulias poéticas de los cafés madrileños, por la década del setenta. Fue precisamente entonces que apareció incluido en la antología El espejo del amor y la muerte (1971) editada por Antonio Prieto en Azur y con un “Pórtico Poético” de Vicente Aleixandre. En sintonía con la poesía neovanguardista que se estaba escribiendo en la España de los últimos años del franquismo, la de Cuenca era una poesía críptica, sumamente erudita y que, como confesaría unos años después, rendía culto de la oscuridad. Libros de esos años como Los retratos (1971), Elsinore (1972) o Scholia (1978) articulaban un curioso tándem entre una formación filológica clásica rigurosa y académica (por esos años obtendría un doctorado por un trabajo sobre la obra del poeta Euforión de Calcis) y un frenético consumo cultural en el que despuntaban el cine y la historieta. Lo cierto es que, en ese panorama tan confuso del tardofranquismo y el proceso transicional, su poesía si bien no pasó desapercibida al menos no tuvo un espacio central.

Hacia finales de los setenta, se operaría un cambio decisivo en su obra. Parece ser que Luis Alberto de Cuenca por ese entonces se fue metiendo en un lugar extraño: la Movida madrileña. Pese a que el phisique du role no parecería cuadrar con ese movimiento de antros, excesos y descontrol, allí hizo las veces de letrista de Orquesta Mondragón y hasta tuvo un hit: “Caperucita feroz” (1980). Esa experiencia parece haber modificado su forma de leer y escribir: no porque abandonara la erudición, sino, más bien, porque había algo en su tono que cambiaría para siempre. A mediados de la década del ochenta, ello resulta evidente. A tal punto que la publicación de la Caja de plata en la editorial Renacimiento, en 1985, sería un parteaguas que, como llegará a decir Manuel Vilas, “desata[ría] un evidente cambio de rumbo en la poesía española, la que se escribe ´mayoritariamente´ desde 1983 u 84” (1992, 13). Su editor, Abelardo Linares, explicaba este cambio como la reconciliación, después del invierno neovanguardista que azotó a la poesía española, con “los lectores de poesía, esa especie casi en extinción.” (Linares 1992). Lo cierto es que desde entonces con una constancia asombrosa sus libros supieron entregarnos a la aventura de la literatura rehabilitando una gimnasia emocional que parecía vedada por la poesía de (para) poetas: reír, sorprendernos, emocionarnos, disfrutar, volver a los temas cotidianos, a los ínfimos temas de siempre: el amor, la amistad, la traición, etc.  Sus poemas están leyendo una tradición vasta, sin divisiones tajantes, muchas veces imprevistamente barajada. Los héroes de las epopeyas antiguas se manchan las manos con la tinta fresca de las historietas y en los fotogramas de una película noir aparecen cameos inesperados, muchas veces hilarantes. En todos sus libros (mis favoritos: además de La caja de Plata, El hacha y la rosa y La vida en llamas) parece regir el principio de que todos están invitados la fiesta de la cultura.

Esa sensación de estar siempre siendo bienvenido me fascinó. Su poesía tiene el mérito de no subestimar jamás al lector y sin embargo hacerlo sentir cómodo. Por esa razón, cuando di el primer paso dentro de su biblioteca sentí el escalofrío de las cosas que ya han sucedido. Una vez adentro, Luis Alberto me guió por distintas salas y lo que me resultó sorprendente, cuando al final del recorrido, abrió las alacenas repletas de libros, una cocina-biblioteca.

Nuestra conversación continuó en torno de la figura de Bécquer y a la narración bibliófila que había iniciado en el auto; luego, me mostró varias ediciones prínceps de las Rimas que tenía en una de las estanterías del living. Luis Alberto de Cuenca tiene una pasión expansiva por ese tipo de libros: me dio esos tomos de casi dos siglos para sostenerlos, mirarlos, sentir su peso, como un chico te presta los juguetes. Me iba contando aquellos detalles físicos que le habían llamado la atención, con el fervor suscitado por los objetos más queridos: tipo de hojas, curiosidades, estado de las cubiertas, etc. Yo escuchaba; me dejaba llevar por la fascinación fetichista. La conversación siguió con otras primeras ediciones: textos que yo había leído en ediciones baratas, en traducciones perfectibles o inclusive en fotocopias manchadas, aquí aparecían en su primera forma. Cuando uno se encuentra con algo así, piensa en todos los recorridos, en todas las bibliotecas y lectores a los que sobrevivieron estos libros; uno siente, además, que el tiempo pasa y que el peso de esas obras sobre las manos es un bien escaso, irrepetible. Como se espera de un buen anfitrión que recibe a un huésped argentino, me mostró todos los ejemplares de Borges: entre ellos, opaca, brillaba la primera edición de Ficciones. Entre todo este volumen libresco y presentada con la misma fascinación surgían una serie de objetos coleccionables provenientes de las sagas de Star Wars o de Las aventuras deTintín; colecciones de historietas, libros raros, ediciones imposibles de hallar, imágenes sobre las que deslizaba unas narraciones increíbles, devotas, ocupaban el mismo lugar que esos otros tesoros que me había mostrado. Si algo había aprendido de su literatura es que no existe esa división entre alta y baja cultura y su biblioteca seguía rigurosamente ese principio.

Algo que me sorprendió y agradecí fue que, en ningún momento, hubo un gesto de ostentación. Por el contrario, había en el tiempo que le dedicó a mi visita una generosidad particular y esencial, la de quien sabe que la literatura requiere, por más secreta que sea, una complicidad.

Al despedirme, recuerdo, me regaló una figura pequeña de plomo: un “cabeza roja” que ahora descansa en mi biblioteca.

 

Mar del Plata, 20 de abril de 2023

In illo tempore

 

Tus padres se habían ido a no sé dónde

y la casa quedó para nosotros,

lo mismo que el convento abandonado

del poema de Jaime Gil de Biedma.

Con la música a tope, preparaste

una mezcla explosiva en una jarra

mientras yo te quitaba, dulcemente,

la ropa de cintura para arriba.

Llenaste las dos copas hasta el borde.

Bebimos. Nos entró la risa tonta,

y se nos puso un brillo en la mirada

que subrayaba nuestra juventud,

y nos besamos como en las películas,

y nos quisimos como en las canciones

Cuando la realidad era el deseo

y nuestro reino no era de este mundo.

 

El editor Francisco Arellano, disfrazado de Humphrey Bogart, tranquiliza al poeta en un momento de ansiedad, recordándole un pasaje de Píndaro, «Píticas» VIII 96

 

Sin mujer, sin amigos, sin dinero,

loco por una loca bailarina,

me encontraba yo anoche en esa esquina

que se dobla y conduce al matadero.

 

Se reflejó una luz en el letrero

de la calle, testigo de mi ruina,

y de un coche surgió una gabardina

y los ojos de un tipo con sombrero.

 

Se acercaba, venía a hablar conmigo.

Mi aburrido dolor le interesaba.

Con tal de que no fuese un policía...

 

«Somos el sueño de una sombra, amigo»,

me dijo. Y era Bogart, y me amaba;

y era Paco Arellano, y me quería.

 

La malcasada

 

Me dices que Juan Luis no te comprende,

que sólo piensa en sus computadoras

y que no te hace caso por las noches.

Me dices que tus hijos no te sirven,

que sólo dan problemas, que se aburren

de todo y que estás harta de aguantarlos.

Me dices que tus padres están viejos,

que se han vuelto tacaños y egoístas

y ya no eres su reina como antes.

Me dices que has cumplido los cuarenta

y que no es fácil empezar de nuevo,

que los únicos hombres con que tratas

son colegas de Juan en IBM

y no te gustan los ejecutivos.

Y yo, ¿qué es lo que pinto en esta historia?

¿Qué quieres que haga yo? ¿Que mate a alguien?

¿Que dé un golpe de estado libertario?

Te quise como un loco. No lo niego.

Pero eso fue hace mucho, cuando el mundo

era una reluciente madrugada

que no quisiste compartir conmigo.

La nostalgia es un burdo pasatiempo.

Vuelve a ser la que fuiste. Ve a un gimnasio,

píntate más, alisa tus arrugas

y ponte ropa sexy, no seas tonta,

que a lo mejor Juan Luis vuelve a mimarte,

y tus hijos se van a un campamento,

y tus padres se mueren.

 

Teichoscopia

A Carlos García Gual

Tras nueve años de guerra, el rey de Troya

no sabe quiénes son sus enemigos.

Se lo pregunta a Helena, allá en lo alto

de la muralla: «Dime, Helena, hija,

¿quién es ese que saca la cabeza

a los demás y que parece un rey

por su modo de andar y por su porte

señorial?» «Mi cuñado, Agamenón,

un hombre insoportable que no cesa

de gruñir, el peor de los esposos

y un mal padre.» «¿Y el rubio que está al lado?»

«Es mi marido, Menelao, un idiota

que no supo apreciar como es debido

lo que tenía en casa y no comprende

a las mujeres.» Príamo registra

la información de Helena en su vetusto

cerebro, y continúa preguntando:

«Y ese otro de ahí, de firme pecho

y anchos hombros, que va y viene nervioso

por el campo, las manos a la espalda,

como quien trama algo, ¿quién es ese?»

«Odiseo de Ítaca, un fullero

de quien nadie se fía, un sinvergüenza.»

«¡Caramba con los griegos!», piensa Príamo,

y le dice a la novia de su hijo:

«Otros veo, muy altos y muy fuertes,

que destacan del resto. Por ejemplo,

esa masa magnífica de músculos

que está sentada al fondo, a la derecha…»

«Es Ayante, una bestia lujuriosa

y prepotente, un grandullón con menos

inteligencia que una lagartija.»

«¡Qué bien hice estos años —piensa Príamo—

sin saber quiénes eran estos tipos!

Basta que gente así reclame a Helena

para no devolverla.» Y en voz alta

dice a la chica: «¿Dónde estará Paris?»

«Imagino que en la peluquería,

haciéndose las uñas y afeitándose.»

«Ayúdame a bajar de la muralla

y vamos en su busca, que os invito

a los dos a una copa en el palacio.»

 

Homo homini lupus

a la memoria de Paul Naschy

 

 

 

No venimos del mono. Lo siento, señor Darwin.

Somos lobos sin pelo que andamos por el mundo

en posición erguida, pero con esos ojos

crueles e inyectados en sangre y esas fauces

repletas de cuchillos con que los lobos viajan

por el bosque del caos, paidófilos y arteros.

En nuestro más añejo depósito de mitos

vive, junto al vampiro, el peludo hombre lobo.

De la misma manera que Hyde domina a Jekyll,

la bestia que se agita en las oscuridades

de nuestro yo termina por imponerse al ángel

que fuimos no sé cuándo (o no lo fuimos nunca),

y, aunque nos disfracemos de tiernos corderillos

o de dulces abuelas por puro pasatiempo,

somos, allá en el fondo, lobos depredadores

que aúllan a la Luna en la terrible noche

de la razón, allí donde habitan los monstruos

y tienen su refugio las negras pesadillas.

Hobbes lo tuvo muy claro, y uno, que es un fanático

del cine de licántropos, lo ratifica ahora:

homo homini lupus.

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