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LOS PÁRAMOS DE QUITO y otros poemas 

 

EDWIN MADRID

Edwin Madrid por  Omar Arregui.jpg

Edwin Madrid (Quito, 1961). Publicó los libros: Pavo muerto para el amor (Argentina, 2012), Lactitud cero° (Colombia, 2005),  Mordiendo el frío (España, 2004), Puertas abiertas (Ecuador, 2001), Open Doors (U.S.A., 2000), Tentación del otro (Ecuador, 1995), Tambor sagrado y otros poemas (Ecuador, 1995), Caballos e iguanas (Ecuador, 1993), Celebriedad (Ecuador, 1992), Enamorado de un fantasma (Ecuador, 1990), ¡OH! Muerte de pequeños senos de oro (Ecuador, 1987). Tiene las antologías: Pararrayos (España, 2012), Mordiendo el frío y otros poemas (Cuba, 2010), Mordiendo el frío y otros poemas (Ecuador, 2009) y La búsqueda incesante (México, 2006). El 2004, en Madrid, recibió el Premio Casa de América de Poesía Americana, también alcanzó el Premio Único de Poesía Ministerio de Cultura y Patrimonio 2013, por su libro Al Sur del ecuador, el Premio Escritores Ecuatorianos de los 90, entre otros. Sus poemas aparecen en varias antologías de la poesía contemporánea hispanoamericana: Jinetes en el aire (RIL Editores, 2011), Poesía Latinoamericana hoy (Ediciones fósforo, 2011), Cuerpo Plural (Pre-Textos, 2010), Our Own Words: A Generation Defining Itself (MW Enterprises, 2010), Un país imaginario (Ruido Blanco, 2011), Una alegre gravedad (Difácil, 2007), ZurDos (Paradiso, 2004), El turno y la transición (Siglo XXI editores, 1997). Tiene traducciones al árabe, inglés, portugués, alemán e italiano. Ha sido invitado por las universidades de Cincinnati, Zurich, Viena, Granada y realizado lecturas de poesía en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. En el 2011 fue escritor residente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, Francia.

Editor de Poesía completa, español/ inglés, de Jorge Carrera Andrade (2003), compiló la Antología poesía ecuatoriana del Siglo XX (Visor, 2007) y Línea Imaginaria, antología de la poesía ecuatoriana (LOM, 2015).  Se desempeña como director del Taller de Escritura Creativa de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Quito. Dirige la colección de poesía de la editorial Ediciones de la Línea Imaginaria. Al Sur del ecuador es su libro más reciente.

LOS PÁRAMOS DE QUITO

 

Qué será de Benjamín Carpio,

muchacho de cejas cargadas, mirada gitana

y defensa dulce de sus ideas.

 

Escribía poemas inspirados en Whitman y Thoreau,

no estaba interesado en la desaforada actualidad, lo suyo

era una gota de rocío resbalando por la hoja del naranjo.

 

Él era un poeta de la desobediencia civil,

un militante de Gandhi.

 

Nos gustaba ir al páramo, contemplar la pureza

de los cerros irrumpiendo los azules limpios del cielo;

instalábamos la tienda de campaña entre los árboles

y nos tendíamos horas de horas a leer poesía,

a escuchar el ruido del bosque y del arroyo.

 

Nunca salió una mala palabra de su boca, sus bromas

siempre fueron inteligencia pura, humor contundente.

 

Uno de esos días, mientras reíamos desmesuradamente

bajo la carpa, él se colocó a horcajadas sobre mí

pidiéndome que no me ría, pero yo seguí hasta que

juntó sus labios a los míos y mi risa fue ahogándose

en un beso adolescente.

 

Qué cielos cobijarán hoy a ese poeta.

 

 

 

 

 

 

MAROSA DI GIORGIO LEE EN UN BAR DE MEDELLÍN

 

Era una mariposa con  sus poemas en un bar. Llevaba

vestido ancho de tafetán fucsia con tules negros y azules,

el sitio estaba oscuro, solo una lámpara echaba luz refulgente

sobre su libro. No leía, oficiaba misa llena de feligreses

que hacían mutis hipnotizados por su voz saltarina y grave.

Misales de corte erótico con pedrería de huertos y jardines

salían de su boca, palabras llenas de ramas, frondosas,

cargadas de espinas, bromelias, trepadoras, madreselvas,

enroscándose en las vigas del tumbado.

Por el piso se extendía kikuyo, subía por las patas

de las mesas y las de las muchachas que tenían

los ojos llenos de lágrimas a punto de reventar,

mientras la voz saltarina y grave celebraba

su canto número tres, un rizoma de palabras esdrújulas

enmarañadas en la maleza selvática de la noche.

Nadie decía nada, solo ella nombraba cosas oscuras,

retorcidas como alambres metiéndose por las orejas,

tocando las fibras del deseo y la cobardía.

El público se contenía, era como si algo malo

se estuviera anunciando, como si aquellos

que habían llegado a la misa, luego saldrían desesperados

a abrazar a sus seres muertos y olvidados.

Un olor a naftalina se esparcía en el medio,

daban ganas de arrodillarse, llorar sin compostura.

Pero llegó un perro, negro, turbio, que mostraba los dientes,

escurriéndose entre las mesas y  los zapatos de la gente,

fue a subirse a la mesa, a lado de lámpara.

Tenía los ojos desorbitados y vidriosos,

se agazapó como si fuese a saltar sobre alguien,

ella empezó a acariciarle mientras leía,

el perro negro y erizo se puso manso sobre la mesa.

Nadie se movió, solo escuchaban y miraban al perro

de lana espinosa acomodarse para dormir.

Un niño, un niñito de esos que todavía no entienden el mundo

o el mundo no les entiende a ellos, señaló con su dedo acusador

al perro, su madre, al percatarse, dobló el brazo del niño, que

nuevamente señaló hacia el perro, de nuevo su madre lo dobló;

el niño hizo un gesto rotundo y volvió a levantar su mano con el

dedo apuntando al perro; entonces, su madre le dio un golpe

y se produjo un sonido impreciso y sordo,

como un ahogado susurro de conversación,

en el mismo instante en que el perro se encabritó

y salió del recinto con el rabo encogido,

dando pequeños saltos como un conejo de fieltro percudido,

al niñito le brillaron los ojos y fue tras él,

dejando la sala con la voz sonando más fuerte,

para que le escucharan hasta los que estaban afuera del bar.

Mencionaba la historia de un pájaro de cuatro pies

que no podía volar, caminaba dando doble zancadas en una jaula;

tan pronto llegaba a un extremo, emprendía el retorno,

sus patas se habían convertido en pilares musculosos,

fuertes, anchas como las de un toro de lidia,

daba brincos y aleteaba sin poder elevarse. La voz,

cada que el pájaro de cuatro pies daba un petite salto,

se elevaba como si por fin volara.

Era un poema que lo tejía y destejía,

resultaba gracioso ver a los pies de la lectora,

en una canastilla el montón de páginas encrespada

resistiéndose a perder la forma de minutos antes.

El bar estaba lleno de niebla, cuando terminó ese poema,

al fondo se escuchó que alguien bufaba y aplaudía

con entusiasmo, pero pronto uno de sus vecinos le tapó la boca

como si hubiera sido un asalto, aquel volvió a sentarse derechito

al auditorio, allí se estuvo como una gallina.

Las palabras volvieron a ser un gran manto de organdí

asentándose sobre los rostros húmedos y lóbregos esperando

redimirse escuchando textos celebérrimos, como aquel de la monja

que mostraba su seno derecho a cuanto hombre deambulaba;

uno dijo no señora monja tengo el mío en casa y apresuro el paso;

otro chistó, es un seno color azul-celeste, no me atreveré a tocarlo,

estoy en veda, no sucumbiré y corrió por un laberinto hasta

desaparecer en los cuatro muros del deseo.

Luego la monja sacó su seno izquierdo, con los senos al aire

fue a parase en las puertas de la universidad,

cuando salieron los estudiantes de botánica,

pasaron sin decir una palabra,

frente a la monja que mostraba sus membrillos.

Más tarde salieron los de ciencias del derecho, que al ver

a la monja establecieron puro conjeturas sobre senos expuestos,

monjas locas bastardos que se aporrean mujeres.

Se entabló una discusión infinita, aprovechada por la monja

para desvanecerse en el acto.

El texto seguía con una vecina cariacontecida llena de humo;

el auditorio no respiraba, solo seguía la lectura y contemplaba

el perfil aguileño de la autora como una mariposa posada

en la rama del membrillo. Leyó que la vecina

fue hallada en un bosque de amaranto con la falda

subida hasta la cintura, las piernas abiertas como una muñeca,

con su calzoncito rosa tirado cerca de los árboles,

así recibió a cuanto transeúnte se atrevía a detenerse

y depositar su liquido rojísimo con el que se preñaría.

La vecina contaba: uno, diecisiete, veinte y tres…y en eso

apareció, en el recinto, ese niñito que salió atrás del perro,

ahora todos le vieron convertido en hombre,

había pasado tanto tiempo, su madre le reconoció de inmediato

e hizo un espacio a su lado,

el niñito-hombre grueso, tosco como tendero de pueblo,

levantó la mano, apuntó con el índice hacia su madre

y fue y se sentó a su lado, no hubo ni murmullos ni susurros,

tampoco el vaho de hipocresía se  impregnó;

la lectura seguía  su ruta rauda, la voz grave y saltarina,

cantaba como un salmo: que alguien vestido de novio

quería casarse con Nubia, la hija del carnicero,

que él vestido con traje blanco y camisa gris,

se había apostado en la esquina a esperar por ella

para abordarla y casarse, pero ella no salía porque

despostaba reses, metía el cuchillo en las carnes del vacuno,

salpicándose de sangre, como si un animal negro,

se hubiera resistido a su muerte y hubiera relinchado

con la aorta abierta.

Nubia caminaba a la puerta de la carnicería,

con los cuchillos en las manos, una y otra vez;

miraba al novio en la esquina, musitaba frases inentendibles,

sus ojos se agrandaban, se ponían saltones viendo al novio

en la esquina con su traje blanco, camisa gris.

Ella lequeríanolequeríaquerianolequerianooooolequerisiiilanolonq,

no sabía lo que pasaba por su corazón,

solo destripaba vacunos y colgaba la carne

en los ganchos como le enseñó su padre.

Tenía enredado su corazón con una gaza,

era como si su corazón estuviera nublado,

no lograba dilucidar si quería casarse o no quería casarse:

El novio en la esquina pateaba pedrezuelas para distraerse;

una de ellas fue a dar contra un coche rompiendo sus cristales,

el chofer bajo del auto, puso cara de criminal y corrió donde

el novio, quien ni tonto ni lento fue a refugiarse en la tercena;

Nubia le recibió definitivamente con los cuchillos en sus manos.

La lectura concluyó y un hilillo de líquido escarlata escapaba

por el piso mientras una mariposa negra y grande ascendía.

 

 

 

 

TABLA IX

 

En la epopeya de Gilgamesh, una de sus doce tablillas dice: Nada sabe Enkidu de alimentarse con pan; / a beber cerveza no le habían enseñado. / La ramera abrió la boca  y dijo a Enkidu: …(aquí se corta el gran poema)... Sus líneas faltantes han provocado un sinnúmero de versiones. La atribuida a un poeta ecuatoriano es la que más cautiva:

La ramera abrió la boca y dijo:

come el alimento,

porque es una condición de vivir,

consume la fuerte bebida

y acuéstate conmigo como es costumbre aquí.

Enkidu comió cordero hasta quedar saciado,

de bebida fuerte apuró siete copas.

Y su espíritu desatóse

contra la ramera que esperaba en su lecho.

 

 

 

 

 

EL TIGRE DE LOS AÑOS

 

El tigre no ha probado bocado hace días. Atrás quedó su luz por la noche de los bosques, el oro de sus líneas y la furia convertida en rubí de sus garras. Sabe que si no come morirá en la estepa calcinante. Ha puesto la mira en la joven gacela que pesca hojas frescas entre los arbustos de un costado. Su estómago cruje sin sacar los ojos de la comida. Calcula la distancia entre él y la víctima. Analiza el terreno y mira a la primorosa gacela sin inmutarse. El viento se queda quieto; y como un relámpago le llega el aviso de su oportunidad. Entonces, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se lanza como un relámpago en busca de la presa. Pero es un rayo sin luz, una flecha sin oro, que en la desbandada quiebra el rubí de sus garras, tropezando y rugiendo por comida.  

 

 

 

 

 

 

 

HISTORIA

 

Un hombre, relativamente, joven,

Sentado en una banca de piedra,

una banca ordinaria; a lado

una muchacha dulce,

piensa que ese hombre es de piedra.

La muchacha se levanta

y se marcha dulcemente.

El hombre ordinario, mira como,

relativamente, la muchacha se pierde.

Es historia de amantes quedarse sentado en la banca

mirando como una mujer de piedra se marcha dulcemente.

 

 

 

 

UNA MONTAÑA

Ella se enamoró del gigante y el gigante también de ella. Era maravilloso cuando el gigante bajaba la mano para que ella subiera a su palma y, llenándola de besos, la elevaba. Se sentía segura en sus brazos.

El gigante, loco de alegría, apenas contrajeron matrimonio construyó un castillo con puente levadizo y todo. Era un gigante cariñoso. Su amor lo entregaba gigantemente.

Pero un día que tuvo que ausentarse, apareció un enano que hizo muchas promesas a su mujer, incluso que le construiría un castillo más bonito.

La mujer del gigante se sintió halagada y le pareció divertido agacharse a besar al enano. El enano construyó el castillo y puso unos dragones para que la cuidaran.

Cuando el gigante regresó, miró que su mujer divertida se agachaba a besar a un enano y que juntos entraban en un castillo custodiado por dragones.

El gigante entristecido se sentó frente al castillo del enano y de sus ojos brotaron lágrimas gigantes cada vez que la mujer se agachaba a besar al enano.

El gigante nunca se levantó y poco a poco fue convirtiéndose en una montaña, que en el invierno se cubre de nieve y que, en el verano, los amantes, la escalan para mirar cómo se derrite la nieve, porque dicen que el gigante vuelve a llorar, al mirar a los amantes que se besan.

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