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VIDAS DEL POEMA

10 poemas del libro inédito de Guillermo Saavedra,

con dibujos de Eduardo Stupía*

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La poesía es un ímpetu que no puede durar mucho.

Giacomo Leopardi

A partir de su insólita excursión desde la nada, el mundo proliferó en  realidades y perseveró en ellas porque era pleno de poesía, un hilo dedicado a enhebrar todo aquello que, de otro modo, habría regresado a la nada sin remedio. Pero el propio mundo lo ignoraba, y de esa omisión aún se nutre el afán de todo lo que tiende a la disolución y el desamparo. Hubo que esperar a que los campos exhalaran, aún inmadura, la voz capaz de asperjar la esquiva verdad del mundo. Desde entonces, circular e intermitente, siempre nuevo y arcaico, provisorio e indispensable fue, y aún viene siendo, el poema.

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El poema, cuando era niño, no sabía contar. Se regocijaba en la espontaneidad de un decir labrado en el carozo de las cosas. Supo luego medir sus propios pasos, haciendo coincidir cada experiencia con la respiración regular de un pájaro en su jaula. Hoy vive en el alegre espanto de volar a cielo incierto, buscando reencontrar la irresponsable libertad de su desaforada infancia.

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El poema, al nacer, en lugar de llorar, profirió un canto. Su voz consolaba a los padres de haber traído al mundo tan frágil criatura, hecha de efímeras palabras consonantes. Venían a escucharlo de las casas vecinas, atraídos por esas melodías que abolían el tiempo y atenuaban el estupor ante un mundo cargado de misterios y amenazas. Agobiado de atenciones y regalos, ya en dos pies, dejó a un lado la lira y se volvió sobre sí mismo, caviloso. Desde entonces, anda por el mundo como un esporádico murmullo que, muy de tanto en tanto, evoca la perfumada redondez de su niñez cantora.

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El poema, educado en la alegría siempre cambiante y fugaz de su estado oral, enamoraba al azar voces y oídos que se rendían a su encanto. Hastiado de tal promiscuidad, quiso sentar cabeza yéndose a vivir a la página. Allí encontró la tranquilidad provisoria de ser siempre un fantasma imperfecto de sí mismo, a cambio de que nadie lo visite de improviso, sorprendiéndolo a medio vestir de significados concretos. Cuando eso ocurre, siente el llamado de la selva de las palabras dichas y escuchadas de viva voz. Y acaba por ceder, embriagándose de malentendidos en la barra de un bar abierto durante la larga noche del mundo.

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Atribulado por la triste e injusta actualidad que lo rodeaba, el poema quiso ser político. Durante días porosos, circulares, fatigó bibliotecas y frecuentó las plazas. Se internó en el dolor de los suburbios y husmeó, de lejos, el aire de palacio y el murmullo del templo. Viboreó entre viñedos pedregosos y tropezó en veredas floridas de alumbrado. Lo hizo en silencio, dedicado a escuchar lo que hombres y mujeres padecían o infligían, reclamaban o negaban. Cuando por fin creyó que estaba pronta su palabra, esta se había empapado de tanta lastimada realidad que el único verso que pudo despuntar sonaba al mismo tiempo como el llanto de un niño y el ladrido de un perro en un baldío.

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El poema, a veces, languidecía: le echaban en cara que, a pesar de existir y tener infinidad de nombres, nunca se estaba quieto en sitio alguno. Su terca manera de no terminar de llegar del todo a ningún lado, su empecinado afán de deambular por la extensa llanura del sentido, que solía ser para él motivo de orgullo y seña de identidad, se convertía de pronto en causa de aflicción e incluso de vergüenza al comprobar que tantos le reclamaban el rigor mortis de un fotograma muermo siendo que él solo podía ocurrir en su entusiasmo cinemático. Afortunadamente, cada vez que estaba a punto de entregarse a la mezquina taxonomía de los otros, resurgía en él una voz impersonal y fresca como un río, recordándole que su sola forma de ser es estar siempre siendo, y siempre otro. Un gerundio con vocación de transformista.

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Los celosos guardianes de un orden supuestamente celestial, los de al pan, pan y al vino, vino, le buscaban al poema un sexo único y estrecho como sus cabezas de piedra de otras pascuas. Hurgando sin permiso en su entrepierna, a ver si daban con algo que llevara tranquilidad a sus familias, encontraban alarmados un racimo de múltiple apetito, antena en sintonía con todo, a toda hora. “Aquí estoy”, les decía la poema, diverso y divertida, “soy hembra y macho y planta y sol y mar y tierra sin medida, cocinado en un fuego que quiere perdurar en la amable diferencia de las cosas”.

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Rara vez el poema iba en busca de alguien o de algo, pues ignoraba de antemano qué decir o qué desear. Solía perderse en los flacos senderos entre los seres y las cosas. En esos intersticios, una cierta humedad tejiendo musgo, la viruta del tiempo convertido en instante, o el mínimo resplandor de algún recuerdo ajeno brillando sobre el polvo de los años lo unían con un hilo de alga al hueso más delgado de un animal dormido. Con amorosa cautela, el poema se consagraba a soltar sus versos uno a uno, sin despertar a la criatura desconocida que respiraba a su lado.

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Cuando comenzó a vivir en la página, el poema descubrió que le debía tanto a su voz como a su apariencia física. Fue, en cierto modo, como pasar de la radio a la televisión. Y, así como antes se cuidaba de no caer en imposturas o desafinaciones involuntarias, ahora ponía también mucha atención en no hacer demasiada alharaca, ocupando su lugar con humildad, como quien no quiere la cosa; y, al mismo tiempo, con el secreto orgullo de quien sabe que está sirviendo a un trémulo pero urgente apetito del mundo.

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El poema había sido detenido nuevamente por la policía del pensamiento. “¿Qué quiso decir, qué significa?”, le preguntaban una y otra vez, bajo la cruda luz de la semántica. Imperturbable, él se amparaba en su derecho a guardar silencio. Y, cuando la intensidad de los apremios parecía doblegarlo, mientras el escribiente se aprestaba a anotar su confesión, serenamente cruzado de versos, el poema declaró: “Nadie puede ser obligado a decir lo que no sabe”. La policía, confundida, se dedicó entonces a perseguir a sus lectores.

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*Guillermo Saavedra nació en Buenos Aires en 1960. Es poeta, crítico literario, periodista cultural y editor. Fue uno de los directores de la revista literaria Babel.  Y es director de la revista cultural Las Ranas. Publicó el libro La curiosidad impertinente, una selección de numerosas entrevistas a narradores argentinos, en 1993, en 1998, la antología Cuentos de Historia Argentina, y en 2000, el volumen La pena del aire, una antología de poemas de Ricardo Molinari. Sus libros de poesía publicados: Caracol, elegido uno de los mejores libros del año por el Diario de Poesía; Alrededor de una jaula.Tentativas sobre Cage, elegido uno de los mejores libros del año por el diario Página 12; y El velador, recientemente reeditado. 

 

 

* Eduardo Stupía nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, en 1951. Es artista plástico y expone local e internacionalmente en muestras grupales e individuales desde 1973. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano de Buenos Aires, y desde 1984 ejerce la docencia en artes plásticas. Se ha desempeñado como jurado en distintos premios municipales y nacionales.

Con las galerías Jorge Mara-La Ruche y Van Riel ha participado de las ferias arteBA (2004-2007 y 2009-2011-2012, Buenos Aires), Pinta Art Fair (2008, Nueva York) y ARCO (2009-2011-2012, Madrid). Su obra integra, entre otras, las colecciones del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires (MNBA), el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (macro), el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA), el Museo Caraffa de la ciudad de Córdoba, Argentina, y el Museo Eduardo Sívori de la ciudad de Buenos Aires. Uno de sus trabajos (Sin título, tinta sobre papel, 1985) ha sido adquirido por el Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA).

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