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Cuentos

LUCRECIA

de Pablo Seijas

El edificio (macizo) (imponente) asfixiaba la calle. Relucientes y bamboleantes carruajes habían atravesado en otras épocas el gran arco y el desmesurado portón, pero esos indicios que aludían un pasado remoto no eran del gusto de la señorita de la inmobiliaria. Más bien se quedó dura, nos miró de arriba a abajo y en lugar de responder, mencionó al pasar el origen francés del arquitecto, la nobleza de los materiales, y concentró todo su entusiasmo en circunscribir con precisión entomológica el emplazamiento privilegiado de la propiedad : a ciento noventa y ocho metros del Jardín Botánico, recitó, a trescientos cincuenta y dos del Bosque de Palermo, a otros tantos del Rosedal y a unos cuantos menos de la Avenida del Libertador; en cambio, al Jardín Zoológico que estaba tan cerca, lo ignoró olímpicamente, y el olor tibio y dulzón de los animales fue cubriéndose de a poco con un catálogo exhaustivo de políticos, hombres de negocios, gente de televisión y otras celebridades que frecuentaban el barrio.

Al principio Lucrecia la escuchaba con cara de susto, pero apenas traspasamos el portón se enamoró del patio central con su elegante reloj de pie y sus adoquines lustrosos, más interesada por la variedad de bichos que huían en fila india o sobrevolaban los canteros que por los argumentos de la vendedora, así que la dejó hablando conmigo mientras agradecía en silencio la vecindad y el perfume secreto de los parques. No lo confesó, y sin embargo la predispuso favorablemente el obsesivo dibujo de las fachadas, entre otras cosas porque proseguían sin discontinuidad por el interior de cada patio repitiendo en cada cuerpo del inmueble esas hendiduras hechas sobre la piedra, y quizás también, porque le recordaban de manera inconsciente los dibujos geométricos y delicados de una tela de araña. Fue entonces que tomó la decisión de cambiar de domicilio, y aunque se autoconvenció de que sobraban razones objetivas, actuó arrebatada por un incontenible impulso. Esa misma tarde escuché sus argumentos sabiendo de antemano que nunca tendría la fuerza suficiente para enfrentarme a su determinación y a la semana siguiente concluimos las formalidades de la compra y nos mudamos.

Uno no se aclimata así como así a un barrio tan distinto y Lucrecia que tenía experiencia en ese tipo de vicisitudes, se fue aproximando cautelosamente con progresivas y circulares rondas. Su primera preocupación fue seleccionar los atajos y  reconocer los distintos olores que la condujeran de regreso a la húmeda y fresca serenidad de su morada. Una nunca sabe lo que puede ocurrir en caso de peligro, decía con el corazón en la boca. Concluida la inspección, poco a poco fue recuperando el aliento y pudo consagrarse a meditar donde dispondría los muebles y a supervisar las obras de la casa.

Los primeros meses fueron los más duros: hubo que comprar los materiales, contratar a los obreros, tirar abajo las paredes, y convencerlos de que aunque no pareciera razonable, lo que habrían de edificar podía ser (desde el punto de vista de Lucrecia) necesario y justo. Ella siguió de cerca las sucesivas transformaciones; bajo su dictado, se levantaron los tabiques y cada cuarto empezó a desembocar en otro sin que se produjese ninguna interrupción, hasta que las duras perpendiculares y los ángulos salvajes del departamento se fueron atenuando en una lujuriosa espiral que suavizó las formas.

Felizmente, las servidumbres que le imponían aquellas tareas domésticas la ayudaron a olvidar: daba órdenes, cambiaba constantemente los objetos de sitio y terminaba por dormirse donde la derrumbaba el cansancio. Por experiencia yo sabía que mientras durase ese trajín, el universo secreto de Lucrecia permanecería sujeto a hilos invisibles, algo así como en estado de hibernación, y disfrutaba esas treguas que me concedía el destino sin angustiarme. De todas formas (me decía), sólo habría de darme cuenta después, cuando tras haber inundado todos los recovecos con sus vaporizadores y sus platos con agua, se animase a salir de nuevo para volver con los labios húmedos de placer y la ropa hecha un estropajo.

Por eso no puedo fingir que me haya asombrado cuando sin aviso previo y al día siguiente de haberme prometido cambiar, el temperamento de Lucrecia se modificó y empezaron a venirle las ganas. Como de costumbre, le recomendé que asistiera a recitales o escucháramos música juntos. No conocía otro remedio. Lucrecia era una enamorada incondicional de los pianistas y su predilección musical por las sonatas me sacó de apuros en varias ocasiones, especialmente (debo confesar) el día en que empezamos a salir. Desde entonces, en signo de reconocimiento, me quedé a su lado. Mi misión se limitaba a anticipar las crisis y apaciguar los futuros ataques, así que apenas empezaban las jaquecas yo me ponía a tocar. Con suerte pasaban en seguida, si no, estaba condenado a sumergirme en un largo, extenuante, laborioso concierto hasta que se le fuera esa sombra terrible de los ojos y su mirada se asemejase de vuelta a la mirada de una persona normal. La tarea era ingrata, ciclópea. Lucrecia era consciente y siempre agradeció mi devoción. Yo, por mi parte, vaya a saber por qué nunca tuve el coraje de abandonarla.

Como otras veces, esta vez también me pusieron sobre aviso los hombres. Indefectiblemente Lucrecia les daba el teléfono sin prevenirme, y si por desgracia atendía yo, había que mentirles e imaginar un número apenas diferente para que no se sintieran incómodos y volviesen a marcar y contestara ella y yo pudiese retirarme. Las llamadas telefónicas anunciaban el fin de la tregua y el penoso comienzo de las complicaciones. Eran momentos de enorme tensión, sobre todo cuando iban a visitarla por primera vez, porque entonces Lucrecia se ponía realmente loca. Horas antes de que llegaran ya estaba mordiéndose las uñas o iba de aquí para allá, nerviosa y gritando hasta que nos encerraba (al piano y a mí) en el cuarto con llave. Ahí yo me ponía a tocar sin esperar que descendiese las escaleras. No necesitaba andarle detrás para saber que atravesaba los distintos patios y se disponía a darles la bienvenida camuflada por la oscuridad jadeante de unos enormes gomeros, porque solamente así lograba serenarse. Lucrecia decía que bajaba para evitar que se perdiesen o ahorrarse un escándalo con los vecinos, pero yo sé que lo hacía para permitirles que la descubriesen tal como le gustaba, surgiendo de improviso detrás del pedestal, con el propósito de que apreciaran la delicada factura del antiguo reloj de pie con cuatro esferas, aun cuando careciesen de cultura suficiente y les costara creer y diesen un salto, como si sólo tuvieran ojos para ver esa forma viscosa que buscaba refugio entre las plantas, algo con remotas reminiscencias de animal que se erizaba y desprendía de su propia sombra. Probablemente alguna alucinación, fingiría sorprenderse Lucrecia, sacando a relucir el tema del patio, la arquitectura del edificio o la pureza del reloj, como si aquello pudiese explicarse por una simple confusión que favorecía la hora, por alguna que otra mancha negra.

En general la maniobra daba buenos resultados, pero si alguno no quedaba convencido, ella le daba a entender que su visión guardaba alguna semejanza con las leyendas y fantasías de otras épocas, en las que la plazoleta y el mismo reloj habían sido el teatro de misteriosas desapariciones, cuentos que los crédulos cocheros de entonces apuraban entre humo, ginebra y conversación, para probarse el coraje y pasar la noche. Lo cierto es que con tanta charla no atinaban a echarse atrás, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraban encerrados con Lucrecia en la jaula enrejada y chirriante del ascensor o sentados en uno de los tantos divanes del departamento, desconcertados por haber venido y encima sin saber cómo comportarse delante de aquella mujer que, desnudada por un vestido de tul, les seguía hablando de licántropos y de veladas sangrientas.

Por las dudas, antes de que pudiesen entrar, los ecos del piano repercutían por todas las dependencias de la casa. Algunos los percibían al hundirse en el ascensor, otros (los más distraídos) cuando Lucrecia introducía la llave. "¿Hay alguien?", interrogaban tímidamente. Ella los miraba como si estuviesen locos y cuando les preguntaba si les molestaba algo, indefectiblemente los hombres replicaban que no, que cómo se le ocurría, para quedarse un buen rato, aturdidos y tensos, negándose a hundirse naturalmente en el sofá y limitándose a alisar la raya de los pantalones con las palmas de las manos. Muchos mantenían un forzoso equilibrio al borde del asiento esperando con terquedad el signo, la prueba, que les demostrase que no había ninguna confusión posible. Para Lucrecia, en cambio, aquella expectativa formaba parte del juego y se acomodaba a su lado calculando las reacciones y las diferentes argucias que la ayudarían a acercarse, como si no dependiese de su voluntad que ahora, por ejemplo, sus labios se enfrentasen con sus labios o sus piernas se acariciasen con sus piernas.

Los hombres no colaboraban inmediatamente: permanecían silenciosos, anhelando o temiendo que a pesar de lo que les había jurado la muy picarona, la música cesara de un momento a otro y que el marido, el amante, el padre, el hermano o el novio (¿cómo diablos lo podían prever?) se dignase a venir. Al principio, se mantenían a distancia por respeto. Después, descubrían en la angustia de aquella incertidumbre, en la sospecha de que el pianista se hubiese puesto de acuerdo con Lucrecia, un oscuro y humillante placer, en especial si ese señor (aunque les parezca mentira nunca sospechaban que fuese otra mujer) se decidía de una vez por todas y aparecía sin avisar, con la intención de asistir al espectáculo. Apenas llegaban a esa conclusión se entregaban a lo que pudiera ocurrir, sintiéndose por fin libres de no tener que cargar con el peso inútil (moral) de pretender ser lo que no eran.

 Lucrecia lo sabía; es más, contaba con que los hombres le facilitaran las cosas. A lo sumo, vigilaba los últimos detalles, mantenía tensos los hilos invisibles de la seducción, tendía la trampa y con una paciencia infinita se disponía a aguardar a que cayesen. Y caían. Por suerte mientras durase la música, yo tenía la seguridad de que sólo se contentaría con ensayar, brindándoles y retirándoles el cuerpo sin que nunca llegasen a poseerla; un simulacro que Lucrecia dirigía con una maliciosa pericia hasta que se disolvían las sobras de la noche y había que incorporarse del diván y arreglarse la ropa y maniobrar con gran elegancia pretextando un razonable cansancio y decirles que no y  mantenerse firme. A los cinco minutos escuchaba el portazo. El día había sido duro, pero al menos había contribuido a preservar el equilibrio. Ponía la gamuza sobre las teclas, cerraba la tapa y respiraba aliviado: podía dejar de tocar.

A la mañana siguiente, de común acuerdo, nos comportábamos como si no hubiese sucedido nada. Mientras dormía, para ayudarla a olvidar yo me encargaba de suprimir las huellas de la fiestita y de poner un poco de orden. Por las tardes, cada uno de nosotros se ocupaba de lo suyo y la vida proseguía sin que le prestásemos demasiada atención, salvo cuando Lucrecia volvía a extraviarse en un océano de depresiones y había que estar y ponerle música y darle ánimos. Nos llevábamos bien, nos unía una afectuosa e inocente complicidad, sin embargo la rutina y el sopor de los días contribuyó a que pasara por alto ciertos indicios que presagiaban la tragedia y noches después precipitaron el drama. Lucrecia estaba cada vez más triste y nada la satisfacía. Podía haberme dado cuenta, pero en lugar de innovar, le sugerí los mismos remedios que antes: que volviese a los parques, que fuese al teatro, que asistiera a conciertos, que saliese con otros. Esta vez, ni siquiera me escuchó. Prefirió secretamente la casa, la soledad, los paseos de interior, la atmósfera sofocante de los vaporizadores.

Un día la descubrí probándose unas ropas; tardó en decidirse, hasta que al final optó por un vestido rojo y empezó a arreglase de mala gana para que quedase claro que lo hacía por darme el gusto, pero que ya eso de salir y divertirse le importaba un pepino. Un arranque de malhumor, supuse al despedirla. Como otras veces, apagué los vaporizadores, renové los platos con agua y me pegué un baño. Estaba en la ducha cuando me acordé, y salí en bata secándome el pelo a ver si me había dejado la cena. Si no lo hubiera hecho, me habría preocupado, pero descubrir  la comida servida y la mesa puesta me serenó: estaba pasando por un mal momento y seguía pensando en mí, qué dulce, un verdadero amor, finalmente no era tan grave. Leí el diario en la cocina mientras saboreaba una deliciosa pata de pollo con mayonesa. Cuando concluí no era muy tarde y supuse que no vendría mal sentarse al piano y hacer algunos ejercicios para desentumecerse, no vaya a ser que sonara el teléfono y previniese que no volvía sola. Me levanté y recuerdo que me dio sed, mucha sed. O es el tipo de mayonesa o a Lucrecia se le fue la mano con la sal, pensé, y me puse a ingerir con desesperación litros y litros de agua. De ahí en más las cosas se enturbiaron un poco y sin saber cómo me vi delante del piano, acomodando las partituras y mirando fijo las teclas.  Volvía a la cocina para prepararme una gran taza de café, y de repente sentí vértigos y la casa se fue de boca como si la tiraran abajo. Lo que sucedió después ya no me acuerdo, sé que al rato tuve la sensación de que desplazaban algún mueble y venía la sombra opaca de alguien y me alzaba. Todo era muy lento, increíblemente lento. En eso, ahogada por un murmullo de risas sucias, me pareció distinguir la voz de Lucrecia. ¡El piano!, exclamé tratando de moverme, y cuando quise aferrarme al teclado, abrí los ojos en un lugar oscuro, tirado en el suelo como una cosa.  No tenía la menor idea de cómo había ido a parar ahí, pero cuando oí la música mezclada con ruidos de carcajadas y conversaciones, supe que no había un instante que perder y empecé a avanzar a tientas. En la oscuridad tropecé con objetos inverosímiles: máquinas de coser, baúles, armarios, maniquíes, todo menos el piano.

 Siempre fui un poco ingenuo, pero esta vez comprendí. La imaginé poniendo narcóticos en la comida, arreglándose y despidiéndose como si fuera a irse, cuando en realidad permanecía del otro lado del umbral contando nerviosa los minutos, esperando a que surtiera efecto y todo se derrumbara y me cayera. Mientras la imaginaba me compadecí de su desesperación por arrastrarme hasta al desván, de su apuro por preparar el dormitorio y empujar solita, de una punta a la otra de la casa, el pesado, lustroso instrumento. Pero sobre todo le vi las ganas, esas ganas tremendas de dejar lista la trampa y de poder salir, segura de que esta vez no estaría en condiciones de vigilar cuando a medianoche volviese del brazo elegante de un nuevo invitado.

Estaba libre, furiosamente libre al fin. "Está cometiendo una locura" me dije primero, y después pensé: "yo ya no la puedo salvar". Sin hacer ruido, acerqué la oreja. La otra voz correspondía a una persona joven. Traté de imaginar la cara del muchacho dejándose sacar la ropa en el salón, dócil, pudoroso, intimidado. Podía haberlo prevenido (Lucrecia no había cerrado con llave), y sin embargo no abrí. Tenía miedo, pero el miedo no podía disculparme. Para ser honesto me contuvo otra cosa: la curiosidad y el deseo creciente, salvaje, de asistir con mis propios ojos a lo que hubiera sucedido en aquel entonces, si en lugar de tocar el piano para seducirla, hubiese pasado la noche entera con Lucrecia. Después de tantas elucubraciones, me dije, por fin lo vas a saber. Me retuvo eso y también la incertidumbre de que ella se enterneciera y terminase por substituirme por otro más hábil que yo. ¿Quién te asegura que no se repita la historia?, me angustié cuando el muchacho intentó unos acordes. La digitación era correcta y encima tocaba con sentimiento me alarmé, reconociendo de entrada la melodía. Por suerte, la sonata de Scriabin se interrumpió y los jadeos y las obscenidades de Lucrecia se substituyeron abruptamente a la pureza de las notas. Había pasado el peligro. Pensé para mis adentros: "qué lindo que a pesar de todo me prefiera a mí" y cuando me di cuenta de lo que había dicho, yo también me sentí un monstruo.

 Me prefiriese o no, por las dudas decidí no exponerme, y con el poco sentido común que me quedaba, me esforcé por alcanzar la puerta sin tropezar con ningún objeto. No era fácil en la penumbra, pero me las arreglé. Recién entonces la entreabrí, lo suficiente para vislumbrar el pasillo. Cualquier vibración, un paso en falso o solamente el miedo, me dije, te pueden delatar. Consciente del peligro, elegí la postura más cómoda, y protegido por la oscuridad del cuarto traté de permanecer inmóvil. Nunca el tiempo se me hizo tan insoportable. Un susurro de voces que se acercaban, me liberó. Al rato, pasaron delante de mis ojos. Contuve la respiración: él la seguía hipnotizado, todavía sin entender el sentido de aquellas habitaciones que se sucedían y se imbricaban. A través de la hendija alcancé a percibir el perfil triste, enlutado de Lucrecia, y detrás, la desnudez límpida, grácil del muchacho. De cualquier forma, supuse, recién tomará conciencia cuando aquello ya esté ahí y empiece a buscarlo y lo huela. Esperé unos minutos y después me interné por los corredores que me conducirían al último umbral y a la última habitación donde seguramente se descubrían y revolcaban. En puntas de pie asistí a la transformación. Cabizbajo, sobreponiéndome al asco y al horror, vi cómo ella se abría, le vaciaba de un trago la cabeza y le succionaba la cara.

 

Desde el día en que me lo confesó, lo había imaginado mil veces. Noche tras noche cuando estaba solo y me sentaba a tocar, había tratado de prepararme, de anticipar la escena. Sin embargo, cuando sucedió, tuve que reconocer que aquello fue todavía más inhumano, más espantoso. Tardé en atinar a correr. La oí tambalearse contra las paredes, lanzar chirridos agudos que repercutían por los tabiques de las salas y antesalas. Sentía su cercanía, su aliento caliente, y lo único que quería era estar fuera de su alcance y escapar. Cuando di con la salida del apartamento tuve la intuición de que algo se desprendía de las alturas del cielo raso y rebotaba por el suelo, mullido y blando. Corrí, seguí corriendo, y gané la calle sin darme vuelta. Iba cada vez más rápido, prisionero de un terror instintivo, animal, sin poder preguntarme si andaba cerca o estaba lejos o si sólo me buscaba para pedirme perdón y confesarme su impotencia y prometerme que de ahora en adelante todo sería distinto, porque tenés que entenderme tesoro, fue un impulso, te lo juro bichito, nunca más se volverá a repetir. De todos modos, dijera lo que dijera, yo era incapaz de comprender lo que significaban esos chirridos o lo que entrecortadamente y entre sollozos empezaban a implorar. Entrábamos en otro mundo y en ese mundo no había historia, ni afectos, ni pasado, ni lenguaje, ni cara. Allí, hace rato que Lucrecia había dejado de ser Lucrecia y yo de ser yo para convertirme sólo en esa espalda húmeda que pronto empezaría a derramar su olor, su pánico de presa anónima, perseguida, un último adiós de sensaciones, cuando antes de ahogarse en la noche brillara por última vez, apetecible, jugosa, en el ojo minúsculo y  negro de la araña.

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Pablo Seijas (Buenos Aires, 1956) egresado de la Facultad de Filosofía y Letras (U.N.B.A.) y de la Sorbonne (Paris III) D.E.A. en Etudes Ibériques et Ibero-Americaines, en 1981 se radicó en París donde ha trabajado y trabaja como profesor de español en instituciones de enseñanza superior como La Universidad Americana de París, en el Institut Mines-Télécom, en el grupo Haute Enseignement de Management en Alternance y en L’Ecole Polytechnique Feminine. Su primer cuento, “La historia del Señor Quetzalcóatl”, obtuvo una mención en el concurso organizado por la revista Hispamérica para celebrar sus cinco años de existencia con un jurado integrado por Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos y Mario Vargas Llosa (publicado en Hispamérica Nº 23-24, 1979). Su primer libro de relatos “Los comedores de loto” obtuvo una mención del jurado integrado por Enrique Pezzoni, Liliana Heer y Angel Mazei, en 1980 y uno de los textos que lo componían (“Junto al recuerdo de vos”) fue publicado el mismo año en un diario de Buenos Aires. Ha escrito dos libros de relatos y dos novelas, textos inéditos hasta la fecha. Uno de sus últimos cuentos “Hasta que la muerte nos separe” fue publicado en septiembre de 2018 en la revista cultural Tardes amarillas.

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