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LA MALA MEMORIA

Teresa González Arce.

(México: Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro, 2020)

 

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La mala memoria es el último libro publicado por la profesora y escritora mexicana Teresa González Arce. La autora es doctora en Estudios Románicos por la Universidad Paul Valéry (Montpellier, Francia) y profesora e investigadora del Departamento de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara. Es autora de varios libros de crítica literaria como El aprendizaje de la mirada. La experiencia hermenéutica en la obra de Antonio Muñoz Molina (2005), El libro de los miradores. Ensayos sobre narrativa española contemporánea (2010) o Hermenéutica del reconocimiento. La representación del autor en la literatura contemporánea (2016). También ha sido coordinadora de volúmenes colectivos como Tras la noche. Estudios sobre literatura española contemporánea (2006) o Triunfar de la vejez y del olvido. Miradas sobre el retrato literario en la España contemporánea (2013).

En 2012, Teresa González Arce había publicado un libro muy singular titulado Días hábiles (UNAM), y el que aquí reseñamos, según entiendo, entra en íntimo diálogo con aquél. Se trata, en uno y en otro caso, de breves ensayos personales o de prosas autobiográficas enfocadas siempre desde una mirada intrínsecamente artística. Cito solamente y a modo de ejemplo, la evocación de una gata -Milena, ya aparecida en Días hábiles- como el disparador para una fina reflexión sobre la maternidad y el tiempo.

En el caso de su último libro estamos frente a un texto exquisitamente cuidado tanto desde su aspecto material -la bella y sobria edición de la Universidad de Querétaro- como organizativo. Dividido en tres apartados, la voz narradora va evocando vivencias y lecturas, con un mismo tono reposado y a la vez reflexivo.

El texto inaugural “Elogio del egoísmo”, dedicado a Virginia Woolf,  nos brinda la clave de esta voz femenina que se hará cargo del relato. Allí leemos respecto de la novelista británica algo que vale de igual modo para nuestra narradora: “esta modalidad del ensayo (...) permitía a los autores expresar sus opiniones por escrito, en primera persona, con una libertad y un lenguaje similares a los que usarían con un amigo, ante una mesita de té, sin otra ambición que la de hablar de sus peculiaridades individuales” (15). De igual modo, la referencia a Natalia Ginzburg acentúa esta defensa de una escritura teñida de tintes autobiográficos.

La preocupación que nuestra autora demuestra por el lenguaje, su decidida búsqueda de sinceridad, la lleva a detenerse en la potencialidad del lenguaje poético, aquel que es capaz de desocultar la realidad, de convocar el pensamiento y de restituir el sentido verdadero de las cosas. La poesía de Anna Ajmátova y de Wislawa Szymborska con sus lecturas a contrapelo del relato bíblico ahondan ejemplarmente en este aspecto en el texto titulado “Mujeres de sal”. Asimismo, la escritura metamorfoseada esta vez en el paseo o en la libertad de una caminata reaparece en “La vuelta en U”, donde se insinúa quizá la primera definición de ese yo que nos habla: “yo pertenezco -al menos cuando estoy al volante- al grupo de los temerosos” (39), intuición que se retomará en la segunda parte del libro cuando nos hable más extensamente de esa “niña insomne y miedosa”. Y así como las autopistas tienen un punto de retorno, también el tiempo, como nos dirá en “Ritornello”, se complace en transgredir su previsible linealidad, otrogándonos la ilusión de una imposible reversibilidad (“Segunda vez, primera vez”).

La segunda sección del libro titulada “La primera casa” se sumerge decididamente en el relato de corte autobiográfico. El mandato de mirar nos obliga a ver aún lo que no queremos, la fealdad, la tristeza y la miseria del mundo. Arranca con el recuerdo del “miedo antiguo y paradójico de la infancia” ante la oscuridad para desplegar y revisar a continuación las múltiples capas significantes que revisten el complejo simbólico que culturalmente se asocia a la luz: la fe, la seguridad, la esperanza, el hogar pero también la implacable lucidez que hace imposible el engaño: “No hay lugar para ti, y nadie te espera despierto” (53).

El tono va adensándose progresivamente hasta alcanzar en la “Cercanía de la muerte” la confirmación de que “somos tiempo y también somos recuerdo”, pero una vez más la escritura surge como la estrategia salvadora, la fuerza generadora de vida que nos permite dar fe de los que ya no están: “trataba de esculpir un rostro con palabras” (80). Y el homenaje a la memoria del padre muerto -su “dios de la infancia”- va ganando la centralidad del libro. La mirada de la narradora se posa entonces en la infancia, en el poder de la imaginación de esa niña que intentaba reparar “las imperfecciones” de la vida como único modo de resistir a los embates de la muerte. De aquí que el obstinado mutismo del padre -“La ley del hielo”- sea comprendido como el peor de los castigos, el de la ausencia de las amorosas palabras salvadoras. También en Días hábiles, la autora había dedicado dos textos, “Microcosmos del silencio” y “Crítica de la imaginación” a reflexionar sobre estos temas.

Todas las figuras evocadas, incluída naturalmente la misma narradora, son concebidas en este libro, como lo son muchos personajes de Antonio Muñoz Molina -autor que tan bien ha estudiado González Arce en sus ensayos-, como seres grávidos que se hunden en el tiempo. Ellos son aprehendidos históricamente, con la imposible densidad y simultaneidad del Aleph borgiano, así el padre no sólo es el patriarca que llega a ser con los años sino que es a la vez “el niño abandonado” que fue, y la narradora es la “niña insomne y miedosa” y simultáneamente es madre de su padre en un juego de espejos que revela un esfuerzo por recomponer una imagen totalizante de una vida: “veo al bebé que yo fui y que no recuerdo haber sido” (94).

Los nombres propios se multiplican y van desde Virgilio a Montaigne, pasando por Gonzalo Rojas, Lorca, Yourcenar, Pascal Quignard o Antonio Machado, nombres que siembran la escritura del libro de señales que arman una auténtica cartografía lectora. “Cruce de senderos” se titula precisamente la última sección del libro y allí se nos propone un recorrido múltiple que va desde el paisaje literario -“Un paisaje de Tournier”- hasta el onírico -“Caminata con Ravel”-, pasando por viajes de su propia biografía: Santiago de Compostela, Montpellier, Guadalajara, Ciudad de México, Ottawa, Roma o Hamburgo.

Cabe señalar que el tono del libro se aligera en esta sección final; aquí se permite el descanso del humor -un humor siempre lúcido y reflexivo- como en la paradoja planteada entre peso y levedad de “La maleta y el vilano”. También el vitalismo sensorial que despierta los recuerdos - sonidos, olores, sabores proustianos- es un movimiento que nos impulsa hacia adelante, hacia el futuro. Las “Cuatro postales para Lucas” que cierran el libro operan al modo de una síntesis virtuosa donde la narradora anuda todos los hilos desatados en su relato, atando memoria y escritura: “Para que este viaje le pertenezca y quede en su memoria, necesita que yo convierta en palabras lo que hemos vivido” (130).

Con un registro mesurado y sin estridencias, con un estilo ameno y delicado, la autora construye un ethos persuasivo y fuertemente convincente. Como lectores nos dejamos arrastrar sin resistencia por esa voz narradora que se pasea por las páginas de este libro compartiendo con nosotros lo que observa, lo que retiene su buena memoria, lo que reflexiona a partir de lo visto y de lo recordado.

 Marta B. Ferrari

 

 

Capítulo del Libro "La Mala Memoria"

Un paisaje de Tournier

¿Qué es un paisaje? La brevedad de las definiciones que ofrece  Diccionario  de la Real Academia sugiere apenas la enor­me complejidad del término, que bien puede aludir a la “extensión de terreno que se ve desde un sitio”, a una “extensión de terreno con­siderada en su aspecto artístico” o bien a la “pintura o dibujo que re­presenta cierta extensión de terreno”. Para hablar de paisaje, entiendo, debe existir un terreno, pero también una mirada que lo encuadre, es decir, que lo cree. Llegado el momento, esa porción del mundo podrá convertirse en una representación pictórica o fotográfica cuyas pecu­liaridades estéticas justificarán, tal vez, que alguien la califique como “artística”.

En un libro titulado Linvention du paysage, que aún no ha sido tra­ducido al castellano, Anne Coquelin se interesa ya no en lo que el género le debe a las artes gráficas —ámbito donde solemos situarlo—, sino a la retórica, es decir, al conjunto de figuras de estilo que, cons­ciente o inconscientemente, empleamos en el lenguaje. Siendo una for­ma humanizada, domesticada de la naturaleza, el hombre no es capaz de percibir el paisaje sin la ayuda de los esquemas de organización y comprensión suministrados por la lengua y, a través de ella, la cultura de la sociedad a la que pertenece. Si bien la extensión del paisaje es determinada por la vista y a ese sentido se refiere el término que lo nombra, es el lenguaje el que enseña cómo ordenarlo y qué elementos depositaremos en él.

Un árbol, por ejemplo, nunca será solamente un árbol cuando se trata de un paisaje. Al incluirlo dentro del cuadro que cada uno de nosotros compone al contemplar la naturaleza, traemos no sólo la belleza estética de sus ramas y el color de sus flores sino todos los significados simbó­licos que la cultura le ha atribuido a través de los siglos. El concepto mismo de naturaleza es representado por sus ramas gracias a esa figura retórica que consiste en tomar la parte por el todo y que lleva el nom­bre de sinécdoque. Es por una sucesión de transformaciones metafóricas que las raíces dejan de ser sólo raíces para convertirse en emblema de lo telúrico, el tronco establece conexiones ancestrales entre el cielo y la tierra, y el follaje se vuelve figura de la parte aérea que existe en todo lo que nace y se aferra al suelo.

Jacqueline y Rafael Conte entendieron bien lo anterior cuando tra­dujeron Petites proses de Michel Tournier como El árbol y el camino, evocando el título de uno de los textos que lo integran. La atracción que el autor sentía por el aspecto simbólico de lo que un viajero percibe en sus travesías es el asunto central de “Paisajes”, una de las secciones de las pequeñas prosas de Tournier. Para él, un paisaje se sostiene gracias a un equilibrio delicado entre los elementos estables —como los árboles o las casas— y las vías que permiten que el viajero se traslade y su mirada se desplace de un lugar a otro. Es por eso que el árbol, que conjuga lo sedentario y lo inestable, es en sí mismo un paisaje.

Entre todos los paisajes de este libro, yo me quedo con una breve vi­ñeta que lleva por título el nombre del árbol endémico de Bangladesh, “El baniano”:

Visto en la India. Un pájaro se posa sobre una palmera. Suelta su excre­mento, que cae al pie del tronco. El excremento contiene una semilla de baniano. La tierra fertilizada por el excremento, la semilla germina. Un brote de baniano se levanta y se enreda alrededor del tronco de palmera.

Al primer brote le sigue un segundo, luego un tercero, etc. Como una mano de dedos múltiples cada vez más poderosos, el joven baniano surgido del suelo empuña la palmera y la arranca del suelo. La palmera desarraigada es levantada, transportada por el baniano, y sigue vegetando, a veces a varios metros del suelo, en su prisión de ramas.

En apariencia, el texto es una descripción de algo que el escritor tiene delante de los ojos. La mención del lugar donde se encuentra el árbol encuadra el paisaje, dejando fuera todo aquello que carece de interés ira el espectador y, al mismo tiempo, convocando una carga significativa que va más allá de lo visible. Una palmera, un pájaro, una semilla contenida en un poco de excremento, una parcela de tierra fértil, una higuera que crece. Pero la inmediatez de la escena es sólo aparente: en realidad, el pájaro y la semilla están fuera de cuadro porque corresponden a un pasado imaginario que el narrador convierte en mito. El cuadro es una falsa descripción: sólo podemos ver una palmera devorada por la higuera. El resto es el relato que le confiere orden y sentido a una imagen insólita.

Más allá de lo meramente visible —el baniano, la palmera atrapada entre sus ramas— está todo lo que el texto permite evocar gracias a las fiuras retóricas. El contraste entre la humildad del pájaro, de su excremento y de la semilla, y la enormidad de la higuera que nace gracias a ellos. La grandeza relativa de una palmera que disminuye a medida que crece el baniano. El puño en que se transforman las ramas del árbol y íe, junto a la idea del cautiverio, traen al texto al ser humano, que parecía ausente del paisaje.

Pequeña y humilde, la semilla de baniano recuerda a los protagonistas de tantos relatos y cuentos infantiles —Melocotoncito, Pulgarcito, Jack el del frijol mágico, el mismo rey David— cuya escasa estatura no impide vencer a terribles gigantes. Metáfora de la grandeza insospechada, parábola sobre los derroteros inesperados de la vida, lo que tenemos ante los ojos es un acto moral, apropiación humana de una escena que carecería de significado sin el orden impuesto —¿revelado, sugerido?— por la mirada. “No hay nada más moral que un paisaje”, ha dicho la ensayista Anne Cauquelin, con la pericia de quien ha visto muchos paisajes en su vida.

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