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SORORIDAD: 

Ángeles y abejas

de Miguel de Unamuno

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INTRODUCCIÓN

por Marta B. Ferrari

 

Si bien, la palabra “sororidad” no fue reconocida por la Real Academia Española hasta finales del año 2018, el polifacético y controvertido escritor vasco,  Miguel de Unamuno hacía uso de ella, hace ya casi un siglo, en al menos dos de sus publicaciones.

Probablemente la primera vez que aparece el término sea en el Prólogo a su novela La tía Tula (1920), ese relato de “raíces teresianas y quijotescas” como lo califica el mismo autor. En este “Prólogo del Autor (que puede saltar el lector de novelas)”, Unamuno, que había sido catedrático de griego en la Universidad de Salamanca, se detiene a realizar una observación que puede parece ser de naturaleza filológica o lingüística pero termina siendo de índole psicológica. La extrañeza que moviliza al autor es que así como existe en nuestro idioma la palabra “paternal” y “paternidad” y “maternal” y “maternidad”, debería existir junto con los concepto de “fraternal” y “fraternidad” los de “sororal” y “sororidad.”

Luego de remontarse a las sagradas escrituras para reflexionar sobre el íntimo nexo que une civilización a virilidad y a fratricidio, el autor afirmará: “Hablamos de patrias y sobre ellas de fraternidad universal, pero no es una sutileza lingüística el sostener que no pueden prosperar sino sobre matrias y sororidad. Y habrá barbarie de guerras devastadoras, y otros estragos, mientras sean los zánganos, que revolotean en torno de la reina para fecundarla y devorar la miel que no hicieron, los que rijan las colmenas”.

Para Unamuno la existencia y reconocimiento de este concepto era de extrema urgencia y necesidad, prueba de ello es la publicación al año siguiente, en el semanario Caras y Caretas de Buenos Aires, del artículo titulado “Ángeles y abejas” que transcribimos a continuación.

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Vuelta a leer la tragedia de Sófocles, Antígona. Antígona, una de las hijas del desgraciado Edipo, que después de haber matado a su padre, sin conocerlo, la tuvo de su propia madre, Yocasta, con la que se unió sin saber que lo era, Antígona, contraviniendo las órdenes de su tío, el tirano Creonte, que prohibió dar tierra a Polinices, hijo también de Edipo y hermano, por lo tanto, de ella, le dió tierra e incurrió en la ira del tirano y en el castigo de su desobediencia. Y hay en la maravillosa tragedia sofocleana un diálogo entre Creonte, el tirano, y su sobrina Antígona, la anarquista, en que al reprocharle aquél que quiera rendir los mismos honores al hermano impío, que asoló la patria, y mató al otro hermano, Etéocles, que a éste dice la hermana que ella no tiene por qué juzgar de aquellas diferencias sino cumplir de la misma manera con los dos. “E1 otro mundo -dice la hermana- gusta de igualdad ante la ley”. “¿Cómo ha de ser igual para el vil que para el noble?” - le replica el tío. Y la sobrina: “Quién sabe si estas máximas son santas allí abajo...” Con lo que pone la ley de su conciencia familiar y doméstica sobre las leyes civiles del tirano que decía que: «no hay mal más grande que la anarquía» (verso 672). Y Antígona queda como el eterno modelo de la piedad fraternal y del anarquismo femenino.

¿Fraternal? No; habría que inventar otra palabra que no hay en castellano. Fraternal y fraternidad vienen de frater, hermano, y Antígona era soror, hermana. Y convendría acaso hablar de sororidad y de sororal, de hermandad femenina. En latín hay el adjetivo sororius, a, mer, lo que es de la hermana, y el verbo sororiare, crecer juntamente.

¿Sutilezas lingüísticas? No, sino algo más. Que así como matria no querría decir lo mismo que patria, ya que tampoco maternidad es igual que paternidad, no sería la sororidad lo mismo que la fraternidad. Una hermana no es un hermano.

¿Hermana? Antígona, en virtud del incestuoso  parentesco de la terrible leyenda, resultaba tía de su hermano Polinices y tía de su propio padre Edipo. Y maternales funciones de tía fueron las que ejerció.

Hay en una colmena la reina, la hembra, la madre, que es la que pone los huevecillos y asegura la continuidad material, carnal, del enjambre; hay los zánganos, los machos, que la fecundan y no trabajan, y hay las abejas obreras, hembras estériles, que hacen la miel y la cera y pican. Y la tradición espiritual de la colmena se trasmite de abejas a abejas, de tías a tías, de obreras a obreras y no por herencia carnal. ¿De quien, en efecto, ha heredado la abeja obrera su arte de construir el panal? No lo ha podido recibir por herencia carnal, pues que la reina que le dió el ser no había trabajado nunca, ni la anterior. Ni su madre, ni su abuela, ni su bisabuela, ni ninguna de sus progenitoras trabajó, ni supo hacer panales como tampoco los zánganos.

Volvamos a Antígona. Antígona fué la sacerdotisa de la religión del hogar, doméstica, la guardadora de la tradición familiar, la de la domesticidad religiosa o de la religiosidad doméstica, y en nombre de ella se alzó frente a la civilidad tiránica o tiranía civil y quebrantó la ley incurriendo en delito de anarquía.

¿Pero es que la civilidad y la civilización por lo tanto pueden sustentarse sobre otra cosa que la domesticidad y la domesticación? Cabe civilizar a los hombres -zánganos muy de ordinario- sin haberlos domesticado antes? ¿Y quién si no la mujer puede domesticarlos? Si las patrias fueran más bien matrias, si el patrimonio se sometiera al matrimonio, podría basarse la fraternidad en la sororidad universal.

La barbarie de las guerras se debe a que nuestra civilización es predominantemente de tipo masculino. La virilidad ha ahogado a la humanidad. Y hasta en nuestra religión cristiana concebimos a Dios como varón y son masculinos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo mismo. El papel do la mujer, de la madre, culmina en el Evangelio en aquellas palabras de María: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” dirigidas al ángel sin sexo y casi como una abeja obrera. Y en las bodas de Caná al pedir la Madre, María, a su Hijo, a Jesús, que diera a los convidados vino que alegra y embriaga, le responde él, el Hombre: “¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer?» No le llama madre, sino mujer.

El ángel sin sexo decimos. Los ángeles han de ser como las abejas; a lo sumo hembras sin desarrollo, madres vírgenes. Y como las abejas zumban con las alas, y con las alas cantan las cigarras, han de cantar también con las alas los ángeles. ¿Y no es Antígona un ángel del paganismo? ¿No es un ángel, y una abeja, esa hermana modelo que acompaña a su padre, su hermano, en su desgracia, y entierra piadosamente a su hermano, su sobrino, el impío?

Cuenta la leyenda que la guerra de Troya fué por una mujer, Helena, pero esta mujer era una reina, en el sentido mismo en que lo son las de las abejas, y su marido, Menelao, y su raptor, París, y todos los que pelearon por ello eran en rigor unos zánganos.

“También las reinas vuelan”, se dirá. Sí, y los zánganos. Pero el dulce Virgilio que les llamaba reyes a las reinas enseñaba ya que se debe arrancarles las alas. Tu regibus alas eripe, dice en las Geórgicas (IV, 106-7), esto es: “¡arráncales las alas a los reyes!” ¡Sabio consejo! A quien no se le debe arrancar las alas es ni a la cigarra, para que pueda con ellas cantar, ni a la abeja hermana, o tía, para que pueda revolotear de flor en flor y hacer miel. ¡Pero a los zánganos y a las reinas!...

Si las feministas se pusieran a estudiar la maravillosa sororidad de una colmena ¡qué de argumentos no sacarían para su tesis! Pero renunciando a la feminidad...

 

 

 

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