ALEJANDRO RAMOS
Humanos e inteligencia artificial. ¿Competencia o cooperación?
Nació en San Miguel de Tucumán, en el año 1965 y fue ordenado sacerdote en el año 1991. Doctor en Filosofía por la Universidad Abad Oliva, de Barcelona. Se ha desempeñado como capellán de diversas comunidades de FASTA (Barcelona, Buenos Aires y actualmente Mar del Plata). Se dedica a tareas de solidaridad y colabora
sacerdotalmente con la iglesia Catedral de Mar del Plata. Dirige el Grupo Interdisciplinario de Estudios Humanísticos y Sociales (GIEHSO) de la Universidad FASTA. Ha publicado entre otros libros La Ciudad de Dios en Santo Tomás de Aquino (1997); Antropología Teológica (2002); El fundamento del orden en Eric Voegelin (2008); La filosofía de Miguel Reale (2011); La Iglesia en el ocaso de la modernidad (2014);
Job y el sentido del sufrimiento (2018).
Para comenzar con esta búsqueda, podemos preguntarnos: ¿tener un mayor coeficiente intelectual nos asegura una mayor felicidad a las personas? Seguramente para muchos existe una asociación inmediata entre inteligencia y felicidad confundiendo ésta última, tal vez, con el éxito individual. Sin embargo, hay un dato insoslayable de la realidad y es que las personas más inteligentes son capaces de alcanzar significativos logros personales, en el ámbito profesional, por ejemplo; pero eso no significa que sean más felices ni que contribuyan realmente al bienestar de los demás, porque, al mismo tiempo, pueden resultar ser individuos centrados en sí mismos, distantes de las necesidades de los demás, o peor aún, usar su inteligencia para aprovecharse de los otros, manipularlos para dominarlos, o bien, usar esa potencialidad para acumular un poder sin control moral. Lamentablemente, podemos comprobar que, en algunas ocasiones, las personas que ocupan lugares de mayor responsabilidad en organizaciones o en la sociedad política no son los que llevan una vida más feliz, como lo demuestran ampliamente las encuestas de satisfacción personal, al menos, no tanto como aquellos que realizan un trabajo por vocación y con sentido de servicio.
Estas y otras constataciones existenciales nos permiten enfocarnos de entrada en el sentido que tiene el entendimiento en nuestras vidas, esto es, no como una facultad cuya única o primordial función sea producir conocimiento para la producción de cosas o efectos sociales, sino como la luz que debe guiar la existencia humana hacia su desarrollo integral. La tarea de la inteligencia no se puede limitar a ser una potencia que resuelve problemas complejos, como sostienen algunos estudiosos, sino que tiene que ser la luz que debe ordenar el alma y la vida mostrándole a la voluntad cuál es el verdadero bien que tiene que procurar si quiere su realización completa como persona. Es su tarea primordial mostrarnos el camino hacia una felicidad genuina, señalando el valor real que tiene, por ejemplo, la tecnología en función de ese fin. Es la que tiene que hacer la pregunta más aguda: ¿cuánto del desarrollo tecnológico realmente nos sirve para vivir mejor como seres humanos?
¿Podría la IA responder esta pregunta algún día? Seguramente lo hará, pero en un sentido diferente al que lo haría nuestra inteligencia, porque ella podría reunir una cantidad enorme de información desde la web y elaborar una síntesis propia, su opinión sería la de la mayoría de las publicaciones, algo que puede ser orientado por los motores de búsqueda o por la cantidad de publicaciones orientadas hacia una dirección predeterminada. Nuestra razón haría un trabajo diferente, recurriendo no sólo a las publicaciones de los demás, sino buscando razonar a partir de lo que nos conviene o no según nuestra naturaleza para realizarnos como seres humanos. Además, tendría en cuenta nuestra dimensión afectiva, nuestros sentimientos y todos los condicionantes propios de las diferentes situaciones personales para dar una respuesta lo más apropiada posible a cada persona. Un ejemplo de esto lo tenemos en la experiencia que hizo IBM hace unos años al poner a competir un programa de IA con una persona real. Se trataba de tener un juicio sobre la conveniencia de habilitar apuestas en líneas para eventos deportivos. La computadora de IBM concluyó que los personas somos libres y que cada uno debe decidir, la mujer que competía con ella concluyó de manera diferente, que eso no sería bueno dada la condición frágil, psicológicamente hablando, de algunas personas para dominar la tentación de apostar. Una respuesta que tiene en cuenta la condición humana y aquello que realmente le conviene para ser feliz.
La IA realiza algunas de las tareas de la inteligencia humana y comparte con ésta una característica asombrosa, la inmaterialidad, porque de la misma manera que el conocimiento en nosotros no ocupa un espacio físico, tampoco el almacenamiento de datos lo hace, de manera tal que ambas tienen una potencialidad sin límites de “conocer” y producir cosas nuevas. Sin embargo, el intelecto humano tiene algunas características que la IA no posee, como por ejemplo, el sentido de alteridad por el cual percibe el mundo circundante de la realidad como algo distinto de sí mismo; o bien, como la reflexividad, es decir, la capacidad de conocerse a sí mismo como el que está pensando, algo que la IA no hace ni hará, aunque repita frases cargadas por su programador no comprenderá jamás el sentido de ser uno mismo frente a otro ser.
Por otra parte, como dijimos antes, ella trabaja en íntima relación con el cuerpo y sus sentidos, de hecho, toma información de la realidad a partir de los sentidos y todas sus acciones, como conocer o juzgar, están influenciadas por su sistema nervioso y sus sentimientos como explicaremos más adelante (Yepes Stork 53-56). Por todo esto, la inteligencia humana actúa con libertad moviéndose a sí misma desde adentro, es decir, por decisión propia, sin ser dirigida por otro, y al servicio de las decisiones libres de las personas. Las elecciones personales están normalmente fundamentadas en el juicio de la razón, a pesar de estar condicionadas por aspectos afectivos. Es la luz de la razón la que elige el medio más adecuado para conseguir el fin que busca la persona. El fin concreto para satisfacer una necesidad o un deseo, pero también la que percibe que la vida humana en su conjunto busca un sentido trascendente, un fin que, más allá de los logros personales en esta vida, le dé un valor mayor a sus esfuerzos en el logro de una felicidad plena y duradera. En este sentido, como veremos mejor más adelante, no podemos guiarnos por lo que sentimos porque las emociones y sentimientos necesitan del juicio racional que les permita objetivarlos, es decir, encontrar su valor real en orden a nuestra felicidad. La inteligencia humana cumple allí una función crucial en orden a guiar nuestras acciones y especialmente las relaciones que tenemos con los demás. Tarea que no debe ser delegada en nadie ni en ningún sistema inteligente externo.
Hay, además, otra función propia de la inteligencia humana, que nos permite a los individuos tener una intimidad propia a la que sólo uno puede ingresar, que es al conocimiento de los verdaderos pensamientos y sentimientos que tenemos respecto de los demás y de uno mismo. Si uno no se abre espiritualmente a los demás, no es posible conocer ese mundo interior, de hecho, cualquier intromisión externa resulta algo violento que nos causa vergüenza o pudor. Es una característica de nuestro modo de ser que nos define como seres individuales distintos unos de otros y que está siempre en movimiento por las experiencias que vivimos. La inteligencia natural al ser una realidad espiritual nos abre a los demás, aunque no podamos dejar de ser diferentes al resto, estamos espiritualmente abiertos a la comunicación mediante el lenguaje y a generar vínculos afectivos en los cuales nos realizamos como seres humanos. Algo que no sucede con la IA, porque a pesar de que un programa informático imite respuestas o gestos humanos, no está estableciendo una relación personal, sino repitiendo lo que el programador estableció o lo que “aprendió” a responder. El enamoramiento en este caso es sólo una ilusión, como finalmente se da cuenta el protagonista de la película Her, cuando Samantha da por terminada la relación amorosa que mantenían para comenzar nuevamente con el próximo “cliente”.
Para expresarlo de manera sintética, tenemos que afirmar que la inteligencia humana cuando realiza sus operaciones maneja símbolos, conceptos y palabras, con conciencia de la sintaxis con la cual con esos símbolos construyen un discurso, de la semántica, es decir, con conciencia del contenido de ese símbolo, y con pragmática, con capacidad de usar esos símbolos para expresar una orden. Una IA, en cambio, puede reproducir esos símbolos en un orden porque puede producir una sintaxis, puede dar órdenes o ejecutarlas, pero no puede comprender lo que está diciendo, carece de semántica. La computadora puede manejar correctamente símbolos según determinadas leyes, pero no es capaz de referirse a lo simbolizado como símbolo (Arregui y Choza 302).
Todo esto nos lleva a concluir que no se puede identificar sin más la IA con la inteligencia humana, en realidad, la primera sólo imita, como ya dijimos, algunas de sus acciones, aunque no todas, no las que tienen que ver con lo más íntimo de un ser humano, con su condición de ser personal. La capacidad intelectual no consiste sólo en la habilidad para resolver problemas complejos, o para hacerlo de una manera más efectiva y precisa. La inteligencia humana tiene como tarea resolver cuestiones existenciales de mucho más valor. Entonces, ¿tiene sentido establecer una nueva competición entre ambas? Pensamos que no, si los desarrollos de la IA pueden ayudarnos a realizar tareas complejas o mejorar nuestra salud o la economía, o cualquier otro aspecto de nuestra vida, puede ser una ayuda enorme a mejorar nuestra vida. Mientras que no sea algo que tienda a reemplazar la tarea de nuestra inteligencia en nuestras decisiones y nos lleve a perder una de las condiciones más propias de un ser humano: su libertad.