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Geografía escrita

por Alex Chico

Xul Solar "Palacios en Bría" - 1932
Hemos aprendido, por ejemplo, que las ciudades se pierden si alguien no las escribe, aunque el lenguaje lleve implícito el engaño.

Varias son las lecciones que podemos extraer del libro Las ciudades invisibles, del magnífico escritor italiano Italo Calvino. Hemos aprendido, por ejemplo, que las ciudades se pierden si alguien no las escribe, aunque el lenguaje lleve implícito el engaño. Territorios reconocibles o inexistentes, lugares de tránsito, ciudades de una noche o de una vida entera. Pueblos, comarcas o barrios. Lugares de la memoria, irreales. Plazas, edificios, calles del centro o del extrarradio. Todos ellos forman un particular universo, una cartografía que, en ocasiones, sirve al escritor como fe de vida. Una constatación de su existencia y de su paso por el mundo. La geografía que habitamos y escribimos no es más que una proyección, un espacio que parte de uno mismo y vuelve, en último término, a quien lo observa. Un camino de ida vuelta en el que se produce un diálogo, una comunicación viva, compleja. Un intercambio del que se nutren ambos, el territorio y quien se encuentra dentro de él. No sólo somos una confederación de almas, como apuntaba Fernando Pessoa. Somos también una confederación de lugares, porque nuestra identidad se construye a partir de los espacios que habitamos. Preguntémonos por algo muy sencillo: ¿hubiera escrito García Márquez de la misma forma si no hubiera nacido en Colombia? ¿O Richard Ford si no hubiese crecido en Estados Unidos? ¿O Murakami, si en lugar de Japón se hubiese criado en, no sé, Suráfrica, como Coetzee? Diría que no, sin temor a equivocarme, porque la escritura no es ajena a esta relación. Nunca lo ha sido. Pondré un último ejemplo y echaré mano de otro título: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Cuando Robert Louis Stevenson convierte a su doctor Jekyll en un personaje doble y lo trasforma en el perverso mister Hyde no sólo le hace variar su temperamento y su fisonomía.

También le modifica, no lo olvidemos, su lugar de residencia. Hyde no puede vivir en la misma casa que su alter ego. Necesita encontrar y construir un hogar diferente. Este hecho, que puede pasar inadvertido, encierra un significado mayor: nuestra forma de ser y de estar en el mundo, nuestra actitud y nuestro carácter determinan el lugar que habitamos. Y viceversa. En la literatura española del siglo XIX encontramos un ejemplo extraordinario, paradigmático. Pienso en la forma en que Leopoldo Alas Clarín trasformó una ciudad real, Oviedo, en una ciudad imaginaria, llamada Vetusta. Con el tiempo, ese lugar del norte de España se ha ido convirtiendo, cada vez más, en el territorio ficticio que ideó Clarín en su novela La Regenta. 

La literatura, decimos, siempre lleva implícita esa reciprocidad, este intercambio. A veces de una manera clara y a veces de forma colateral o secundaria. Tiene razón José Ángel Cilleruelo cuando afirma que el tema del espacio queda en un segundo plano en comparación con otros aparentemente más importantes para la crítica, como el tema del tiempo. Tal vez aún estemos faltos de una verdadera reivindicación del lugar como un aspecto fundamental desde el que abordar la historia de la literatura.

«éste no es mi lugar, pero he llegado», escribió el gran poeta español Antonio Gamoneda. El encuentro con el territorio y la forma de afrontarlo es una piedra angular de la cosmogonía literaria. A veces, la forma de dirigirnos a él es conflictiva, una tarea en la que el amor y el odio suelen ir de la mano. Un sentimiento encontrado que nos recuerda a aquella frase de Balzac en Ferragus cuando, al referirse a París, habla de ella como «el más delicioso de los monstruos». Nos recuerda a Kafka y su controvertida relación con Praga. Nos recuerda, en fin, al retrato que traza de una ciudad herida y mágica Anna Maria Ortese en su espléndido libro El mar no baña Nápoles. Puede que sean los escritores bonaerenses quienes mejor ejemplifiquen esa proximidad. Alguien dijo, y con razón, que escribir sobre Londres o Nueva York es fácil. Lo difícil es convertir en literatura unas cuantas calles de algunas ciudades como Buenos Aires. Remito para ello a un libro extraordinario: Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires, de Álvaro Abós.

En ocasiones, no es el lugar, sino la ausencia del lugar. Si hacemos caso a W. G. Sebald, a partir de cierto tamaño los edificios dejan el germen de su propia destrucción. Eso le sucede, también, a las ciudades. O a los pueblos. Me pregunto sobre qué Barcelona escribiría ahora Manuel Vázquez Montalbán si siguiera vivo. Una ciudad, la mía, que se ha ido quedando sin sus referentes sentimentales en beneficio de otras construcciones tal vez más esporádicas, efímeras, pasajeras. O la visión que ofrecería Galdós si volviera ahora con diecinueve años a Madrid, la ciudad que tan bien le acogió desde el inicio. ¿Hablaría García Lorca sobre Granada de forma similar a cuando escribió la conferencia “Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre”? Quizás echen mano de aquellos versos de Jacobo Cortines: «No me explico por qué siento nostalgia / del sitio en que me hallo si allí estoy». 

Cuando el poeta salmantino Juan Antonio González Iglesias se preguntaba por qué sabía describir tan justamente ese país en el que nunca había estado, nos hablaba, entre otras cosas, de aquellos paisajes leídos, más que visitados. Un lector de Patrick Modiano, de Julien Green, de Baudelaire o de Julio Cortázar conocerá París antes de poner un pie en ella. Igual que un lector de Borges o de Roberto Arlt habrá estado en Buenos Aires sin haber viajado jamás a Argentina. O en Berlín, si llegamos a algún libro de Alfred Döblin. O en La Habana, si leemos La ciudad de las columnas, de Alejo Carpentier. O, en fin, en la cordillera andina y en Santiago de Chile, si nos acercamos a los poemas de Raúl Zurita. Lo mismo ocurre con la Argelia de Albert Camus, la Portugal del poeta Miguel Torga o la Rusia que imaginamos a través de su literatura decimonónica.

Aquí reside una de las experiencias más valiosas que podemos extraer del arte en general y de la literatura en particular: la posibilidad del viaje inmóvil. Por citar algunos ejemplos más, a modo de callejero: Combray/Normandía, en Marcel Proust; la campiña inglesa, con su manors y sus sacristías, en Agatha Christie; el Londres enigmático de Doris Lessing y Virginia Woolf o el Londres cruel y despiadado de Charles Dickens; la ciudad de Nueva York y sus interminables azares, en Paul Auster; la isla de Corfú, en Gerald Durrell; los mares y sus microcosmos, en Joseph Conrad; la laberíntica Dublin, en James Joyce; el sur norteamericano, devastador y enigmático, en William Faulkner o Truman Capote; la ruta 66 de Jack Kerouac; la convulsa Sicilia, en Leonardo Sciascia y Andrea Camilleri; la kafkiana Albania y su capital, Tirana, en Ismail Kadaré; las extrañas fronteras que separan Polonia del resto del mundo, en Zagajewski o Wisława Szymborska; la siempre luminosa Costa Brava de Josep Pla; el México de la memoria en José Emilio Pacheco o el México nocturno e inabarcable en Roberto Bolaño; la Guatemala violenta de Rey Rosa; la eterna Venecia de Joseph Brodsky; viajar hasta Samoa con Marcel Schwob; regresar a Tánger con Paul Bowles. Lugares, en fin, que nos resultan extremadamente familiares, habitados solo en las páginas de unos cuantos libros. Cada lector añadirá un buen puñado de itinerarios personales, porque en eso consiste, en palabras de Claudio Magris, el infinito viajar. Por no hablar de aquellos lugares imaginarios que los escritores hispanoamericanos del siglo XX y XXI, entre otros, han convertido en territorios míticos, legendarios. En presencias ya reales, que es al fin y al cabo a lo que aspira convertirse toda ficción. Por eso sé existen ciertos emplazamientos. Aunque la realidad de Comala, Macondo o Santa María no pasen de los límites de una sola página, para mí, sin embargo, son itinerarios por los que he viajado. Como he viajado por las ciudades invisibles del ya mencionado Italo Calvino, por los barrios decadentes de John Cheever, por la inalcanzable Palestina de Isaac Bashevis Singer o por la geografía del terror y la barbarie mientras releo a Primo Levi, Imre Kertész o a Walter Benjamin.  

El viaje inmóvil. La posibilidad de conectar una habitación cualquiera con el resto del universo. Eso mismo nos recordó Georges Perec en su libro Especies de espacios. Pocos autores como él supieron extraer, a partir de interminables y sugerentes enumeraciones, todas las posibilidades de una simple escena urbana. Desde la plaza Saint-Sulpice, por ejemplo, en Tentativa de agotar un lugar parisino. Lo universal vuelve a ser, aquí, lo particular sin fronteras, como nos enseñaron José Ángel Valente o Miguel Torga.

Fue Perec, por cierto, quien nos advirtió que no tratáramos de encontrar demasiado deprisa una definición de ciudad, porque es un asunto demasiado vasto y podríamos equivocarnos fácilmente. Tal vez, una de las tareas más interesantes del escritor sea encontrar una compleja unidad a esa suma de fragmentos que llega a ser al fin y al cabo toda urbe. Una ciudad es todas las ciudades, escribió Álvaro Valverde. Sin perder de vista que los lugares son, antes que nada, estados de ánimo. Adjetivos, más que nombres.   

Geografías, territorios, lugares, espacios. Todos ellos forman, en palabras de Josep Pla, una discusión entrañable. Por lo cambiante y difuso, por su calma tensa o su nerviosismo sosegado. «La ciudad está llena de caminos. / Todos son buenos para escapar de ella», nos recordó el poeta barcelonés José María Fonollosa. Aunque a uno le acompañe, vaya a donde vaya, esa misma ciudad de la que pretende huir, como nos advierte Cavafis un uno de sus más célebres poemas. Algo así debieron pensar los expedicionarios de la Anábasis, de Jenofonte: al llegar al mar supieron que habían regresado a su patria, a pesar de que aún se encontraran a mucha distancia. En eso consiste también la literatura: en habitar una pequeña porción de terreno y estar, al mismo tiempo, en cualquier lugar del universo. En abrazar un cuerpo que no se ve, como diría Bernard Noël.

La escritura, a veces, no es más que la construcción de una habitación propia desde la que observar el resto de habitaciones. Un lugar cuya motivación principal es conectarse con otras geografías, leídas o visitadas. Dondequiera que queden.

Hace un tiempo, y con esto termino, escribí algo con lo que aún sigo estando de acuerdo. Dije que uno no puede escribir hasta no ha perdido un lugar. Quizás sea ahí, en esa pérdida, donde se accione uno de los motores de la escritura. De nuestra propia escritura, de nuestro lugar en el mundo.

 

 

Álex Chico

Villavicencio, Colombia, septiembre de 2017

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Álex Chico nació en Plasencia, España, en 1980. Es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Es profesor en un instituto de secundaria en El Prat de Llobregat, Barcelona.

En 2008 publicó el poemario La tristeza del eco, le siguió en 2011 Dimensión de la frontera y en 2013 Un lugar para nadie. Además ha editado las plaquettes Escritura, Nuevo alzado de la ruina y Las esquinas del mar. Sus poemas han aparecido en diversas revistas (Turia, Espiral, Cuaderno ático o Paralelo Sur), y antologías (Punto de partida. Jóvenes poetas en España, UNAM; Martiz desposeída. Últimas voces de la poesía extremeña, El Brocense). 
Ha colaborado como crítico literario en: Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, Nayagua, Revista de Letras, Clarín, Quimera, Ex Libris y Kafka.

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