LO QUE PUEDE SER O NO,
LO QUE AUN NO TIENE RESPUESTA,
LO A PESAR DE TODO
Daniel Freidemberg
Nació en 1945 en Resistencia (Chaco), y vive en Buenos Aires. Entre otros libros de poemas, publicó Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), Cantos en la mañana vil (2001), En la resaca (2007), Sonidos de una esta ajena (2012), Abril (2016), Días después del diluvio (2018), Arte dicultosa (2020) y Un hilo naranja (2021). Ensayo y crítica: La poesía del 50 (1982), La palabra a prueba (1993) y Cómo se escribe un poema (en coautoría con Edgardo Russo, 1994). Publicó ensayos sobre poesía en numerosos libros y revistas, y tiene una vasta trayectoria como crítico en revistas y suplementos culturales de Argentina, Uruguay, Chile, México y España. Cofundador de la revista Diario de Poesía en 1986, integró su Consejo de Dirección hasta 2005. En 2014 recibió el premio La Rosa de Cobre a la trayectoria poética, otorgado por laBiblioteca Nacional de la Argentina.
No tengo experiencia personal con eso que llaman GPT-AI. Me enteré de su existencia y del revuelo que está suscitando por las notas periodísticas que empezaron a llegar y los comentarios en redes sociales (Facebook, en mi caso) pero no le presté mucha atención, y aunque el tema, por insistencia, hoy me suscita unos cuantos interrogantes, sigo dejándolo de lado, tal vez por indolencia o porque otras preocupaciones me tienen más atrapado. De entrada, por prejuicio (de esos prejuicios que se basan en una larga experiencia) tiendo a desconfiar y a suponer que va a ser para peor que se meta en nuestras vidas, veremos qué pasa.
Las facilitaciones técnicas, todas las facilitaciones técnicas, tienen una doble cara inevitable: al teléfono celular le agradezco la enorme cantidad de apuros de los que me sacó y las tediosas gestiones que me alivia, con el WhatsApp y el mail puedo comunicarme en tiempo real o con poca demora con amigos que están en Estados Unidos, Cuba o España, y gracias al Zoom tengo la posibilidad de trabajar en mis talleres de poesía con gente de Perú o México, pero me alarma que mis nietos casi no tengan la experiencia de escribir con lapicera o lápiz, con todo lo que eso implica de actividad psicofísica (contacto material con el papel, con el instrumento de escritura, los movimientos de la mano que implica, la oportunidad maravillosa de tocar la materia), o que en mis intercambios con otras personas se pierda todo lo que en la conversación viene del “estar ahí”: los tonos de voz, las miradas, los silencios, hasta los olores, los ruidos de la calle, si hace frío o calor, el saber que ambos estamos compartiendo en ese momento una situación única e irrepetible (de ahí que en la patria del malentendido que es Facebook se haya vuelto imposible debatir algo sin que, malentendido tras malentendido, terminemos todos peleados). La diferencia entre dos personas hablando y dos personas situadas ante una pantalla y un teclado, como el que estoy usando ahora mismo, es abismal, no para bien precisamente. Me alegra muchísimo saber que ya no tengo que esperar el estreno de una película o que la den en un cineclub para verla, pero añoro esa emoción de entrar a la sala del cine y entregarme a una suerte de sueño atrapante compartido con otros espectadores, aunque ahora pueda permitirme poner pausa para ir al baño.
Por otro lado, ¿va a desaparecer el placer, la emoción, de sentirse escribiendo, buscando la palabra que hace falta y cómo hacer para seguir adelante cuando no se la encuentra o no existe, asombrándose uno cuando de golpe irrumpe en la mente y la escritura una imagen, un neologismo, una idea, un sonido, una desviación de lo previsto? ¿Y esas obsesiones que se le mueven a uno en la cabeza o le susurran y hay que ir corriendo a anotarlas a ver qué sale de eso? ¿Y la sorpresa, favorable o desfavorable, cuando se vuelve a mirar lo escrito y todo eso que entonces se le desata a uno en el alma, con la consiguiente acumulación de experiencia y destrezas para aplicar en otras tentativas? ¿Será capaz una mente libre de esas peripecias, sostenida en neuronas o en chips, de producir una experiencia de lectura más o menos equivalente a la que durante ese trabajo o juego vivimos?
Habrá seguramente algo bueno y aprovechable en la Inteligencia Artificial, pero no puedo dejar de vincularla a un estado civilizatorio como el que nos toca, en el que cada quien vive en una cápsula sin casi otro vínculo con los demás que el necesario para defenderse de los otros, atacarlos, utilizarlos en provecho propio o buscar su complicidad (exagero, pero no mucho) y en el que la búsqueda de la verdad o lo verdadero está fuera de consideración. Si cada vez se hace más necesario romper esa inercia, como creo, más vale que con la generalización de la AI no va a ser más factible.
Concretamente: lo que del GPT-AI conozco es lo que leí o escuché, pero entre lo leído están unos cuantos textos producidos por ese dispositivo que me sorprendieron, y mucho (jamás habría imaginado que entes no humanos fueran capaces de algo así), y entre esos textos hay poemas. Poemas, repito. Son en general buenos poemas, no tengo inconveniente en reconocer que merecen ser llamados “poemas”. Correctos: hacen bien lo que tienen que hacer, con solvencia. El problema es que, a los poemas, cuando quiero disfrutar de la experiencia de leer poemas, les pido algo más que ser correctos, cualquiera sea el tipo de corrección del que se trate. Y ese “algo más” por lo general tiene que ver con lo imprevisible, con la incertidumbre, con lo no programado o lo que se sale de programa.
En ese sentido, solamente en ese sentido, no me parece que lo que produzca GPT-AI vaya a empeorar mucho el estado de la poesía. No puede empeorarlo, digo, porque tampoco a ese “algo más” lo encuentro en lo que están produciendo los poetas de carne y hueso, como si a la IA la tuvieran implantada en su cerebro, y por lo general con una elaboración formal más mediocre y aburrida que la de los poemas de origen no humano. No en todo lo que los poetas producen, por supuesto, sí en muchos casos, tal vez la mayoría: hablo más bien de un consenso que parece haberse establecido, conformista, vaciado de inquietudes, interesado en no mucho más que pequeñas cuestiones personales expuestas con una escritura lisa, como si el trabajo con el lenguaje hubiera dejado de ser una cualidad. No necesariamente son desdeñables las pequeñas cuestiones personales, claro, el problema es la naturalización de la ausencia de ganas de otra cosa.
Hipótesis: ¿no será que, más que una causa, la inteligencia artificial es un síntoma entre muchos otros de una situación que afecta a todos los aspectos de la vida? ¿No estamos todos, en mayor o menor medida, volviéndonos artefactos técnicos, manejados por algoritmos, automatizados? ¿Qué tal si, más que preocuparnos por la estandarización que produce o produciría la AI, ponemos la mira en el sistema sociocultural que habilita ese y otros reduccionismos?
No hay situación ni sistema, sin embargo, que, para mal o para bien, no tenga sus fallas, sus fisuras: veo aparecer, estoy viendo, poetas y poemas que no parecen responder a ninguna otra cosa que, a una poderosa necesidad de crear, indiferentes a la superstición de “lo que se está haciendo” y para quienes el Zeitgeist es un dato a tener en cuenta, un condicionante o una fuente de elementos a aprovechar, no un mandato disciplinador. No son la mayoría pero no son pocos: desde el soneto clásico y el romancero, el Siglo de Oro y el barroco hasta las vanguardias, los coloquialismos, los neobarroquismos, los objetivismos, las anti poesías y un montón de etcéteras, lo que sea, si le encuentran algún valor es rescatado y reelaborado, igual que las marcas de la vida transcurrida y los interrogantes que a todos nos acucian, en función de lo que cada uno necesita para poner en marcha lo que desde siempre la razón de ser de la poesía pone en marcha e instala como un factor revitalizador e inquietante. Realidad e imaginación, pensamiento y sensibilidad, historia y compromiso político y/o existencial, humor, disparate, vuelo lírico, citas culturales, jerga popular, arcaísmos, en versos cortos o largos, algunos más “directos”, algunos más “herméticos”: cada uno a su manera recurre a lo que mejor le cuadra de ese patrimonio o de otros para que tenga lugar en palabras algo que antes no existía y que se concreta porque tiene mucho para dar, con la consiguiente apuesta a que alguien, del otro lado del papel o la pantalla, logre hacer contacto y reviva en sí mismo el hallazgo.
¿Excepciones que confirman la regla? Habría, más bien, algunas potencias humanas imposibles de sofocar del todo y que en algún momento encuentran su propia manera de aflorar, aun en las más desfavorables condiciones: “lo inmatable”, diría Jorge Alemán. Siempre pasó, no puede no pasar. Motivo entonces para suponer, no sin fundamento, que aun toda una sociedad organizada por gepetés o artilugios de ese tipo no va a tener nunca el dominio total. No se puede. “Lo propio de la materia es resistir”, decía Nicolás Rosa, y la resistencia es una condición constitutiva, por más que se la tape, se la disfrace o se la quiera o consiga manipular, de esa manera de estar en el universo que llamamos “lo humano”.