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LA MESA APENAS CORRIDA

María Ignacia Sansi

         A la tía Clara la encontraron en el quincho. Algo raro habían notado en esos días o tal vez en esos meses, pero no asociaron nada. Me enteré por mamá, llamó justo cuando me hallaba en la plaza con mi caniche. Estábamos los de siempre. Yo era la única mujer con la pequeña Perry. Los demás eran hombres de distintas edades, cada uno con su mascota. Ellos eran amigos entre sí y los animales también. Me había integrado última al grupo de padres de perros; “perros grandes”, les decía. Nos reíamos porque la caniche pedía upa cada vez que uno de los grandotes la asustaba. Me rascaba la pierna y apenas me inclinaba para levantarla, pegaba un salto. Me decían que la tenía que dejar, “dejar que se haga perro”, y se reían. Justo cuando todos reían y yo alzaba a Perry, llamó mamá. La atendí riéndome. Me lo dijo enseguida.

- Encontraron a la tía, en el quincho, la encontró la muchacha. Estaba triste, aunque no lo demostraba. ¿Te acordás de que te conté que Clara estaba triste? -preguntó mamá.

- No recuerdo que me lo hayas comentado. Es que…, desde mi mudanza, la perra, y…,

 - Estaba deprimida, creí que te había dicho.

- Tal vez me dijiste, pero yo no…, no sé… Estoy tratando de instalarme y de arreglar todo. En Navidad, estaba bien.

- Hay muchas cosas que desconocemos –apenas susurró-. ¡Bah, es un decir, porque sí que sabemos bien! Desde que volvió de España comenzó con todos esos problemas de angustias, y bueno, la muchacha hoy temprano…

          Los perros corrían torpes entre nosotros. Perry miraba desde mi hombro, no quería bajar pero parecía entusiasmada. Los hombres seguían riéndose y yo trataba de cortar con mamá, que me seguía contando del buen humor constante de la tía. Y que ella sabía, por otro lado, que Clara no estaba bien. Un galgo me rondaba y trataba de pegar con su hocico a Perry. Corría lejos, luego se dirigía a mí y me embestía. Me golpeaba con su cuerpo cada vez que saltaba para alcanzar a la caniche. Mamá continuaba hablando, los perros ladraban, los hombres seguían a las risotadas.

- Es hoy a la noche, nosotros vamos a estar temprano -sonaba la voz en el celular, entre el galgo, los ladridos agudos de Perry, las carcajadas de todos y el viento de la plaza-. La empleada notó la mesa corrida en varias oportunidades, pero no asoció nada.

             Yo sabía que mi familia, tal vez tenía más detalles sobre la tía pero nunca se habló de eso. Decían que Clara jamás contó nada. Luego que corté la llamada Perry se me deslizaba. La dejé en el pasto. Los animales seguían corriendo. Le coloqué el collar y saludé a todos.

- Tal vez nos vemos mañana. No estoy muy segura de que pueda venir –les dije.

- Traéla y dejála que se defienda, que luche así se va criando independiente -comentó el papá de Frida, la perra negra de pelo brilloso.

- Que luche por sus ideales -agregó riéndose el padre de Zeus, el blanco de cola plumosa, el líder silencioso, líder solo con su presencia.

         Alcé a Perry y caminé hacia la calle, pensé en Clara. Recordé sus torpes risas y sus exagerados ademanes; esos regalos extraños que hacía y sus labios finos embadurnados de pasta rosa fuerte, tal vez fucsia. Siempre reía. Mi mascota estaba inquieta, sentí la presencia de alguien cerca, el pitbull. Seguía cada uno de mis movimientos, su mirada me paralizaba, y ahí estaba a mi lado observándome, como amenazándome, si largaba a la mascota él se encargaría. “Dejá que se defienda”, me gritaban, incluso el padre del pitbull. Di un paso para cruzar la calle y el animal negro de maciza cabeza se acercó más, me miraba fijo. Perry se aplastó en mi cuerpo, como si quisiera desaparecer, estaba finita y vigilaba. La tía me hacía esos extraños regalos, tan extraños como el color de sus labios. Una camisa de tela liviana, como de seda y gigante, con flores inmensas estampadas en naranja, verde loro y turquesa. Tal vez en España se usaban esos colores fuertes y talles grandes. Tuve miedo. El perro se acercaba más. Crucé la calle. Giré apenas mi cara y lo vi. Estaba quieto, erguido, y ocupaba el lugar que recién había abandonado. Nos vigilaba con sus ojos café, estático en la misma baldosa donde habían estado mis pies. Caminé rápido hasta casa, Perry se había hecho casi invisible. Ni se movía, parecía que no respiraba. “Dejála que se haga perro”, sonaba otra vez en mi cabeza y el pitbull ahí cerca, con su negrura espesa detrás de sus ojos café.

                Perry se acomodó en la cucha y yo me tiré en el sillón. Pensé en la tía. En las tardes de té en lo de mamá. En sus anécdotas, esas anécdotas inocentes, o tal vez tontas, que hacían reír, seguramente por cómo las narraba, le ponía ese brillo fresco como el de sus labios. Reíamos. Contaba cosas lindas de España y de acá también, sobre cómo se reinsertó. Nunca volvió al lugar donde nació, allá en las sierras. Decía que amaba esta ciudad junto al mar, que era hermosa. En España, vivió quince años, ahí terminó su carrera de Filosofía y acá estuvo poco tiempo. La encontraron en el quincho. Perry se subió arriba mío y se acurrucó. Vi en un estante el libro que le había robado a mamá, el de lomo rojo. Nunca lo había leído. Acomodé a la perra junto al almohadón. Seguía asustada, escondía su hocico entre sus patas, y se mantenía en esa forma acaracolada. Me miraba triste a través de sus pelos. La cabeza del pitbull era como un cubo gigante, macizo, pesado. Los ojitos de Perry seguían angustiados. Tomé el libro, miré algunas páginas, el índice. Nunca lo había leído, pero no sé por qué una vez se lo robé a la vieja.

          Estacioné el auto a una cuadra. Así podía irme sin que nadie lo notara. La imagen de Clara en el quincho y la mesa apenas corrida me provocaba algo amargo. No sé eso de acomodar todo, qué sé yo, buscar la soga darle la altura justa, considerar esas cosas en el momento de los preparativos para luego colocarse todo ya preparado a la justa medida, bueno, pensar en los detalles... Caminé hasta la sala velatoria, mamá estaba charlando con tres personas en la vereda. Me presentó.

- Pasá, están las primas y los tíos.

- En un rato voy. Disculpá cómo te atendí hoy. Estaba en la plaza.

- No hay problema. Esto se lo imaginaba el tío Coqui, no así, pero se lo imaginaba. La hermana Susy y la empleada también temían, pero bueno, más no se pudo hacer.

- Estaba bien en Navidad.

- Parecía. De golpe comenzó a decaer. El tío percibía algo.

- ¿La empleada la encontró? ¿Cómo fue?

-Temprano. En la mañana, cuando Coqui salió a trabajar. La casa quedó sola, luego cuando llegó la empleada y entró al quincho la vio, la vio ahí, colgando de la madera que cruza el techo. Terrible.

          Miré hacia adentro. Coqui estaba de pie junto al cajón. La miraba. El tío se había escapado a España con ella. Después de que la soltaron, huyeron enseguida. Nadie sabía nada de ellos hasta que al tiempo, a varios meses desde el cambio de gobierno, dieron señales de vida.

- Mamá tengo el libro tuyo, sobre lo que pasó a partir del año 76. Ese grueso de tapas rojas.

-  No lo voy a leer. Quedatelo.

             Entramos  a la sala.

 

            Todavía la imagen del pitbull ocupando la baldosa donde yo había estado, mirándonos quieto, grueso y con su gigante cuerpo firme, esperando, al acecho, no me la puedo sacar de la cabeza. Seguro que Perry sigue acurrucada en el sillón, así como la dejé. Asustada.

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