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LAS NUEVAS PELÍCULAS DE CARRETERA:

DE PASEO AL APOCALIPSIS

 

por Gabriel Cabrejas

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Bibliografía

Augé, Marc (2000). Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa. 5ª reimpr.

Bauman, Zygmunt (2005). Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Buenos Aires: FCE.

Correa, Jaime: “El road movie. Elementos para la definición de un género cinematográfico”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 2, núm. 2, abril-septiembre, 2006, pp. 270-301. Disponible en: «www.redalyc.org»  [Consultado el  28 de octubre de 2018]

Curubeto, Diego (1996). Cine bizarro. 100 años de películas de terror, sexo y violencia. Buenos Aires: Sudamericana.

Delgado, Manuel (2008). Prólogo a Roch, Edmon: Películas clave del cine bélico. Barcelona: Robinbook, 11-5.

García Canclini, Néstor (2014). El mundo entero como lugar extraño. Barcelona: Gedisa.

Maffesoli, Michel (2005). El nomadismo. Vagabundeos iniciáticos. México: FCE. 1ª reimpresión.

Oliver Marroig, José Antonio. Empire of the Dead. Análisis y evolución del género de zombis en George A. Romero. Universitat des ils Balears: 2016.  Disponible en línea: «www.repositori.uib.es» [Consultado el 20 de mayo de 2019].

Ons, Silvia. “La violencia contemporánea. Notas sobre la paranoia social”. En Virtualia: 18, octubre-noviembre 2008, pp. 1-4. Disponible en «www.eol.org.ar» [Consultado el 26 de septiembre de 2019]

Pissarro, Marcelo. “Horrores en tierras baldías”. En Revista Ñ,  421: 22/10/11: 37.

 
NOTAS

 

1 Manuel Delgado dice que cine bélico no deja de ser una suerte de pleonasmo, puesto que todas las películas son en sí mismas, cada una de ellas, una guerra en pequeño. Y cita a Samuel Fuller en Pierrot le fou de Godard (1966): “El cine es como un campo de batalla: amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra: emoción” (2008, 11). Si hay caracteres, habrá drama, o sea, acción entre opugnantes, y eso vale para el documental como para la comedia, donde puede no haber ningún muerto. Las batallas son psicológicas o éticas antes de ser a ramalazos de obús, y cuando suceden las de sangre y fuego, el cine a veces descubre que pierden todos.

 

2 La América “mitad salvaje, mitad civilizada” proviene de Leo Marx (The Machine in the garden: 1964), citado por Correa (2006: 278) igual que David Laderman (Driving visions: Exploring the road movie, 2002) y Lagayette (L´Ouest américain. Réalités et mythes: 1997).

 

3 Pétillon: La Grande Route. Espace et écriture en Amerique: 1979; Corrigan: A cinema without walls: movies and culture after Vietnam: 1999.

 

4 Cf. Bauman 2005. De las “identidades compartidas” a los “intereses compartidos”, que inventan un “nosotros” contra los “Otros”, unos “ajenos, desconocidos, diferentes (que) se convierten en criaturas a las que se les hará un vacío” (2005: 51). “Es el sentimiento de inestabilidad, asociado a la desaparición de puntos fijos en los que situar la confianza. Se evapora la confianza en uno mismo, en los otros y en la comunidad” (Ons 2008: 3). Los viejos expedicionarios, de Easy a Thelma y Bonnie, confiaron en los otros, que los traicionan. Los nuevos parten sin creer ya en nadie.

 

5 Marc Augé: “lugares del tránsito y la comunicación, su vocación no es territorial, no consiste en crear identidades singulares, relaciones simbólicas y patrimonios comunes, sino más bien en facilitar la circulación y el consumo” (2003, 101), “redundantes y demasiado llenos, saturados de seres humanos” (102-3). El sujeto errático no tiene fronteras y, por lo tanto, tampoco color local, ni historia (o pasado), devenido en ruinas su universo que, como tal, carece de propi-edad. Augé cuantifica ese paisaje global, el de las cadenas hoteleras alrededor de los aeropuertos, a su vez nudos de autopistas y vías férreas; dentro, las mismas salas de espera, agencias de viajes y bancos, televisores en cada sector: afuera, aparcamientos y estaciones de servicio. Copia sin original, la locación despersonalizada llama la atención de otra más holgada y adyacente: la ciudad misma, que sin su gente se vuelve irreconocible, pero también lo era con ella.

 

6 The Walking Dead o TWD (Frank Darabont (2010 y ss.), sobre un comic de Robert Kirkman, para la cadena AMC. Z-Nation: producción de la cadena SyFy, creadores Craig Engler & Karl Schaefer (2014/2018). Zombieland (Ruben Fleischer, 2009). El uso del vudú para aprovisionar a los nazis adviene tempranamente (King of the zombies: Jean Yarbrough, 1941), como los nazombies (Revenge of the zombies, Steve Sekely 1943. Antes, En 1981 el director francés low cost Jean Rollin filmó Le lac du morts vivants (o Zombie lake para su estreno inglés) que repetía la vuelta a la vida de nazis ejecutados y arrojados al lago de una aldea francesa por los maquis durante la résistance. Curubeto la considera la peor película z jamás filmada (1996: 389). Un comandante z-nazi (la noruega Dead snow, o Død snø de Tony Wirkola) a la cabeza de soldados alemanes muertos en la Segunda Guerra y resurrectos décadas después, no picados por ningún virus, es el plot de un film que termina torciéndose al dial comedia, autoconsciente de su despropósito. Død snø 2 (Wirkola: 2014), tan embadurnada de sangre como cabe esperarse y en el tono de comedia gore, sigue la regla: el sobreviviente de un ataque z despierta en un hospital con el brazo injertado del general nazi Herzog —lo que envía, se ignora si deliberadamente, a Orlacs Hande, Las manos de Orlac (Fritz Lang: 1924)—, y su misma facultad de resucitar muertos apenas apoyado en la tierra de un camposanto. Habrá un Z squad americano totalmente farsesco (dos chicas y un muchacho, los tres nerd y una de ellas fan de Star wars) y una soldadesca z de rusos alguna vez fusilados en masa por Herzog —primera vez de un combate entre dos ejércitos zombies.

 

7 Filmografía de George Romero luego de Night: Zombi (Dawn of the dead o El amanecer de los muertos: 1978), Creepshow (1982), El día de los muertos (Day of the dead: 1985)¸ La tierra de los muertos vivientes (Land of the dead: 2005), Diary of the dead (2007), La reencarnación de los muertos (Survival of the deads: 2009) y el guión del comic Empire of the Dead (2014-5). Oliver Marroig le dedica su tesis doctoral y examina el carácter alegórico de sus argumentos, en los cuales el z ya no es un elemental homicida masivo sino una representación abarcadora de la sociedad estadounidense: “los conflictos raciales y la lucha por los derechos civiles en la Norteamérica los años 60 (en Night of the Living Dead), criticar la cultura del consumismo (Dawn of the Dead), la administración liberal, así como la inhumanidad de la ciencia y el militarismo (Day of the Dead), y ya dentro de un contexto post-11S, la política exterior de los Estados Unidos y la gestión George W. Bush al mando de la Casa Blanca (Land of the Dead), el papel de los medios de comunicación en una sociedad hipertecnológica (Diary of the Dead), el enquistamiento de los conflictos que lleva a un callejón sin salida (Survival of the Dead)” (2016: 62).

 

8 Maffesoli elogia el ilustre pasado civilizatorio nómade: “al trastornar el orden establecido de las cosas y de las personas, se vuelve expresión de un sueño inmemorial que el embrutecimiento de lo instituido, el cinismo económico, la reificación social o el conformismo intelectual no llegan jamás a ocultar totalmente (41), y que “al saber escapar de la esclerosis institucional, puede ser eminentemente constructor” (2005: 61), movimiento cultural propio del bárbaro, conturbando la quietud del sedentario (44); está en el cruzado noble junto al semiproletariado rural (50), y su forma paroxística de vagabundo en el goliardo “intelectual inconforme, lúbrico”(51), que Braudel relacionaba con el flujo de intercambios, “elemento básico de toda sociedad” (59) y en la bohemia del siglo XIX (65); “especie de regressio ad uterum que, de manera más o menos consciente, permea a cada individuo” (69)  implica “formas de solidaridad concretas” (71), al correlacionarse en su común situación de intemperie y “hace caso omiso de las fronteras (nacionales, civiles, ideológicas, religiosas) para vivir algo universal, valores humanistas” (74-5). El nómade apocalíptico del zombismo —de ambos lados, perseguidores y perseguidos—podría representar por la negativa el sueño libertario de Maffesoli pues no se abandona de propia voluntad.

 

8 Durante la trilogía, en los episodios 2 y 3 se logró conservar el elenco: Dylan O´Brien (Thomas, el co-héroe), Ki Hong Lee (Minho), Kaya Scodelario (Teresa),Thomas Brodie-Sangster (Newt), Dexter Darden (Frypan), Will Poulter (Gally), Jacob Lofland (Aris), Rosa Salazar (Brenda), Giancarlo Esposito (Jorge), Patricia Clarkson (Ava Paige), Aidan Gillen (Janson), Barry Pepper (Vince). Sendas novelas de James Dashner (2009, 2010 y 2011) pasan a su versión fílmica, de modo que en este caso no son culpables los guionistas; el autor parece copiar las estrategias del cine: hasta escribió luego dos precuelas. Lo inspiraron las narraciones de William Golding El señor de las moscas (1954) y de Orson Scott Card El juego de Ender (1985), aunque en Dashner los protagonistas son jóvenes en vez de niños. La sigla CRUEL, en castellano, quiere decir Catástrofe y Ruina Universal: Experimento Letal; se denomina Llamarada al mal infeccioso y cranks a los infectados. The hunger games o Los juegos del hambre compone una serie de cuatro largometrajes (el primero de 2012 lo dirige Gary Ross, los siguientes hasta el 2015 Francis Lawrence)

 

9 Apenas un año después en Tobacco road (El camino del tabaco), ya ambientada en el mismo 1941, muy lejos del campo desahuciado de principios de los 30, Ford se conforma con una familia campestre hillbilly, rústica y alegre, de Georgia, y sus suaves sinsabores pasibles de olvidarse armoniosamente.

 A pesar del cotidiano sedentario del pueblo estadounidense, o quizás debido a eso, anida en su imaginario una sed de desarraigo excursionista, de aventurerismo solitario, tanto que Hollywood incubó un género tan americano como el western: la road movie o película de carretera. No debe extrañar en una cultura mitificadora de la libertad, contradictoria con el afán propietario pero afín a la ideología colonial (en el sentido del corazón de colonos), ese cruzar fronteras que empiezan espaciales y terminan, inexorablemente, espirituales. Viaje iniciático y de camaradería, sobre todo masculina; autoconocimiento y superación, compañerismo y dialéctica competitiva, pasaje a una metarrealidad tan exterior como intimista.

   El rótulo road movie puede llamar a engaño porque todas las películas lo son, generalizada la fuga en plots muy distintos entre sí: heist film o film de atracos bancarios, partidas del metraje de acción, la moda zombie, marines extraviados en el frente y su reorientación hacia el rescate o el campamento salvador. En sentido lato, también todo film es bélico, como dispositivo binarista: el maniqueísmo tradicional Héroe/Villano, Hombre/Mujer inconciliables en la comedia hasta el final en que se enamoran, Asesino/Víctima en el terror o el thriller, y las historias de guerra propiamente dichas, y político, pues su reparto de funciones y estructuras revela una determinada administración de las relaciones sociales.1

   Aquí nos atendremos a las escapadas para conservar la vida o la libertad, atravesando la ciudad como un desierto y el desierto como una ciudad, un salto de la seguridad a la transitoriedad y del sedentarismo al nomadismo, “un desarrollo fugaz de personajes enajenados” afirma Correa (2006, 273). La carretera, el viaje y la errancia han figurado siempre entre los temas fundamentales no sólo del cine sino también de la literatura de los Estados Unidos (dice este ensayista) y “un símbolo universal del curso de la vida, del movimiento del deseo y de la atracción que ejercen la libertad y el destino”, citando a Laderman (2002). Pero, ahora se invierte este temperamento inquieto de pioneros, como el mito de la frontera y la aventura, la conexión y a la vez el antagonismo de jardín y máquina, o lo bucólico del paraíso encontrado junto al progreso tecno, wilderness y car culture, típicamente americanos. El coming-on-age autoeducacional—el adulto incompleto que se re-descubre viajando—se incumple en el lanzamiento al vacío, la unión forzada de gente, los salteadores condenados o la infantería que intrusiona sin fines de liberación en tierra exótica. “La extensión del territorio, la precariedad de las condiciones de vida, la atracción de la riqueza, las perspectivas de felicidad abiertas por la exploración y la conquista, todo contribuía a alejar al norteamericano de un apego visceral a la tierra de origen”, comenta Pierre Lagayette (1997), cuando implicaba llegar a algo y modificarlo para apropiárselo, y no, como en las nuevas road movies, huir imperiosamente hacia una promesa de seguridad (no de colonización) que ya existe, como las islas urbanas libres de zombies, a veces inalcanzables o no alcanzadas al terminar el film. Origen no es punto de partida, incluso puede ser mortal trap, el hogar mismo hipotecado e invadido por ladrones, envidiosos o psicópatas, esa fauna expectante, si se quisiera regresar a casa.2

 

Footages de dos tiempos

 

Correa también nombra a Pierre-Yves Pétillon, el primero en hablar de fuga en el espacio, más el despojamiento o “descamación del yo”, y a Timothy Corrigan: “Sí el thriller hace de la cámara un arma y el melodrama hace de ella un miembro de la familia, en el road movie la cámara adopta la perspectiva encuadrada del vehículo mismo.” Este autor postula cuatro caracteres: 1) la ruptura de la unidad familiar, la desestabilización de la subjetividad y del poder masculinos; 2) los eventos influyen sobre los personajes: el mundo histórico es siempre muy importante como contexto, y los objetos a lo largo de la road son amenazadores y materialmente agresivos”; 3) el protagonista se identifica con los medios de transporte mecanizados, el automóvil o la motocicleta, convertidos “en la única promesa de individualidad en una cultura de la reproductibilidad mecánica” y “un lazo entre masculinidad y tecnología”; 4) “se concentra casi exclusivamente en los hombres en ausencia de las mujeres”, fomenta una fantasía masculina de evasión,  la carretera un espacio incompatible con las responsabilidades de la vida doméstica: cotidianidad en el hogar, matrimonio, empleo” (Correa: 292-293).3 La presencia femenina en la posmoderna road movie rompe el contrato y cuestiona desde dentro la hegemonía (i.e. Zombieland y The Walking Dead o Z Nation).

   Habría dos extremos fáciles de cotejar, al simbolizar dos épocas. Easy rider (Busco mi destino: Dennis Hopper, 1969) y Thelma y Louise (Ridley Scott: 1991), o del asesinato en moto al suicidio en auto, y de la pareja de socios masculina a la de socias femeninas, compartiendo ambas, sin embargo, idéntico destino fatídico. Los varones hippies que pretenden vender droga guardada en el tanque de nafta decorado con la bandera de las barras y estrellas y sólo hallan la muerte en la ruta, asesinados por viejos del Midwest reaccionarios, no se parecen a las amas de casa maltratadas de diversas formas huyendo hacia el abismo en su convertible como único modo de autorrealizarse en un gesto de liberación desesperado. Ocurre que aquéllos no escapaban, y al contrario, pensaban una módica ganancia ilegal sin dejar de pertenecer al mundo male de la mercancía, individualista y complaciente, pero la sociedad los había ya excretado por mucho que se esforzaran en afincar un negocio muy propio de ella. Y en los noventa, nadie más sistémicas que las dos chicas on the road; empiezan desertando de sus maridos y terminan cometiendo comprensibles crímenes —el propio policía tras su rastro las justifica y cree en atenuantes—y arrojándose al vacío: el mundo female fatalmente nihilista ante la falta de opciones. El film de carretera se ha vuelto film de fuga. A los muchachos sesentistas los excluía (de la vida) una parte de la sociedad conservadora a pesar de que jugaban con sus reglas, mientras las mujeres del 90 son marginadas por la sociedad masculina (mejor, machista) y querrían vivir con otras reglas. No habiéndolas, deciden excluirse (de esa vida) en un acto de autoafirmación final. La road m, definitivamente, es inequívocamente una categoría de la libertad.

   Claro que las diferencias de época se transforman en diferencias de tratamiento, los points of view determinan cambios sustanciales en la forma de mirar la sociedad y se puede pasar de la transgresión a la reacción. Así, Bonnie & Clyde de Arthur Penn (1967) acentuaba la admiración robinhoodeana del pueblo mísero hacia la pareja de salteadores en los devastadores años 30 del colapso económico;  a cambio, la netflixiana Emboscada final  (The highwaymen: John Lee Hancock, 2019), desidealiza a Bonnie Parker & Clyde Barrow y los sepulta sin honores mediante el par de veteranos policías texanos responsables de su ametrallamiento, y expone una imagen menos consoladora del dúo, que (ahora) remata oficiales en el piso a sangre fría: “su familia —la del policía—pedirá la asistencia social la semana entrante y quedará en la miseria”, constata el sheriff. Del sprint de los maleantes sociales a la road m de sus impiadosos perseguidores. Los irresistiblemente sexies Warren Beatty y Faye Dunaway y sus tartamudas vengadoras frente a los galanes otoñales Kevin Costner y Woody Harrelson, que vengan a otros oficiales.

 

Roadrun-movie, el género transversal posmo.

Las tragedias de z.

 

A falta de mejor etiqueta, llamamos así a este subtipo: el del camino tomado a destiempo, sin iniciativa voluntaria, literalmente huyendo. Había resignación en el personaje de Tom Cruise en Rain man (Barry Levinson: 1988) al tener que aceptar el viaje en auto junto a su hermano autista, Dustin Hoffman, cross country, porque éste tenía pánico a los aviones y debían llegar ambos al otro extremo de Estados Unidos para cobrar la herencia de sus padres, los Babbitt. Un apellido nada fortuito; ironiza al héroe de Sinclair Lewis, epítome de la middle class opulenta y autocomplaciente que un día se replantea su propio vivir de buscador de prestigio, como los llamaría luego Vance Packard. Son los 80 y aún vale la pena elegir el rumbo aunque sea a regañadientes, pues el ambicioso joven Charlie comprende durante el periplo el amor a su hermano Raymond, lo cual le habría sido refractario si hubiera emprendido el vuelo.

El cambio más profundo se produce con el auge zombie y el cine apocalíptico, donde las ciudades industrializadas implotan y la apacible ciudadanía deserta como de un hormiguero aplastado. Entonces asistimos a la fuga desbrujulada, a las autopistas pobladas de vehículos vacíos, a la convivencia obligada entre extraños y el cambio abrupto de espacios de refugio. Finaliza el conocerse progresivo, la reflexividad sobre los verdaderos deseos, la chance de realización. Ya Thelma y Louise indicaba el callejón sin salida, la sospecha de que ciertas experiencias libertarias (femeninas) no son viables cuando una sociedad las constriñe a un rol teledirigido por el patriarcalismo. La perspectiva trágica no perimió dado el protagonismo de la mujer, pero la violencia de género en plenitud revela su reemplazo por otra, y acaso Sarandon-Davis no llegarían ahora a morir motu proprio, sino antes, apuñaladas a más no poder. No sabemos cuánto se ha logrado avanzar; los roadrunner reúnen un conjunto variopinto de prófugos, hombres y mujeres, que también atacan desde el lado de los z, multisexuales y con la ropa de trabajo puesta aún, overol, camisa y corbata, delantal o jardinero. Otro dato distintivo, la vieja road movie se proponía, saliera como saliera; la nueva se sufre y no va hacia ningún lado. Los viejos trotamundos se iban conociendo en la travesía; los nuevos se desconocen, uno de ellos puede guarecer el virus de la transformación en zombie y ahí no más, convertirse en el enemigo a destruir, so pena de esparcir la muerte dentro del grupo. Los antiguos peregrinos sobreabundaban futuro, pueden no llegar pero tenían un pro-yecto, abortado por la incomprensión, la maldad, el microfascismo del Midwest que victimiza al binomio de Easy rider, mientras los nuevos sólo tienen pasado. Esa vida imperfecta y única, la del homo urbans arrojado a la mera supervivencia, dueño apenas de un tra-yecto, obseso en protegerse incluso del que tiene al lado: de la nostalgia del ser a la neurosis paranoica, de buscar la otredad —ser otro y el mismo a través del otro, dar con el self o la ipseidad identitaria—a la histeria del yo asediado. De huir de las seguridades adocenadas y tediosas del civilizado a la deriva de la Unsicherheit, “incertidumbre, inseguridad, vulnerabilidad” o simplemente precariedad, que ya estaba en la existencia anterior y se ratifica en medio de la corrida.4

   Escapatoria. En una sola palabra se cifra este aventurerismo forzado hacia un bucolismo al revés. El elogio de la mañana campestre, vuelve al campo, que sea al sol o deja que el sol entre, según escuchemos hits sesentista-hippies de este lado o de aquél, el abrir las puertas de la percepción mediante las dos ganzúas físico-espirituales de la droga y el viaje al landscape incontaminado, y su mutua comparecencia, se ha esfumado de la voluntad. Incluso la pareja femenina Thelma/Louise, a medias impelida a tomar la ruta cuando hubiese querido mejor ventura, lo asume, aún, con cierta alegría, o al menos la euforia de una decisión desencadenada, haciendo de la fatalidad una forma de fortaleza. Desde el 2000, en la cinematografía, se pasa de la claustrofobia, síntoma de la ansiedad por desnudarse  (des-nudarse) de la materialidad urbana, a la agorafobia, el temor a los espacios vacíos, las calzadas entre ciudades ya destruidas, la gran llanura o el bosque junto a la ruta, a punto de convertirse en trampa mortal a cielo abierto, donde no conviene ser visto. En la megalópolis el individuo se anonimiza, sólo le cabe sufrir el entrechocarse, trabajar agónicamente y consumir; en las afueras y huyendo cobra presencia, lo ven y miden los cazadores, padece la libertad. No extraña que el fugitivo y sus iguales empiecen sus maniobras de autoprotección en el mall gigantesco e impersonal de la ciudad o el suburbio colindante, siga enjaulado en los store o depósitos de mercaderías, y termine a campo traviesa, los zombies mordiéndole los talones, y una ilusión vaga y no muy asiduamente cumplida de alcanzar un nuevo oasis libre de la peste, al cual va a encaminarse para sentirse seguro en una renovada cuarentena, o sea, otra vez la condena microurbana, ser ciudad-ano pero en una miniatura amurallada. Pasó del mito de la libertad al mito de la seguridad, el securitismo tan predicado por los guardianes del tardocapitalismo. Su escala o posta serán esos supermarkets o shoppings deshabitados, y allí, irónicamente, podrá servirse a gusto sin ya ser dueño de nada, sin valerse del dinero, encomiado como prueba de la capacidad de cada uno para hacerse valer: en el templo del consumo hallamos el no-lieu glocal, local universalizado, al que marchan detrás de nosotros otros seres anónimos, los z, a sabiendas de que nos encerramos allí a (tratar de) sobrevivir.5

   Si no es un supermarket, será el pub (la taberna Winchester de Shawn of the dead: Edgar Wright. 2004), otro no-lugar bulímico de furor adquisitivo o ingesta alcohólica, corredores de recreación y bonanza compradora sin restricciones, ahora ratoneras que invierten polarmente su función y se usan de amparo aciago, última ratio de los humanos del montón, los paroxísticos yantadores de bienes que eran zombies pensantes antes de abreviarse a, solamente, vivir. Pissarro (2011) recuerda cómo en el film de George Romero Zombi (Dawn of the dead, también traducido Amanecer de los muertos: 1978 y su remake de 2004 Amanecer de los muertos, director Zack Snyder) los z van al shopping guiados por la costumbre de hacerlo cuando vivos, “son seres que lo han perdido todo (perdieron sus vidas; luego, perdieron sus muertes), excepto su condición de consumidores”, y nombra al Konsumenterror, el terror a dejar de consumir, que criticaba la activista del Ejército Rojo alemán Ulrike Meinhof. (22/10/11, 37). Pero son los sanos los refugiados allí, y los z los siguen para merendárselos. El género Romero ya perfila las constantes del subtipo, que recrudecerán al prosperar la fashion z en los 2000, especialmente la migración permanente, sin poder afincarse jamás; un sitio definido por su carácter de transitoriedad se vuelve lo único previsible, un medio sin fin. Las series televisivas The walking dead y Z-Nation magnifican, por su sólo formato sucesivo, la carreterología del zombismo. En el camino de los 1960-80 todo podía suceder y esa futuridad daba aliento y espesor narrativo; en los caminos 1990-2020 sucederá una única cosa, la reaparición fantasmal del z masivo y la guerra solapada y genocida que le administran los perseguidos, que durante el tránsito perdieron toda compasión y empatía moral hacia sus semejantes. Hasta son peores, pues los z, retrocedidos en la escalera evolutiva, se reducen al canibalismo y no razonan más, en tanto los aún sanos —llamémosles undead, no-muertos contra yetalive, aún vivos—se dedican al razonable exterminio con el argumento atendible de la autodefensa. Abundan las películas de z-nazis, pero del otro ángulo del espinel no hay sino nazis desembozadamente justificados. Las guerras humanitarias de los 90 y las preventivas pos 2001 tienen algo que decir al respecto, como el pánico a las masas descontroladas después de la crisis del 2008.6

   Night of the living deads (1968) se despoja del vudú originario e instala al zombie entre nosotros, moderno y a la vez humanófago. El oxímoron muerto vivo, de resonancias wellsianas, funda el modelo sobre nuevas bases. Hasta este filme de George Romero el z era alguien perdido entre la macumba y el draculismo, el insomne más bien pasivo, y no un espécimen terro-fantástico de entidad propia que, además, aguijonea la ponderación biopolítica. Ahora puede ser un no vivo-no muerto, un sujeto vacuo de pensar de cuya fantasmática resurgencia el script se priva de dar explicaciones. Los z ambulan a plena luz y la succión de sangre se tuerce a antropofagia lisa y llana. Es el primer modelo que se asienta en las víctimas, que corren delante de sus perseguidores. El terror tradicional se sostenía en el asesino, Freddy y Jason, serial killers personales; el zombie es estadístico. Se crea con él un semidiós quimérico, doble estandar de dios y diablo, inmortal porque ya murió y mortal (o mejor, matable) en tanto creado —si se embarran sus sesos o se le arranca la testuz del tronco.7

   La crítica lo llama survival horror: todo film z comporta el juego de sobrevivir, y éste se desarrolla en dos planos, el huis clos del encierro forzoso y la runaway, la fuga también perentoria, ambos fenómenos sucesivos porque en algún momento los z ingresarán al refugio, para ellos un mero reservorio de alimento animado. Escapar presagia dos chances: seguir en los asfaltos desolados entre ciudades y, eventualmente, alcanzar en el mapa un topos de salvación paradójica, ya que se trata de otra quarantine detrás de alambradas protectoras y un ejército artillado hasta las encías. El sueño de libertad sesentista, y el de autognosis del 80, desembocan en el desesperado socorro por volver a la seguridad de la alta vigilancia —el mismo que nos atosiga hoy en nuestras casas huyendo de las entraderas, los okupas, los homeless al abrigo de los cajeros automáticos y la misma policía asalvajada. Es más, ésta, en los filmes z, ya fue contagiada del virus en la ciudad, y nos abrazan, todavía ilesos, los uniformes de fajina, a salvo quizás por haber permanecido en los cuarteles, casi un ejemplo colateral de disciplina, anonimato (otra vez) y orden, frente a la anomia de los civiles. Exterminio (Twenty-eight days after o 28 días después: Danny Boyle, 2002) desbarata, aclarémoslo, esta generalidad: en un Londres devastado por el zombismo, sus defensores, soldados sin mando, secuestran a mujeres fugitivas para tener su propia diversión sin rendir cuentas. El antimilitarista Romero tuvo, al menos una vez, un heredero.

 

Infierno detrás, purgatorio delante.

Las road movies apocalípticas

 

   El nomadismo, en rigor, es constitutivo de la vida posmoderna —la movilidad del trabajo, del consumo, o, el peor de todos, el provocado por las desigualdades económicas (Maffesoli 2005, 29) y se torna pesadilla en el z film como metonimia de un mundo inseguro: el tráns-fugo, que deja las pocas certezas conquistadas y consolidadas —la propiedad, la libertad, probablemente la vida—se arroja al camino, sin nada hacia delante, evacuado, apátrida. El hombre de la modernidad a lo sumo se arriesgaba de la provincia a la urbe, y ahora, en reversa, abandona las ciudades invadidas y lo per-sigue el z, encarnación de su paranoia: algo de él es fácil encontrar en ese Otro invasor de piel parda que sube a los Estados Unidos o Europa, de inaprehensible lenguaje, subversiva creencia religiosa, andrajoso y náufrago, y del cual sería mejor huir, si no se lo mata.8 García Canclini descree del nomadismo como “condición humana universal: sólo el 3% de la población vive fuera de sus países” (2014: 33). Al revés, el mundo entero es un lugar extraño y “no hay dónde irse”, “lo normal no sería preguntar de dónde es usted sino de dónde viene y adónde va” (54).

   El futuro en el nuevo cine sci-fi sucede en polis distópicas, más o menos aisladas y nunca parte de un todo nacional, o sucede lo inverso, el planeta entero se convirtió en megapaís sin fronteras. Sin embargo, los ciudadanos anhelan salir de los límites, en este caso impulsados por demarcaciones arbitrarias o directamente tiránicas que los constriñen en sus derechos, y no los corren caníbales descerebrados sino el Estado, aunque sea diminuto, o privatizado y en manos de corporaciones capaces de absorber las funciones públicas de gobierno. Como en el z film, evadirse es impostergable, pero los individuos-presa de los cazadores zombies tenían un norte, un lugar señalado de salvamento, no importa su lejanía, mientras los que huyen del ejido- distopía no saben dónde se dirigen, y las autoridades, adrede, han difundido angustias sin término, desiertos de lo desconocido más allá del muro infranqueable, amén de espiar infinitamente a quienes se atreven a acercarse a él, y sembrarlo de alarmas, cámaras y guardias armados. No quedan alternativas. Los hombres roadmóviles de los 60 y siguientes no objetaban su estándar de personas libres en la ciudadela democrática de la que defeccionaban, pero no eran felices. Ahora sus gobernantes les imparten que son felices sin hacer preguntas, dudar o desobedecer, y decidirán huir entonces para ser libres.

   Claro que no siempre se escabullen de la esclavitud, a veces sencillamente de la muerte o de las consecuencias del desastre general, como padre e hijo en La carretera The road (Jon Hillcoat: 2009). Su tristeza meditativa se debe a la transición hacia ninguna parte, no existen clases ni poder visibles, la civilización se autodestruyó hace pocos años y quedan la anarquía general y la pugna por la comida, canibalismo incluido. Viggo Mortensen y su chico deambulan rumbo al sur —el sur de algo—, no se filman ciudades reducidas a carcasas ni atacantes espásticos en masa, sólo bandidos, un mendigo ciego (Robert Duvall) y un negro al que el papá, entre cruel y principista, despoja de todos sus harapos. La carretera enseña sobre lo que realmente significa el posible infierno territorial, en vez de perderse en un ágape de estudiantinas revoltés —como en Divergent (Neal Burger: 2013) y The maze runner (Wes Ball: 2014) —, cuando ya se solidificó el nuevo orden despreciable. Normalmente se saltea el momento inmediato posterior al apocalipsis, y se parte de la sociedad consecutiva. Como Crusoe y Viernes, él contiene la sabiduría y el niño la inocencia, y atraviesan una isla incivilizada donde ellos mismos vivieron alimentados y bien vestidos. La madre y esposa (Charlize Theron), contraviniendo el precepto, se marchó por cuenta propia, sin poder aguantar más la reclusión que siguió a la hecatombe. El marido (¿viudo?) y padre, tísico, agoniza a lo largo de la caminata. El chico encuentra a una familia sustituta en la orilla del mar; lo adopta apenas muerto papá Mortensen, salida consoladora a un texto que no ahorra lágrimas ni golpes bajos y quiere ser una tragedia hiperrealista de lo aún no sucedido. Filtros amarronados para un cielo tormentoso y ocres para el arenal y las banquinas armonizan el tono pesimista sin concesiones.

Los jóvenes, como se lee, son los nuevos agonistas colectivos; se los preserva y a la vez siempre están a prueba, sin entender para qué, conjeturando un por qué, y van adivinando la competencia eliminatoria entre ellos mientras creen haber logrado una pacificación o el colectivismo de recursos y decisiones. The maze runner (El corredor del laberinto sería su traducción, 2014) iza por un ascensor a los Habitantes, que campan en una planicie cuya frontera la bordea un inconmensurable laberinto, detrás del cual nadie sabe si existe alguna cosa. Allí residen unas arañas ciborgs, los Penitentes (grievers), que jaquean las tentativas de circular completamente los pasadizos sin salida, pero casi sobre el final se nos muestra una maqueta de palillos, el mapa enterizo del maze, y de pronto todo se simplifica: los corredores forman una avanzada que entra y sale, y trae, retenido de memoria, el trayecto para volcarlo en un plano. El liderazgo en lucha, el autoritarismo, la rusticidad de la vida en ese posfuturo —antorchas, una atalaya de troncos, dagas en vez de armas de fuego, chozas y hamacas paraguayas—junto a lo hipercomputado. Como nada debe esconderse al espectador, se llegará al punto de partida de ese destierro, y los muchachos alcanzarán una oficina-laboratorio, señalizado por muertos, donde un video les explicará lo sucedido. La autoridad (Patricia Clarkson) les cuenta cómo una erupción solar “quemó nuestro planeta”, un bacilo liquidó a los supérstites, y se salvó “una generación”, enviada en elevadores a un paraíso intocado, que, como el bíblico, les impone una sola prohibición, atravesar el dédalo. Clarkson se suicida al terminar su relato, el cuerpo yace a unos metros, y otro video, filmado anteriormente, articula una “segunda fase” con los jóvenes que atravesaron el laberinto. En la batidora multigenéro los ordenamientos se refuerzan por si no alcanzara a rendir uno solo: calamidad astronómica + virus ignoto= neofuturismo inmuno-ecológico. El hombre ya desmembró la naturaleza terrestre; peor, los países primermundistas sufrirán desgracias del Tercer Mundo —el hambre—y a pesar de los avances biotécnicos, se abatirá una peste innominada: el zombismo parte de lo segundo, el distopismo de lo primero. Tal así es que a Maze runner 2: the scorch trials (Prueba de fuego, 2015) lo tienta la mezclatina y copula el futuro con los z. El desierto alrededor de la ciudad ruinosa y superpoblada de zombies, el consabido grupo de jóvenes selectos que encuentra a la Resistencia artesanal y desconfiada, la elite higienista (bajo la sigla C.R.U.E.L.) y sus cancerberos, atareados en extraer de los no infectados el antídoto “no importa el precio”. Como en un juego infantil, se rebautizan las cosas simulándolas diferentes, Llamarada se nombrará a la peste z, Right Arm a los maquis de las montañas. De la primera Maze no hay rastros, ni siquiera el laberinto. El fervor exitista de Los juegos del hambre envicia a los productores y en 2018 arriba la tercera Maze, The Death Cure: C.R.U.E.L. necesita atrapar a los jóvenes rebeldes porque son inmunes al virus y de hecho un tren transporta a unos cuantos, que son rescatados en una acción comando; falta recuperar a uno, el chino Minho, y comprobar la supuesta traición de la científica Teresa, y hacia eso se dirigen las largas dos horas y media de metraje. La muerte de aquélla, el torrente de lágrimas que tan prestamente salen de todos los ojos, una nueva aparición y defunción de Ava Paige/Clarkson —que sobrevivió a su suicidio—y del pérfido Janson, el derribo total de la ciudad privilegiada y la aurora de un mundo mejor, frascos de suero curativo formulados con la sangre del héroe y una piedra totémica en cuya piel se burilan los nombres de los supliciados, cierran la trilogía. Persiste la posibilidad de otra moda, las precuelas y el spin off, para narrar el biopic de alguno de los personajes.8 La road-evasión es hacia delante y afuera, claro, pero en las películas distópicas implica retornar, lo que a los fugitivos del zombie jamás (se les) ocurriría, considerando el vaciamiento del lugar de partida. Los new boys and girls desafiantes del sistema volverán para ser ellos, y cambiar la urbs distorsionada de sátrapas, nunca del todo perdida. Queda para la inventiva del receptor si harán realmente una realidad más justa o sólo acondicionarán terapias de maquillaje social, no fuera que estaba todo aceptablemente bien y necesitara apenas un reajuste, consistente en cambiar la edad de los dictadores. Ahí sí, vuelve también el sedentarismo.

   La manada de bandoleros desharrapados y artillados debe mucho a una serie pionera, Mad Max, née australiana (George Miller: 1979, 1981 y 1985) y enseguida exportada. Entre punks-metaleros y musculados de kick-boxing, se los ve subidos a camionetas, tuneadas como minitanques, y se les opone el guerrero solitario —le mataron esposa e hijo—, y en derredor, autopistas yermas que no comunican a ningún lado. Se puede rodar un film futurista de bajo costo y sin efectos: basta ese mundo que dejó de existir y gente sin norte vagabundeando sobre highways. Miller retoma y acrece hasta el orgasmo visual su propia estética de comic en Mad Max-Fury road (2015), ya una carrera sin tregua y siguiendo los patrones distópicos: masa hambreada (en este caso sedienta); guerra abierta por los recursos, ahora la nafta y las armas; un autócrata brutal e insurgentes de distinta pelambre, la rebelde (Charlize Theron/Imperator Furiosa), el que pasa de bando (Nicholas Hoult/Nux) y el renegado solitario (Tom Hardy/Max), a poco de andar envuelto en un propósito grupal que lo trasciende. El execrable gobernante (Hugh Keays-Byrne o Inmortan Joe)  se pone una máscara de calavera, no queden dudas sobre su perversidad. El agua después de una sequía agobiante, la sangre como nutrimento, la gasolina preciosa, descienden la lucha social a los elementos vitales —la ele-mentalidad. Los make-ups sobrecargados, los humanos en distintos grados de reducción a fauna, los buggies tanquísticos almenados de restos industriales y la corrida continua, le dan a Fury road una estimable vocación coreográfica, muy desvencijada por la repetibilidad del relato.

   Los hijos del hombre (Children of men: Alfonso Cuarón, 2006) perfila un futuro más desesperante. Casi no se producen nacimientos, y la caza que sucede al embarazo de una mujer pobre (y negra), motiva el activismo secreto de los insumisos para cobijarla. Pariente de Children se ve Babilonia A. D. (Mathieu Kassovitz: 2008) y sus ramificaciones de rizoma: una chica vidente y encinta genéticamente rectificada, un mercenario que la conducirá a NewYork, una bomba viral esparciendo una enfermedad desde dos años atrás. Su padre biológico la diseñó como un ser optimizado en el vientre de la madre, sacerdotisa de una secta pararreligiosa que quiere procrear un mesías en ella. Las ironías sobre el futuro se citan al pie: una línea aérea pública con el logo de la Coca-Cola, un videowall apabullante en la pared del cuarto de hotel y el diálogo: “¿Puedo apagarlo?” “No, pero puedes cambiar de canal”. Ultraviolet (Kurt Wimmer: 2006), coetánea de Children, antecesora de Babilonia, tiene de actriz a Mila Jovovich, ya entrenada en la rudeza acrobática de Resident Evil. También aquí un asesino —asesina—debe llevar a un niño a buen resguardo de las garras de un tirano, el Vicecardenal, dado que porta un antígeno que revertiría una desfiguración de los humanos, ahora reducidos a hemófagos, o sea, vampiros. Jovovich-Violet queda dulcificada en su saña por el instinto materno (“era humana pero un laboratorio le interrumpió el embarazo doce años atrás”). La redundancia no sólo confunde películas entre sí, sino que, obviamente, las anula. El miedo a la alteridad invasiva se simboliza en la sangre, recuerdo del futuro, regreso del racismo a través de la medicina y no de la prédica etnopolítica nazi, pero conteniéndola en última instancia. Se simplifica el caos total, prenarrativo, al hablar mediante imágenes de televisión de alguna clase de bacteria mórbida en difusión exponencial, y la historia trascurre durante un impasse, cuando se está empollando un profeta, de ordinario un niño, o la revuelta contra el régimen.

 

Conclusión.

De la salida interior al reingreso a la nada

 

La lección del viajero, trotamundos empedernido, descansa en salir para obtener una entrada hacia su ser más íntimo y recóndito, oculto a su conciencia en la vorágine alienadora del convivir. Fue un imperativo sociomoral cuando se sufría la Depresión, que como tal era económica y conjuntamente psicológica; eso quiere decir Henry Fonda en el discurso final de Viñas de ira (The grapes of wrath: John Ford, 1940)9, y su I´ll be there, iré donde los demás se martiricen, solidario e impropio. Resuelta la crisis después de la segunda guerra, el hipismo decidió huir de las ciudades conservadoras, una compensación de un viaje no elegido, el de la juventud americana a Vietnam. Que Wyatt y Billy easy riders vuelvan muertos, asesinados en el Medio Oeste y no en los arrozales de Indochina, significaba la guerra de América consigo misma, insoluble por las armas y las almas. Volver es una forma de llegar, cantó Alejandro Lerner. Cerrándome los ojos/puedo ir mucho más lejos/aunque me quede aquí, decía antes Miguel Cantilo. Es un sentimiento, no puedo parar: los jóvenes viejos del 60 al 80 arden de experiencia, de dinamismo anímico, de abrir la trampa paterna y discutir desde fuera. Debajo del pavimento está la playa, primero apedreamos la cultura de nuestros padres y luego nos vamos de ella, físicamente, espiritualmente, enarbolaban los soixante-huitards, los sesentayochistas. París, Los Ángeles, Buenos Aires, Occidente central o marginal, todos en busca del Otro en uno mismo, y del self en el other.

   También, no olvidarlo, se puede caer en la ruta sin otro objetivo que llegar a tiempo, como el periodista y la princesa de It happened one night (Sucedió una noche: Frank Capra, 1934), y los disímiles hermanos de Rain man. El tema consiste en cuánto nos pasará esa noche o día, y será la autognosis a través del amor, de pareja o fraterno. Los co-pasajeros de Aviones, trenes y autos (Planes, trains & Automobiles: John Hughes, 1987), los entrañables y comiquísimos Steve Martin y John Candy, tienen que llegar a la Navidad y estrechan una absurda y eucarística amistad. En los 90, al fin, se rompe el encantamiento. No hay más caminata, cabalgata, excursión o aventura: hay huida, desesperación, llanura abierta en vez de vías señalizadas con gente andando en ambas direcciones, dédalos en vez de un ancho horizonte, destrucción atrás e incógnita delante. No elegimos al acompañante, ni elegimos salir, no exploramos sino vamos perdiendo —la salud si nos contagiamos de la epidemia, los parientes y amigos si vagamos junto a ellos, lentamente la esperanza—, somos emigrantes, no turistas.

   Nos siguen los caníbales, que es como decir la Historia presuntamente dejada atrás, y los esclavistas post holocausto de la distopía filmada, ya no el tedio del capitalismo exitoso y beligerante, el Estado de Bienestar que expulsa a los cándidos dealers y probadores de LSD de Easy rider. El cine pergeña estas roadruns como demostración del Estado de Malestar. Del cual sólo cabe escapar, nunca irse.

 

 

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