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GUILLERMO MARTÍNEZ

El amor correspondido y
el experimento
de la habitación china

Nació en Bahía Blanca en 1962. Se doctoró en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires. Posteriormente residió dos años en Oxford. En 1988 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos “Infierno grande” (el cuento que le da título fue publicado por The New Yorker). A su primera novela, Acerca de Roderer, traducida a varios idiomas, la siguieron La mujer del maestro y el ensayo Borges y la matemática. Ganó el Premio Planeta en 2003 con Crímenes imperceptibles, novela traducida a cuarenta idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia con el título Los crímenes de Oxford. En 2007 publicó La muerte lenta de Luciana B., elegida por El Cultural de España entre los diez libros de ese año. En 2011 publicó la novela Yo también tuve una novia bisexual. En 2015 ganó el Premio  Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con Una felicidad repulsiva. Su reciente novela, La última vez, es una intriga literaria sobre la ambigüedad de la verdad. Publicó además los libros de ensayos La fórmula de la inmortalidad, Gödel para todos (en colaboración con Gustavo Piñeiro) y La razón literaria. En 2019 obtuvo el Premio Nadal (España) por su novela

Los crímenes de Alicia.

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(Publicado en La Nación, 14 de diciembre de 2003 y cedido por el autor a La Pecera, invierno 2023)

 

En la novela Galatea 2:2 el escritor norteamericano Richard Powers vuelve al mito de Pigmalión en una versión computacional: el protagonista, bajo el desafío de una apuesta, se propone educar a una computadora en el gusto literario, para que pueda emitir un comentario crítico articulado ante cada libro que se le presente. Y de la misma manera que en la obra de Bernard Shaw la piedra de toque del éxito de la educación era conseguir que la florista de los suburbios fuera por una noche, durante una recepción, indistinguible de las damas de la alta sociedad, se pacta que la computadora deberá ser capaz de dar un examen de apreciación literaria que pueda confundirse con el de otro alumno universitario cualquiera.

 

Detrás de una puerta cerrada estará la computadora, detrás de una segunda puerta un alumno brillante de carne y hueso. A la hora señalada las hojas de los dos exámenes se deslizarán hacia afuera. Si un examinador externo no logra discriminar por las respuestas a quién pertenece cada examen, el científico de Powers habrá ganado la apuesta. La recepción de Bernard Shaw y el examen de Powers son dos versiones del test de Turing. El test fue propuesto en 1950 por el matemático y fundador de la computación Alan Turing e intentaba convertirse en un método que permitiera decidir, razonablemente, si una máquina había llegado a pensar. De acuerdo con el test, la computadora, junto con un voluntario humano, quedan ocultos de la vista de algún interrogador, que tiene que decidir quién es quién en una sesión de preguntas dirigidas a ambos. Si el interrogador no es capaz de distinguir por las respuestas al ser humano, la computadora habrá pasado la prueba. El test de Turing está más presente en nuestras vidas de lo que suponemos: el paso al frente en la escuela para dar lección, el detector de mentiras, el interrogatorio que pone al descubierto al replicante en la película Blade Runner, o las pruebas psiquiátricas que deciden si un asesino es o no inimputable son, bien mirados, todas variantes del test. El libro Los anormales, de Michel Foucault, deja ver que un test de Turing psiquiátrico decide en cada época la normalidad y muchas veces la libertad o prisión de un ser humano.

 

Pero también, todo el tiempo, hacemos nuestros pequeños tests de Turing al estudiar en los otros la serie de palabras, gestos, miradas -el conjunto de exteriorizaciones- por el que decidimos si nos mienten, o nos quieren, o si todavía nos quieren.

 

Vale la pena entonces revisar algunas de las objeciones que se le han hecho al test. La primera se debe a John Searle y se conoce con el nombre del Experimento de la habitación china". En una habitación cerrada un hombre recibe debajo de la puerta una lista de preguntas en caracteres chinos. El hombre no sabe una palabra del idioma chino, pero tiene un manual de instrucciones, digamos, chino-castellano, castellano-chino, que le dice cómo proceder para responder las preguntas. El hombre sigue las instrucciones mecánicamente y pasa sus respuestas transcriptas en esos caracteres que desconoce debajo de la puerta. Un observador externo podría jurar que el hombre sabe chino, pero por supuesto no hay ninguna genuina comprensión del idioma. La analogía es clara: la computadora es como el hombre de la habitación china: puede simular entendimiento para un observador externo, pero no tiene comprensión de lo que está haciendo. ¿Puede haber acaso inteligencia sin comprensión?

 

Una segunda objeción al test tiene que ver con la cuestión del tiempo. La sucesión de preguntas dirigidas a la computadora tiene como propósito principal descubrir una impostura, la distancia que hay entre simular inteligencia y ser inteligente, pero una cantidad finita de preguntas sólo permite decir que la impostura, hasta ese momento, no ha sido descubierta. Si el interrogatorio de Blade Runner hubiera terminado con una pregunta menos, el replicante no se hubiera puesto al descubierto. Si la maestra no le hace al alumno la única pregunta que ignora, creerá que lo sabe todo. El test ideal debería ser entonces infinito, o perpetuo, pero esto claramente lo vuelve impracticable para todos los propósitos humanos.

 

 

La tercera objeción involucra lo que podría llamarse la estética de los razonamientos. Es bien sabido que la computadora Deep Blue llegó a derrotar en un match de ajedrez al campeón mundial de los seres humanos. Vistos desde afuera los dos juegan el mismo juego. Pero la computadora -que toma ventaja de su velocidad de cálculo- procede en sus análisis de la manera más burda, con pura fuerza bruta: examina en cada jugada todos los casos, persigue todas las alternativas posibles. El ajedrecista, en cambio, sólo deja filtrar unas pocas variantes interesantes o potencialmente promisorias. Su árbol de búsqueda tiene menos ramas, pero más profundas. En esta economía de recursos, en sus pocas y certeras intuiciones, hay algo que nos parece grato, difícil, admirable. No juegan, en el fondo, al mismo juego. En cada uno de los casos que examinamos la dificultad está en saber qué hay verdaderamente detrás de una puerta cerrada. Pero también las personas somos habitaciones cerradas, o en el mejor de los casos, como en el título de Saer, sombras detrás de un vidrio esmerilado. Quizá la atracción y la perduración de las novelas tenga que ver con la ilusión que nos dan de que podemos conocer por dentro a los personajes. En un largo ensayo titulado Conciencia y la novela, David Lodge demuestra que gran parte de la literatura moderna y contemporánea a partir de Jane Austen y Henry James, se desarrolló sobre la base de una confianza o un escepticismo filosófico sobre la posibilidad de penetrar la conciencia y saber realmente qué piensan y qué sienten los otros.

 

Quise decir algo de esto en la última de mis novelas*. En uno de los capítulos, el protagonista recibe debajo de la puerta una carta de amor. Acaba de estudiar el Experimento de la habitación china y se da cuenta, con alguna desesperación, de que ha perdido confianza en el puente de las palabras. ¿Cómo saber si hay verdadera correspondencia entre los sentimientos? ¿Cómo saber si el amor de la otra persona es tan intenso como el de uno? Mucho antes de Searle y de Turing, un poeta árabe, Qais bin-al-Mulawah, sintió la misma clase de incertidumbre y sólo le quedó un ruego desesperado a un Tercero que pudiera mirar por adentro a los dos:

 

Oh Dios, haz que el amor entre ella y yo sea parejo

que ninguno rebase al otro

Haz que nuestros amores sean idénticos,

como ambos lados de una ecuación.

 

Sí: somos habitaciones cerradas que intercambiamos hojas bajo la puerta en idiomas extranjeros, precarios, tentativos, con la esperanza -como otro ruego- de que no todo se pierda en la traducción.

 

 

*Se refiere a la novela Crímenes imperceptibles.

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