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A LA MEMORIA DE HÉCTOR FREIRE

Actualizado: 27 abr 2023




Un incansable lector, un artista exquisito, un lúcido crítico literario y de cine. Poeta de verdad. Hablo de Héctor José Freire que dio su último aliento al amanecer del 22 de marzo, en una clínica en el centro porteño, donde hacía unos pocos días, lo habían llevado de urgencia.

Gladys fue su esposa y la sacrificada compañera durante una larga convalecencia de cuatro años. Acompañó el dolor, y también la agonía y la angustia con que todo se tiñe alrededor del enfermo. Fue el pararrayos de la peor tormenta de sus vidas. También, a la mujer que dedicó el último libro publicado, con una clara y precisa frase: “estoica paciencia”. La pelea siempre despareja contra un cáncer de páncreas, sumado a la pandemia, apenas son capaces de explicar la entereza y dedicación que encierran esas dos palabras con que Héctor decidió iniciar un libro que es un canto al misterio de la naturaleza y de la vida. El libro se llama “Botánica” (Ediciones del Dock, 2021) y en él se reúnen poemas anteriores e inéditos.

Gladys Goldemberg no lo sobrevivió más que unos meses. Falleció en noviembre de este año.

La meritoria trayectoria de Héctor dejó profunda huella en los que lo conocimos y en quienes lo han leído o escuchado.

Las fotos, las imágenes, sólo pueden ocultar más de lo que pueden mostrar. Son la presencia de una ausencia –como le gustaba decir a Héctor- y, en su caso, una presencia llena de citas y comentarios, humor negro y críticas certeras, pasión y amor por la poesía, el arte y la música. Inteligente y agudo, como pocos, un verdadero observador.

En uno de sus numerosos ensayos, propuso escribir la historia del cine a partir de la representación de los rostros. Sabía del lugar que ocupan tantos rostros pintados, fotografiados, filmados cuyos originales han desaparecido. Respondemos con las imágenes a la destrucción del tiempo. “El rostro cuenta su vida, como una piedra su milenario pasado…Pero también dice su futuro, es una mina de oro abierta a la mirada que lo contempla”.

En ese mismo artículo, confiesa una intimidad: “Mi madre murió hace muchos años. Pero al mirar su rostro enmarcado en la fotografía, no sólo sigo queriéndola, sino que ella también sigue queriéndome. Así es como sobrevivo”

Sus últimos meses, buscó refugio y aislamiento. El departamento casi a oscuras, olía a sahumerios y latía con la música incesante de spotify. Apenas si atendía el teléfono y llenaba las horas del día y de los insomnios con dibujos, y cuadernos enteros de notas. Su último entusiasmo lo obtuvo a través de un microscopio con el que observaba hojitas secas, cortezas e insectos. Se extasiaba en lo que él llamaba una pintura abstracta que se perfecciona en lo diminuto e invisible.

Siempre recordaba sus inicios en los talleres literarios de Elizabeth Azcona Cranwell, la traductora de la obra de Dylan Thomas. Con ella, fue conociendo a poetas amigas, como Alejandra Pizarnik y Olga Orozco. Con su prodigiosa memoria, citaba el libro “De los opuestos” de Cranwell, publicado por Editorial Sudamericana, con comentario de Jorge Luis Borges, y contaba cómo le había impresionado: “Recuerdo dos poemas del libro: “La mudez del poeta” (dedicado a Rimbaud) y “Las voces que destruyen”, que según Borges parecen dictados por dos pasiones: “la de sentir y la de comprender lo sentido”. Esas dos marcas las reconocía y cultivaba en su propia poética que podemos ubicar en una constante histórica de poesía de pensamiento, desde Macedonio, Borges o Juárroz, hasta Joaquín Giannuzzi o Irene Gruss.

De nada vale ahora, hablar sobre el olvido, el ninguneo y la falta de reconocimiento. A todos, en una u otra forma, nos alcanzan las generales de la ley y la fatalidad de nuestra siembra en el viento. Héctor sabía de estas cosas cuando afirmaba: “Aprendí que la poesía es una espinosa rosa que crece en el centro del jardín de las vanidades”. Para él escribir era descubrir la “duración inmóvil” del mundo y la realidad: una gradual acumulación de pequeñeces visuales que permiten construir una mirada penetrante.

“Siento alivio”. Son las dos palabras de despedida que me dijo, en su casa, unos días antes de que la morfina y el cáncer sellaran para siempre su lengua. Los médicos ya habían confirmado que no había ningún tratamiento y, tampoco, ningún otro martirio ni tortura que prolongara el sufrimiento. A eso se refiere en el poema “Confesiones de un paciente de alto riesgo” cuando dice:


“Mordí el anzuelo de la muerte. Y ahora

estoy luchando como un pez desesperado

por sobrevivir.

Los días se suceden lentamente,

se parecen a mí. Y yo ya no me parezco

a mí”.


Cada lector que encuentre uno de sus poemas podrá entender cómo la belleza y la agonía pueden sobrevivir en feliz amistad sin dejar de discutir un sentido último a la vida y a la muerte.

Hasta siempre mi querido amigo.


Osvaldo Picardo

 



(Buenos Aires, Argentina, 1953- 2022). Profesor en letras -UBA-, crítico literario y de cine. Se desempeñó como profesor en el Centro de Pedagogías de Anticipación, en Capacitación Docente de la Secretaría de Educación de Bs.As. Dictó cursos de Literatura y Cine, Cine y Poesía, Pintura y Cine, y Talleres literarios en distintas instituciones y universidades. Fundador de la Primera Escuela Literaria del Teatro IFT (“Idisher Folks Teater”). Fue Jurado del Fondo Nacional de las Artes (género ensayo). Formó parte del consejo de redacción de la revista Topía –psicoanálisis, sociedad y cultura. Fue jefe de redacción de la revista de poesía Barataria y codirector de la revista cultural La Pecera. Es responsable de las secciones arte y erotismo de la revista El psicoanalítico. Fue integrante fundador del Grupo de Investigación (filosofía, arte y psicoanálisis) Magma y secretario de la ONG del mismo nombre, y fue el compilador junto a Yago Franco y Miguel Loreti del volumen “Insignificancia y autonomía (debates a partir de Cornelius Castoriadis)”.

Recibió el premio y la beca a la Investigación Literaria Ciclo 2003, otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, por su proyecto Poesía Buenos Aires (1980/1990).

Ha publicado los libros de ensayo: Literatura y cine (1996); Sostiene Tabucchi (1999); De cine somos: críticas y miradas desde el arte (2007); Insignificancia y autonomía –debates a partir de Cornelius Castoriadis– (2007); El cine en su laberinto –literatura, pintura y sociedad– (2009); Cine en tiempos de insignificancia (2013) y El cine y la poesía argentina –ensayo y antología– (2013).



En poesía, ha publicado: Quipus (1981); Des-Nudos (1984); Voces en el sueño de la piedra (1991); Poética del tiempo (1997); Motivos en color de perecer (2003, Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Satori, poemas sobre pinturas y películas (2010). El último libro publicado fue Botánica, antología poética (2021). Inéditos todavía: Derivas de la poesía (parcialmente publicado en La Pecera N.E., 2020); Paisajes prestados y La amenaza de lo breve.





Del libro Botánica.



LAPACHOS




Flores sobre la copa de los árboles,

un jardín aéreo en la memoria

profunda de las nubes que crea

su propio espacio donde jamás estuvo.

Las luces violetas se disuelven en caída libre:

es un decir del tiempo que se acaba.


Cada primavera los lapachos están

más cerca de los últimos que tendremos.



PARADOJA




El mayor prodigio del tiempo

es permanecer inalterado.

De ahí la sensación de haber vivido

ya este momento, pero en otro lugar.

Es como ese árbol de luz que crece

hacia abajo para que sus raíces

se nutran de las sombras.


Los árboles más altos son los que

crecen en la sombra más oscura.



BAOBAB




La silueta de un árbol apareció en el horizonte:

un tronco lleno de grietas.

Parece enorme en relación con su modesta altura.



Las ramas desnudas se alzan gruesas

y cortas hacia el cielo.

Este árbol africano, cuyo nombre significa

mil años, por su fabulosa longevidad,

¿es un elefante vegetal o un baobab animal?



El tronco es hueco como una chimenea

y sirve de sepulcro.


Al corazón del árbol, de muy lento crecimiento

se incorpora el cuerpo del muerto,

quien renace en forma vegetal.





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