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Teresa de Miguel de Unamuno o la necesidad de la poesía

 

por Marta B. Ferrari

“Los grandes falsificadores pictóricos padecen una notoriedad que puede llevarles a los tribunales y a las páginas culturales de los periódicos, esos dos laberintos. No sucede lo mismo con los falsificadores de manuscritos literarios, que ven reducida su esperanza de escándalo a los atribulados debates de los filólogos, los grafólogos y los peritos de las empresas de subastas”.

 

 

Felipe Benítez Reyes, Vidas improbables.

            El año de composición de Teresa, 1923, fue para Miguel de Unamuno un año de apabullante producción periodística en la que da cuenta, una y otra vez, de la honda crisis histórica que sufre su país. Colette y Jean-Claude Rabaté, sus biógrafos, contabilizan la escritura de entre catorce a veinte artículos mensuales para medios españoles y americanos (2009: 436). Sin embargo, en carta a José María de Cossío, en mayo de 1923, Unamuno confiesa: “nunca he hecho tantos versos como en estos días” (Rabaté, 2009: 438).

            Efectivamente, Unamuno contextualiza con precisión el momento y el lugar en que compone esta obra poética y lo hace desde la sección final de su libro, la “Despedida”: “Estas líneas las estoy escribiendo, en unos días plácidos y sosegados de mediado septiembre de este año de 1923, el de las Responsabilidades, en estos días en que empiezan a amarillear las primeras hojas del otoño y en este plácido y sosegado retiro de la ciudad de Palencia.” (Unamuno, 1999: 746). Las “responsabilidades” a las que alude Unamuno se asocian directamente con los debates parlamentarios en torno a la figura del rey Alfonso XIII y su vinculación con el desastre, en 1921, de las tropas españolas en Marruecos, conocido como “El desastre de Annual”, episodio histórico que derivó en el golpe de estado de 1924 y en la dictadura de Miguel Primo de Rivera.

            Prosigue Unamuno en la “Despedida”:

 

 

Las escribo en días de agitada historia patria, en que unos más que adultos señoritos, atolondrados mozos de canas, sin meollo en la sesera y obsesionados por la masculinidad física, por el erotismo de casino, se ponen a jugar a la política (…) henchidos de frivolidad castrense. Las escribo en días en que me ha hecho sonrojarme un cierto manifiesto que huele a las heces de una noche de crápula… (746)

            El “Manifiesto” al que se refiere no es otro que el pronunciado en septiembre de 1923 por el general Miguel Primo de Rivera: “Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la Patria preparamos. ¡Españoles! ¡Viva España y viva el rey! (2009: 440). Pocos días más tarde, en el mismo mes de septiembre, Unamuno publica un manifiesto destinado a los jóvenes y titulado “Ante el nuevo curso” en el que contesta a Primo de Rivera: “Cultivad la inteligencia. La inteligencia que es la salud, y la fortaleza, y el valor, y la voluntad. Porque la voluntad, que es racional, es inteligencia. Y es humana. Humana y no varonil (…). Ni la voluntad ni la inteligencia  son cosas masculinas. Están por encima de las groserías del sexo”. (2009:442)

            En esta obra, Teresa, Unamuno va a contraponer  la “física del amor” (la erótica) a la “metafísica del amor” (la meterótica) dando voz, una voz romántica y demodé,  a esta eterna, intrahistórica pareja de enamorados que viven su hora, alejados de “la pesadumbre del siglo” (747): “¿Se habrán enterado -se pregunta el autor- de que acaba de plantearse en España la dictadura militar?”.[1]

            Teresa. Rimas de un poeta desconocido presentadas y presentado por Miguel de Unamuno es un libro que cuenta, en palabras de su autor, una “vieja historia romántica”, una historia “sencillísima y muy vulgar, más bien cursi”, y lo hace desde una mirada metafísica del amor. La pregunta que inmediatamente se nos plantea es cómo se inserta un libro como éste en un contexto histórico-biográfico como el que venimos refiriendo. Por ahora sólo citemos otro pasaje de la “Despedida”, en el que leemos:

 

Y a la desesperación que me invade al oír a cuatro botarates jerárquicos hablar de su moral y su doctrina y proclamarse casta, le busco consuelo en la lectura y el arreglo de estas Rimas, que en las alas de las horas se alzan por encima de la pesadumbre del siglo, y dejo que pase la película de los héroes casineros. Cosas más eternas tengo a la vista. (746)

 

             Teresa es uno de los libros más singulares de su autor y, quizá, uno de los menos conocidos. Escrito en 1923, se publica al año siguiente (cuando Unamuno ya estaba en el exilio) con un Prólogo de Rubén Darío titulado “Unamuno, poeta” que es, en realidad, una nota aparecida en el periódico La Nación de Buenos Aires,  compuesta en 1909.[2] En ella, Darío defiende a Unamuno de las críticas suscitadas por su primer libro de poemas, Poesías (1907), afirmando rotundamente que “Miguel de Unamuno es ante todo poeta, y quizá sólo eso” (1999: 603). El talante generoso y humilde de Rubén lo llevan a reconocer:

 

el canto quizá duro de Unamuno, me place tras tanta melíflua lira (…) Y ciertos versos que suenan como martillazos, me hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno, o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito (1999:609).

            Sin embargo, habrá que esperar al año 1916, año de la muerte de Darío en Nicaragua, para leer el arrepentido testimonio unamuniano, el de quien sabe no haber sido ni tan bueno ni tan justo como lo fue con él el poeta americano:

 

Quería alguna palabra de benevolencia para sus esfuerzos de cultura (…). Era justo y noble su deseo. Y yo, arando solo mi campo, desdeñoso en el que creía mi espléndido aislamiento, meditando nuevos desdenes, seguí callándome ante su obra (…) ¿Por qué en vida tuya, amigo, me callé tanto? ¡Qué sé yo…! ¡Qué sé yo…! Es decir, no quiero saberlo. No quiero penetrar en ciertos tristes rincones de nuestro espíritu. (1916: 1-5)

 

            El libro consta de un corpus poético, las 98 rimas y la Epístola en tercetos encadenados a cargo del apócrifo poeta Rafael que funcionan a modo de Cancionero amoroso, y un marco en prosa constituido por una “Presentación”, unas “Notas” (una suerte de metacrítica de las rimas)[3] y una “Despedida”, a cargo de Miguel de Unamuno.

            La “Presentación” se abre apelando al clásico recurso del transcriptor-copista de unos versos compuestos por un muchacho “herido de mal de amor y de muerte” (1999: 611), de quien sólo conocemos su nombre de pila, Rafael, y el de la muchacha que los inspiró, Teresa, muerta de tisis poco tiempo antes. Al modo cervantino, leemos al inicio: “Hará cosa de año y medio recibí de una pequeña villa, cuyo nombre, fiel a una promesa, que estimo sagrada, no he de revelar, una carta de un muchacho” (1999: 611). En este poemario el autor recurre a una figura que funciona como su alter ego, el poeta Rafael, un “yo ex-futuro” del propio Unamuno: “uno de los míos que dejé al borde del sendero” (1999:611). A Unamuno  siempre le ha preocupado el problema de lo que llamaría “mis yos ex-futuros, los que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida”, para concluir: “Es el fondo del problema del libre albedrío” (1999: 808). Efectivamente, este libro bajo la engañosa apariencia de un diálogo entre maestro y discípulo, no hace sino enfatizar la central problemática unamuniana del sujeto al plantear, como señala Jesús Maestro, el fenómeno del doble, de la otredad, de la posibilidad, en fin, de interpretar la poesía como ficción (2003, 152).

            Este discípulo ficticio del autor es una suerte de heterónimo que compone las casi cien rimas de corte becqueriano -recordemos que Bécquer escribe 96 rimas- que integran el corpus poético de Teresa. La identificación entre Rafael (muerto también de tisis poco después que su amada) y el autor surge de inmediato, y el argumento está puesto paradójicamente en boca del propio Unamuno cuando afirma, retomando casi literalmente los versos de su “Credo poético” -“piensa el sentimiento, siente el pensamiento”-, que Rafael “era poeta que pensaba sus sentimientos y sentía sus pensamientos” (612). En otras ocasiones justifica tales semejanzas argumentando que “mis escritos influyeron poderosamente en la formación de su espíritu” (613) y que entre ambos existía “cierto íntimo parentesco de espíritu” (617), recurso similar al que utilizara en el Prólogo de Niebla cuando afirma que entre Víctor Goti y él, Miguel de Unamuno, existe algún “lejano parentesco ya que su apellido es el de uno de mis antepasados”, equiparando niveles existenciales que no hacen otra cosa que socavar la credibilidad autoral. [4]

            Pero como ocurre siempre con Unamuno, la pretendida sagacidad de nuestra lectura crítica se enfrenta, ante todo, con la conocida tesis del autor según la cual “don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes” (Unamuno, 1979: 199), y en segundo término  con la prevención del mismo autor quien se nos adelanta alertándonos que el suyo es un “relato históricamente histórico” (613), que “Rafael de Teresa ha existido real y verdaderamente”, y que nadie tiene motivos fundados para sospechar que él haya inventado un ente de ficción para hacerle decir cosas suyas. Nos informa, incluso, sobre el caso, cronológicamente cercano, del poeta italiano Olindo Guerrini (1845- 1916) quien apela a variados nombres para enmascarar su identidad y firmar sus propias Rimas. [5] 

            Dentro de la serie literaria hispana, el antecedente más remoto de un procedimiento de falsificación semejante lo hallamos, quizá, en las Rimas divinas y humanas del licenciado Tomé de Burguillos, compuestas hacia 1634 (casi tres siglos antes que Teresa) por Lope de Vega en elogio de la lavandera del Manzanares, doña Juana de Guardo.[6] Muchas son las coincidencias, la invención de un autor exento, la elección del formato de las “Rimas” de clara herencia petrarquista, el empleo de un alter ego del autor, la consiguiente relegación del autor al papel de mero editor y dedicador de la obra, la mención en el corpus poético del nombre del propio Lope, el diálogo entre ambos poetas y con la tradición, y el ser, en ambos casos, obra de senectud. De hecho, leemos en la “Presentación” de Unamuno: “Mas no es de creer, por otra parte, que se le ocurra a nadie pensar que cuando me falta apenas un año para cumplir los sesenta vaya, en un veranillo de San Martín romántico, a resucitar lo que entre la mocedad de hoy colijo que nacería muerto” (613).

            Del mismo modo que Unamuno nos advierte de que lo suyo no es ficción sino verdad, Lope abre su Prólogo con las siguientes palabras: “Para hacer ver a los que no creen, que el Licenciado Tomé de Burguillos, fue hombre real y no fingido, y que sus obras no son de Frey Lope de Vega Carpio, se ha trabajado una disertación, en que se demuestra con bastante evidencia la vida de este autor y el mérito de su obra”.

            En toda la obra poética unamuniana aparece en más de una ocasión el recurso a la autonominación. La mención del nombre propio enunciado desde una tercera persona (como ocurre en el subtítulo de Teresa) dota a dicho enunciado de una distancia que permite la reflexión sobre sí mismo siendo otro; leemos, por ejemplo, en Rimas de Dentro: “De este pobre Unamuno,/¿quedará sólo el nombre?” (1999:569), versos que nos devuelven, por una parte, a su obsesiva problemática ontológica/metafísica, por otro y simultáneamente, a la alta conciencia que el autor tenía de sí mismo como escritor, cuyo nombre de autor perviviría a la muerte física del hombre. Aquí, en Teresa, Unamuno vuelve a cuestionar  el propio nombre de autor cuando afirma: “Y no es el amor del nombre o de la fama, ¡no! Se busca a las veces la inmortalidad en el pseudónimo, en el anónimo; en realidad de verdad, en lo que se busca es en la obra” (616).

            Como vemos, el libro ostenta un ejercicio de doble falsificación, por una parte, leemos vidas ficticias (las falsas biografías de Teresa y de Rafael), y por otra, leemos poemas igualmente apócrifos. El lector de este libro se halla así frente a vidas y escrituras ficcionales en el sentido más literal de la expresión. Sin embargo, conviene ir deslindando algunos matices conceptuales implícitos en estos juegos de duplicación porque como señala Philippe Lejeune el seudónimo, más próximo a la voluntad ocultadora de la máscara, “es simplemente una diferenciación, un desdoblamiento del nombre, que no cambia en absoluto la identidad” (52), algo bastante distinto de lo que ocurre con los apócrifos o heterónimos.[7]

            Cabe añadir que la existencia de estos seres ficticios es afirmada, incluso, fuera del marco estrictamente ficcional de la obra que aquí nos ocupa. Al menos en tres artículos de los que Unamuno publica en periódicos y revistas argentinas de la década del ´20, hace explícita referencia a la existencia del poeta Rafael, a los diálogos mantenidos con él a través del tiempo, a las rimas compuestas con motivo de la muerte de su novia, Teresa, así como a la próxima aparición de las mismas en una edición anotada por él mismo. En el libro Vidas posibles, Maite Alvarado y Jacobo Setton afirman acerca de las biografías apócrifas que éstas “sacuden la estructura biográfica tradicional, corroen las figuras de sus protagonistas en la medida en que narran la vida de antihéroes, acciones frustradas, hechos infames e irrepetibles que en el relato de la Historia, no son ni serán narrados” (177). Renunciar a la exigencia de veracidad significa simultáneamente abrir el juego a la conjetura, a lo posible o no, a lo  probable o improbable.

            Sin embargo, en las biografías ficticias -este “microgénero de las vidas imaginarias” en términos de Hualde Pascual (218)- que preceden a los textos apócrifos se incluye un sinnúmero de nombres de escritores reales, “nombres de autor” empíricamente verificables que incrementan de este modo el efecto de  ambigüedad -entre muchos otros nombres, se destaca la influencia ejercida por Bécquer, Querol, Campoamor, Medina, Machado[8] y Ausias March, sobre Rafael- porque, como nos alerta Liliana Swiderski en su excelente ensayo sobre Antonio Machado y  Fernando Pessoa, “los datos concretos sobre la vida de las ´personalidades literarias´ fomentan la ilusión de su extratextualidad y de su autonomía respecto de la voz del autor; y con ello problematizan aún más la relación entre la vida y la obra, siempre tortuosa para la literatura” (91). Esta proliferación de referencias a personalidades empíricas conviviendo en un mismo espacio textual con las personalidades literarias nos llevan a sospechar que más que hablar de su biografiado al autor le interesa posicionarse respecto de todas las demás tendencias estéticas que conviven en el campo cultural nacional e internacional de comienzos del siglo XX.

            Como señalábamos anteriormente, nos encontramos aquí con una biografía sintética -recordemos que “la construcción de biografías ficcionales es un pilar fundamental para distinguir apócrifos de pseudónimos” (Swiderski, 116)[9]-,  en la que el autor opera la reducción de una vida a unos pocos renglones a través de la hipertrofia de  ciertos rasgos. María Consuelo Belda sintetiza este perfil del siguiente modo:

 

Unamuno presenta a Rafael como el modelo de un poeta en formación: aquel que no se deja llevar por modas o corrientes programáticas, aquel que no busca el esnobismo o fama, que no quiere romper con la tradición sino beber en ella por medio de la lectura; que elige un guía, que explora los recursos expresivos del lenguaje…en resumen que se busca a sí mismo (a Dios y a los demás) por medio de la poesía. (236)

 

            Si bien no podemos afirmar que la vida de estos seres ficcionales sea una derivación de la obra ni tampoco lo contrario (que ésta proceda de aquella),  el énfasis parece estar depositado menos en el elemento biográfico que en la obra en cuestión. Aquí no se nos describe a ningún personaje; es más, el Unamuno ficcionalizado de Teresa confiesa: “Le pedí un retrato de su enterrada novia y me contestó: “No, no se lo envío, ya que no puedo darle los ojos del cuerpo de mi alma. Le parecería a usted peor aún que fea, vulgar, insignificante” (622).

            Por una parte, la figura del autor/narrador se ve reducida (aunque como veremos, sólo en apariencia) a la de mero transcriptor de unos textos poéticos; por otra y simultáneamente, él es la única instancia transtextual que permanece constante atravesando la multiplicidad de voces y retratos que configuran esta mistificación poética. En este sentido, Liliana Swiderski denuncia con gran lucidez la paradoja que subyace a estas falsificaciones literarias cuando afirma que la figura autoral se anonada como autor de obras pero se autoafirma como autor de autores, y agrega:

 

Si la pluralidad de nombres a los que se atribuye la obra redunda en el debilitamiento del nombre de autor -lo que ha sido visto por muchos como un anticipo de la posmodernidad-; simultáneamente, el hecho de que el autor sea capaz de otorgar nuevos nombres, de provocar y dirigir la proliferación de máscaras, lo convierte en un demiurgo, un genio creador (23).

 

            Como es sabido, la problematización de la categoría autoral (y con ella la cuestión de la fragmentación del sujeto y del principio de identidad) ocupa la escena literaria de fines del siglo XIX y principios del XX de la mano del simbolismo/modernismo y la vanguardia. Se trata de textos que ponen en cuestión al sujeto monológico propio del romanticismo, al “yo satánico” del que renegaba Unamuno. Como se advierte, el prolífico escritor vasco apela a esta incipiente figura de un heterónimo para la misma época en que lo hace Pessoa y poco antes de que lo hicieran Machado y Max Aub, otro autor de peculiar biografía, cuya singularidad lo hizo amigo de las máscaras o las biografías imaginarias como la del poeta Luis Alvarez Petreña o la del pintor Jusep Torres Campalans. [10]

            Decíamos que Teresa es también un diálogo o contrapunto poético entre maestro y discípulo; un diálogo a través del cual Unamuno va reconfirmando una por una sus conocidas convicciones poéticas. Así, a la rima XIII de Rafael que comienza con estos versos: “Me muero de un mal cursi, Bécquer mío;/ se me agota el pulmón” (647), Unamuno le responde con otra rima en la que se pronuncia críticamente contra ciertos clichés de un romanticismo pasado de moda pero sobre todo, se pronuncia contra la vanguardia de los jóvenes ultraístas que iniciarían el camino de  la desromantización de la poesía moderna:

 

Volverán las oscuras golondrinas...

¡vaya si volverán!

las románticas rimas becquerianas

gimiendo volverán.

Volverán los gastados suspirillos;

la vida los traerá…

Y las pobres muchachas pueblerinas

de nuevo los dirán.

Mas los fríos refritos ultraístas,

hechos a puro afán,

los que nunca arrancaron una lágrima,

¡esos no volverán! (617)

 

            En este punto, en la descalificación de los jóvenes vanguardistas, “esos supuestos revolucionarios estéticos”, “esos cerebrales sin corazón”, maestro y discípulo coinciden: “no están mal en lo programático pero al ir a realizarlos no cumplen sus propios propósitos y promesas” (636). En el Prólogo al Cancionero, compuesto durante su destierro en Hendaya, Unamuno también se pronunciará en contra de la “poesía pura”:

 

Y quiero (...) decir algo de eso que aquí, en Francia, han dado en llamar poesía pura. (...) ¿Continente puro, sin contenido? ¡Imposible! (...) La poesía impura, con aleación de retórica, de lógica, de dialéctica es más dura y más duradera que la poesía pura. Esta poética impureza, esta vena de pasión humana les dará duración a estas mis canciones, que no han de salvarse del olvido por los primores puramente poéticos de lenguaje. (2002: 70)

 

            Otro de los hitos de su teoría estética, la defensa de la dimensión especulativa del lenguaje poético es abordado en esta misma “Presentación”; Unamuno nos recuerda un ensayo del filósofo estadounidense Josiah Royce en el que éste se manifestaba en contra de la reflexión en poesía:

 

No pueden tener la emoción pura, o, si pueden tenerla, no pueden cantarla pura y simplemente. El demonio de la reflexión está susurrando de continuo al oído del cantor.  (…) en este siglo el poeta  (…) se ve forzado a buscar semejante unión del pensamiento con la emoción como jamás se le pidió antes a versificador alguno. (1999, 627).

 

            Ante lo cual nuestro autor responde con una pregunta -“Pero (…) qué es eso de emoción pura, sin elemento reflexivo y especulativo?”- y con un romance en el que contesta otra rima de Rafael -la que comienza con el verso: “Me dice, don Miguel, que metafísico/ me ha hecho el amor en agonía lenta” (659)-, negando la frialdad tradicionalmente asignada al conceptismo:

 

Sentí que estaba pensando,

pensé que sentía y luego

vi reducirse a cenizas

mis pensamientos de fuego.

Si hay quien no siente la brasa

debajo de estos conceptos,

es que en su vida ha pensado

con su propio sentimiento;

es que en su vida ha sentido

dentro de sí al pensamiento (629).

 

            Enterado de la muerte de Rafael, Unamuno intenta componer un poema de despedida pero desiste porque “el lápiz me temblaba en la mano y no es este temblor el más a propósito para expresar con la adecuada pureza nuestra pena” (636), y  atribuye al poeta y filósofo alemán Friedrich Vischer la siguiente reflexión que opera en idéntico sentido del becqueriano “cuando siento no escribo”: “En la sentencia horaciana  ´si quieres hacerme llorar, es menester que te haya dolido antes´ la mayor fuerza estriba en el ´antes´, ya que no es la mano del calenturiento la más hecha para describir la fiebre”. (1999, 636).

            Las Rimas de Rafael, escritas todas ellas bajo estrictos moldes estróficos, métricos y rítmicos le sirven a Unamuno para postular, una vez más, sus conocidas tesis estéticas, por ejemplo, su aversión a la rima, sobre todo la consonante: “Y digan lo que quieran, no veo que el consonante sea una excelencia artística, sino más bien un elemento que recuerda el tamboril de los negros africanos” (Yndurain, 1969: 61) o  “La rima establece un elemento de asociación externa de ideas buena para quien hace poesía de fuera adentro” (Blasco, 120).[11] Y en esta última apreciación parecen resonar las palabras de Maragall, quien en 1907 en carta a Unamuno le decía respecto de su primer libro de poemas recién aparecido: “Ya le tengo, helo aquí en mis manos, este deseado y querido libro; ya tengo a usted conmigo para siempre. Es un poeta, es el poeta castellano de nuestro tiempo, poeta al revés o, al menos, al revés nuestro; poeta de dentro a afuera” (Garciasol, 67).

            Teresa es un caso claramente unamuniano de indefinición o de confusión, como le gustaba decir a su autor, entre ficción y realidad, también de confusión  genérica; de hecho ha sido evaluada a lo largo del tiempo como libro de poesía, como novela, incluso como novela lírica o novela, epistolar. Teresa es, a su vez, como lo será el Cancionero para el escritor vasco, un “testamento poético” (613) o una “biografía en verso” de su autor, el ficticio poeta Rafael. Como bien lo sintetiza Francisco Blasco:

 

Lo que pretende es reflexionar sobre la necesidad de la poesía; repensar una poética frente a lo efímero de la vanguardia, y demostrar la justificación moral de la misma, al ser integrada en un proyecto total de la vida. Su opinión -y la de su Rafael- es bien clara: la poesía - canto o grito-, que es lo contrario a la historia, se identifica con lo eterno. (40)

 

 

            Líneas arriba nos preguntábamos cómo se inserta un libro como éste en un contexto histórico-biográfico como el que hemos referido. La respuesta, insinuada en este libro, la encontramos perfectamente enunciada en el siguiente, en Cómo se hace una novela, ese otro texto inclasificable que Unamuno compone en los años del destierro, donde afirma:

 

Existen desdichados que me aconsejan dejar la política. Lo que ellos con un gesto de fingido desdén, que no es más que miedo, miedo de eunucos o de impotentes o de muertos, llaman política y me aseguran que debería consagrarme a mis cátedras, a mis estudios, a mis novelas, a mis poemas, a mi vida. No quieren saber que mis cátedras, mis estudios, mis novelas, mis poemas son política” (1970, 164).

 

            Resulta inescindible, creo, el íntimo entrecruzamiento que en la vida y en la obra de Unamuno se verifica entre creación literaria e intervención política. La estructura misma del libro - la poesía de las rimas y la prosa de los comentarios co y contextuales- no nos habla de otra cosa, y así lo admite el propio autor: “Pero ahora, según voy viendo mi obra, me doy cuenta de todo el valor de este enmarcamiento de Teresa. ¡El valor de un marco! El marco, a la vez que aísla al cuadro del ámbito de grosera realidad que suele cercarle, suele relacionarle con él” (745). El marco representa, para decirlo en términos hegelianos, “la prosa del mundo”, es ese “ámbito de un gris crudo” (745), mientras que la pintura en sí será “la poesía del corazón”, “esa pintura de verde de fin de invierno, de azul pálido de tarde de tormenta, de rosa de puesta de sol” (745).

            Sus entes ficcionales conviven con una multitud de “seres de carne y sangre y hueso”, como decía Unamuno. En este libro se alude directa o indirectamente a Cervantes, a Dante, a Freud, a Walt Whitman, a Goethe, a Espronceda, a Robert Browning, a Anvers, a Pereda, a Aristóteles, a don Juan Manuel, a Maragall, a Palacio Valdés, a Schopenhauer, a Leopardi, a Rubén Darío, a Petrarca, a Píndaro, a Antonio Machado, a Lope, a Góngora, a Espronceda, al Duque de Rivas, porque Teresa es, ante todo, un libro que nos habla de la persistencia y de la necesidad de la poesía, y así lo expresa a través de los versos del Don Juan de Lord Byron,  cuya traducción intento aquí:[12]: 

 

Y, sin embargo, aún habrá poetas: aunque la Fama sea humo,

sus vapores son incienso para el pensamiento humano;

Y los sentimientos inquietantes, que despertaron  la primer

música en el mundo, buscarán lo que buscaban entonces:

Como en la playa donde las olas finalmente  rompen,

Así, hasta el margen extremo, las pasiones empujaron

A la poesía, que no es sino Pasión.

O, al menos, lo era, antes de convertirse en moda.

 

 

 

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