“No te despido porque te llevo conmigo”
Miguel de Unamuno
“Aquí hay de todo: notas de viaje, descripciones, apuntaciones personales, impresiones, observaciones, chinchorrerías y esqueletos de articulillos que me ha sugerido lo que he visto o el aire que he respirado” (2017: 17). Así comienza el libro de Miguel de Unamuno aparecido hace sólo un par de meses y titulado por su editor Pollux Hernúñez, dramaturgo, traductor y filólogo clásico, Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza. Se trata de dos cuadernos autógrafos inéditos hasta hoy, que se hallaban desaparecidos desde hace décadas pero de cuya existencia sabemos por el propio Unamuno quien hizo referencia a ellos en su epistolario y que actualmente son propiedad de un coleccionista anónimo que lo adquirió hace años junto con otros papeles en el mercado extranjero. El libro aparece cuando se cumplen exactamente 80 años de la muerte del autor y se liberan consecuentemente los derechos de propiedad intelectual; como admite el mismo editor “si el libro se hubiera publicado hace tres meses algún familiar de Unamuno podría haber dicho: ´Yo no quiero que esto se publique´”. (La Vanguardia, 31/1/2017)
Si bien es la última publicación que conocemos del escritor vasco, muy probablemente haya sido -exceptuando algunas colaboraciones periódicas- lo primero que escribió, en 1889 cuando contaba con veinticinco años. El mismo editor da cuenta en el Prólogo de las posibles circunstancias que justificarían la tardía aparición de este libro, por un lado el temor a la censura por el radicalismo de algunas de las opiniones del autor sobre figuras de la política contemporánea y por otro, la temprana desaparición del manuscrito que ni siquiera figura en el inventario que los herederos de Unamuno donaron a la Universidad de Salamanca en 1967. De todos modos, por testimonios recabados de su epistolario, sabemos que el propio Unamuno no estaba convencido de la conveniencia de su publicación; lo consideraba “algo así como un documento privado y personalísimo”, compuesto sólo para sí mismo -“desahogos de un muchacho”, dirá- y “sin el menor propósito de que fuese jamás publicado” (2017: 7). Sin embargo, algunas impresiones fragmentarias de su paso por Pompeya, Florencia, Marsella y París las podemos encontrar en artículos publicados unos pocos años después en periódicos de España, Francia e incluso en Caras y Caretas de Buenos Aires.
Se trata del diario de un viaje en tren que emprende a fines de junio de 1889 junto con su tío y un amigo de éste a lo largo de un mes y medio recorriendo Italia, Suiza y Francia. Para contextualizar mínimamente la circunstancia de escritura de este Diario, hay que recordar que en 1884 Unamuno regresa a Bilbao con su título de Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Central de Madrid, y allí acomete la ardua tarea de obtener a través de oposiciones una cátedra de Instituto o de Universidad. Efectivamente este empeño le insume cinco años en los cuales intenta infructuosamente obtener una plaza en diversos Institutos y Universidades de toda España. Incluso un mes antes de emprender el viaje al que aquí nos referimos se presenta para cubrir el puesto de Archivero y Cronista en la Diputación de Vizcaya, puesto que finalmente obtiene su contrincante, hecho que motiva la airada reacción de Unamuno tal como puede leerse en El noticiero Bilbaíno:
Querrían decir los señores de la Comisión para qué se decía en el anuncio de la provisión de la plaza que se presentaran con la solicitud los documentos que se tuviera por conveniente? ¿Para arrollarlos en papel higiénico? ¿No es esto burlarse del país? Se anuncia un concurso; se indica que se presenten documentos, y se da la plaza a quien sólo presenta su partida de bautismo… (2009: 74)
Una de las principales preocupaciones del autor por esos años será, como vemos, la obtención de un cargo que le permita instalarse y sobre todo, casarse y formar una familia: “Nadie comprende las angustias que sufre quien vive con la obsesión del nido y no puede ponerlo” (160), confiesa hacia el final del Diario. Efectivamente, Unamuno conoce a la que sería su única mujer, Concha de Lizárraga, cuando ambos tenían 12 años y este largo “noviazgo epistolar” (la expresión es de Unamuno) durará 15 años. En varias ocasiones el autor dará cuenta de los tormentos interiores que enfrentaban sus tempranas aspiraciones religiosas con sus tentaciones carnales. Así lo leemos en unos Cuadernillos de Juventud:
Yo también pretendía meditar, fue la época de mis mayores luchas interiores, porque entonces mientras quería pensar en Dios o en la otra vida pensaba en ella y en esta vida. Veníame a la mente su imagen, se me clavaban en el alma sus hermosos ojos, y yo luchaba por apartar de mí aquella imagen que me quitaba el pensar en cosas más altas. Hasta me pellizcaba. Qué es lo que meditaba no sé, sólo recuerdo que en aquel tiempo fue cuando más se acentuó mi carácter en lo que tiene de taciturno y pensativo. (2009: 39)
Pero cuando Unamuno emprende su viaje este dilema parece haber sido completamente superado. Sin apelar a ningún subterfugio y sin trasunto alguno de conflicto interior, el recuerdo de su amada se convertirá en el auténtico leit motiv de este Diario de viaje, cuya única cohesión es el ejercicio de “hilvanar ocurrencias” (42). La evocación de su presencia, de su imagen, la permanente espera de sus cartas atraviesa con la sola fuerza del deseo las múltiples ciudades por las que él se desplaza. El recuerdo obsesivo de su amada contagia los espacios y los transfigura a su imagen y semejanza. Los doce días que demora en llegar la tan ansiada carta hacen de Roma un sitio sombrío y hostil; cuando por fin tras insistentes visitas al correo se encuentra con la carta, Roma se ve “más hermosa”, una ciudad “santificada” que “brilla” al resplandor de la antorcha del amor que todo lo ilumina (68).
Sin salir de España, en la primera escala de su viaje, Barcelona, la atención del autor es acaparada inicialmente por el colectivo de las mujeres catalanas -“Ya no veo aquel horrible mantón y el pañuelo tapaporquerías de Madrid” (18)-, a las que describirá como “airosas, pálidas, un tipo mucho más fino y aristocrático que las flamencas de Madrid” por cruda oposición a las madrileñas, “grasas, pequeñas, chaparras, con la palidez de una miseria heredada” (18). Pero este encantamiento momentáneo se ve rápidamente desbaratado cuando se lo enfrenta a la evocación de “ella”: “Qué bien estaría yo a estas horas (…) junto a ella, soñando en un país que no existe, en que todas las mujeres fueran ella, todos los hombres yo, el cielo un toldo, y la tierra verde un jardín oloroso” (19). Incluso tras su breve paso por Marsella, el autor se encarga de dejar sus impresiones de las mujeres que allí ve: “Mujeres muy hermosas, en pelo, los mismos escotes de las barcelonesas” (22), sin embargo, al día siguiente leemos que todas estas mujeres tienen “los mismos ojos de ella” (26). Y hacia el final del Diario, cuando se detiene a realizar un balance de lo visto repite: “De las extranjeras ningún recuerdo me queda, no me llaman la atención (…), a éstas de aquí que son de mi raza, de la raza de ella, son el tipo a que estoy acostumbrado” (146).
Detrás de toda mujer, real o representada, está Concha; la presencia constante de su amada trasciende la experiencia cotidiana y llega incluso a ocupar un lugar privilegiado por encima de las obras de arte de los museos florentinos; ni siquiera la famosa “Venus de Médicis” logra impactar al visitante por la simple razón de que él ha conocido previamente a “la auténtica” (30).
A partir de allí, su próximo destino, Roma, ciudad en la que espera recibir noticias de su novia tras varios días de viaje, será siempre aludida con el epíteto “Roma, la de la carta”. Simultáneamente, Concha no aparecerá nunca mencionada por su nombre de pila sino simplemente como “ella”; la elección del pronombre personal al carecer de un contenido léxico propio y ante la ausencia de un referente contextual o de un antecedente discursivo al que atribuirlo torna aún más genérico y elusivo el significado de ese “ella”, siendo el hablante el único que en última instancia conoce en su intimidad el real referente del mismo. Entre ambas, la mujer y la ciudad se produce una extraña simbiosis a través de la cual la escritura de la carta va trasmutando a la ciudad en libro: “Esta Roma es un libro viejísimo, en pergamino con notas marginales de bárbaros medioevales y de curiosos eruditos del Renacimiento, e interpolada con hojas en papel vitela llenas de notas contemporáneas” (34). Roma será el viejo libro que habla a la cabeza; su Bilbao natal habla en cambio el lenguaje del amor: “Aquello es la carta que yo espero, sencilla pero que hace latir el corazón” (40). De este modo, el viajero irá leyendo en cada signo de la ciudad que recorre la grafía amorosa de su amada.
El largo noviazgo, marcado por las constantes separaciones, la ausencia apenas mitigada por las cartas hacen de su amada un ser a la vez real e imaginado, carnal y soñado, una mujer hasta cierto punto abstracta e ideal en la que cifra su “felicidad futura”, definida por su abnegación -“se ha educado en la escuela de la desgracia” repite Unamuno en carta a sus amigos[1]-, por su fe de niño y su piedad cristiana, que ante las crisis de fe de su novio “tiembla pensando en su condenación eterna y en el fuego sin fin que lo ha de consumir” (2009: 105).[2] Aún con su “deficientísima instrucción” (2009: 108), en palabras de Unamuno, Concha posee “perspicacia, juicio, penetración y gusto”, al punto de que éste le da a leer sus escritos en espera de sus opiniones. (2009: 108). Pero la imagen de su amada, en gran medida como le ocurría al pobre Augusto Pérez de su nivola Niebla, es una imagen idealizada, producto de la ensoñación y el recuerdo y esto es así porque deliberadamente se quiere prescindir de la fijación de los rasgos que componen un rostro y definen a la persona. De aquí las numerosas reflexiones en contra de la fotografía -“no sirven más que para extraviar el recuerdo, encadenar la imaginación y chafar las impresiones”- que con su fijeza inerte priva de vida al objeto de deseo:
Por eso no he traído tampoco su retrato y a eso se debe que flote viva, con movimiento y luz en mi interior y que flote en todas partes, diluida en el cielo de Roma, sobre las ruinas de la ciudad romana, las cúpulas de la Roma apostólica y los macizos de la Roma italiana, dulce sombra que da luz a la Roma de la carta (72).[3]
Si en Italia la ausencia de cartas era repuesta por la obsesiva enunciacion de los recuerdos, evocaciones y expresiones de deseo del autor, en Suiza y Francia la sucesión de cartas que recibe hace que desaparezca cualquier otra referencia a su amada hasta el regreso al país natal. Concretamente en Francia, toda la atención del paseante será absorbida por la “capital del mundo modernista” como define a París, que lo invita a “flanear por los bulevares” después de leer las cartas, a contemplar “el intrincado laberinto de la osamenta y las redes de hierro” de la Torre Eiffel y sobre todo, a visitar reiteradas veces y por exclusiva iniciativa de su tío la Exposición Universal, a la que no se cansa de adjetivar negativamente como “la cosa más cargante” que haya visto, aburrida, penosa, estúpida, “una cosa horrible”, “un maremagnum que produce mareos”, “la “maldita” “la sempiterna” Exposición, “el colmo de lo cursi” (127).
Habrá que esperar a su regreso al país Vasco que despierta todas las dulces sugestiones asociadas a su tierra y a su infancia para volver a leer algo acerca de su amada. En la aldea vasca de Alzola, donde coincide con el Primer Ministro español, Mateo Sagasta, jefe del Partido liberal, se reencuentra con su paisaje, con sus paisanos, con la lengua vascuence y se sumerge en una sensación de placidez que no duda en comparar con el Nirvana:
Con este exceso de bienestar, esta calma y esta salud llena, me acompaña siempre su recuerdo y ni un solo instante me abandona. Ocupe lo que sea mi imaginación, lea, escriba o hable, su imagen y el ansia ésta están siempre debajo, presentes, más o menos vivos, como en un río claro y de poco fondo está siempre presente el lecho pedregoso bajo el correr y pasar de las aguas con sus espumas, sus rizos, sus ramillas y todas sus cosas. Es una obsesión contínua que da color y calor a todo mi pensamiento. (159).
Concebido como un deber autoimpuesto para ejercitar la voluntad y la imaginación, la escritura de este Diario compuesto sin plan previo como nos dice Unamuno y luego aconsejaría ese alter ego del autor, Víctor Goti a Augusto Pérez en su nivola Niebla, “a la buena de Dios, sin orden ni concierto, como iba saliendo” (17), esta obra, digo, nos brinda muy tempranamente una imagen de su autor que el resto de su producción posterior no hará más que confirmar, un Unamuno radical en sus opiniones, apasionado defensor de sus convicciones por muy arbitrarias que éstas puedan resultar, contradictorio, revulsivo, un individualista acérrimo, un luchador solitario que por primera vez se nos muestra enamorado tal como confiesa unos años después:
Hice el viaje un año antes de casarme, lleno del recuerdo de aquella que iba a ser mi esposa (…) Vi pues Italia con ojos de enamorado (…) En Florencia mi novia fue mi Beatriz. Y corrí de Florencia a Roma con el deseo de encontrar, en la lista de Correos, una carta suya. (188).
La voluntad del polifacético escritor vasco con respecto a su Diario, que éste permaneciese inédito y desconocida esta faceta íntima de sus años de juventud, no se cumplió. Si volvemos una vez más a Niebla, concretamente al Prólogo firmado por Víctor Goti, comprobaremos lo conciente que Unamuno era de la recepción de sus obras. Allí se realiza un crudo diagnóstico del lectorado de su época: “Con ocasión de sus artículos (..) y alguna otra publicación análoga, ha recibido don Miguel algunas cartas y recortes de periódicos de provincias que ponen de manifiesto los tesoros de candidez ingenua y de simplicidad palomina que todavía se conservan en nuestro pueblo” (1980: 18. Las cursivas son mías), precisamente los tres calificativos -simplicidad, ingenuidad, candidez- que aplicará a su Diario de viaje: “Más de una vez he pensado publicar aquellas ingenuas y juveniles impresiones de viaje, pero ¡son tan cándidas, tan simples!”.
Definitivamente Miguel de Unamuno no se hubiese alegrado (como sí lo hacemos muchos apasionados por la figura del autor y por su obra) con la aparición de este libro.
Bibliografía:
-Rabaté, Colette y Jean Claude (2009). Miguel de Unamuno. Biografía. Madrid: Taurus.
-Unamuno, Miguel de (2017). Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza. Edición de Pollux Hernúñez. Madrid: Oportet.
-Unamuno, Miguel de (1980). Niebla. Madrid: Círculo de amigos de la Historia.
Notas:
[1] Unamuno alude a la muerte de uno de los hermanos de Concha y a la temprana pérdida de sus padres, hecho que la obliga a cuidar de sus tres hermanos menores.
[2] En una nota extraída de sus Cuadernillos se lee: “He dado lecciones a niños, lo más horrible que hay, he recogido con ellos un puñado de duros y en vez de gastarlos los he guardado, por ella. Me he privado de mil pequeñas cosas, yendo con amigos los he dejado alegando que no me gustaba ir a tal o cual sitio, no iba por no gastar, me quedaba solo, iba de paseo rumiando mis tristezas y mi felicidad futura con ella. Y con este dinero así ahorrado miserablemente (…) iba a verla, gastaba en el viaje lo preciso, la veía y me volvía contento” (2009: 107).
[3] Cuarenta y siete años antes de que Walter Benjamin escribiera su célebre ensayo en torno al tema, la encendida crítica unamuniana a la reproducción de la obra de arte puede leerse en varios pasajes y hasta podemos adelantar la postulación de un concepto equivalente al de “aura”: “Es sabido que un hermoso cuadro pierde su hermosura, se hace estúpido, vulgar, pésimo desde que lo reproducen en fotografías, fotograbados, fototipias, fotolitografías, litografías, grabados, cromos, copias y todo el ejército de polillas del arte, se hace una cosa abyecta y sucia; una ópera llega a ser el más insoportable de los ruidos desde que los organillos, las cajas de música, las muchachas casaderas y los flautistas la tocan (…). La prueba más fuerte por que puede pasar una obra de arte es la prueba de su vulgarización”. (123) Pero no es de extrañar que el espíritu siempre polémico y contradictorio de Unamuno lo lleve a declara en este mismo libro: “todo lo que he visto en el Trocadero [se refiere a las estatuas] es reproducciones, pero es lo mismo que ver el original (…) Hoy se hacen reproducciones idénticas al original y ver este sólo sirve para poder decir ´Lo he visto´. No sucede los mismo con la pintura en que la copia es copia. La forma es diferente del color (…). Las reproducciones han de adquirir gran boga (…) Una obra maestra de grabado se puede reproducir en millones de ejemplares. Esto hará que las galerías de escultura pierdan su valor y ganen al mismo tiempo; perderán el valor mítico, pero ganarán para el público que podrá admirar las obras maestras de todas partes sin salir de un pueblo” (138-9. Las cursivas son mías). En ese valor mítico, sinónimo del “aura” benjaminiana, Unamuno ve inscripto “la impresión de un momento fugitivo del artista, la variedad infinitesimal de la vida” (144).