top of page

¿QUÉ SE PUEDE DECIR NUEVO

DEL MAR?

por Osvaldo Picardo

I. Inmensa intimidad

Goethe, en varias ocasiones[i], habla de un mar con hambre de higos y parece más una imagen surrealista que romántica. La clave está en uno de los Adagia de Erasmo de Rotterdam, con el título “Siculus mare”. Ahí cuenta Erasmo la historia de un comerciante de Sicilia que, embarcado con un cargamento de higos para su venta, sufre un desgraciado naufragio; llega a la orilla de milagro y ve ante sí que el mar de nuevo se ha calmado. Tentado de emprender otra navegación y correr el peligro de otro naufragio, le grita al mar: Ya sé lo que te pasa; ¡Vos lo que querés son mis higos!

De manera caprichosa, infantil y hasta trágicas, la presencia del mar ha despertado los significados y sentimientos más variados y también, los más políticos, como se lee en el poeta vasco Blas de Otero, en una variación de las medievales Coplas de Manrique. El poema se llama “Maravilloso mar el de la muerte” y dice:

 

Maravilloso mar el de la muerte

Tocar el fondo, al fin, tocar el fondo.

No hender las olas en que hoy me escondo,

Sino hacer pie pisando, ahondando fuerte.

Entro en el centro de la sombra inerte,

Y desde allí, retorno al aire, rondo

La luz, revivo y viro en el más hondo

Maravilloso mar: el de la muerte

Muertos del mundo: unios, emerged

Entre sangre y cadenas; renaced

De las revoluciones invencidas.

Renaceré yo, mar, en las arenas

De Playa Larga, rotas las cadenas

De las olas que invaden nuestras vidas

 

A diferencia del tópico que recoge Manrique, Blas de Otero lo varía hacia una celebración del “maravilloso mar” donde los que han sacrificado sus vidas por “las revoluciones invencidas” están llamados a resucitar. La referencia política está clara en la invocación “muertos del mundo: uníos...”[ii] El mar no siempre significa lo mismo, ni los que lo navegan lo hacen juntos. 

Otro poeta,  W. H. Auden, en su libro sobre la iconografía romántica, es quien señala la fantasmal relación con que se ha forjado la imagen del mar. La Odisea o Moby Dick, entre muchas otras obras literarias, están adentro de nuestros ojos cuando los asomamos a la orilla o pensamos en el océano. Si hemos leído aquellas obras será más intensa y diversa la experiencia; pero si estos libros no han llegado hasta nosotros, de alguna manera paradigmática han sido incorporados a nuestro imaginario, mostrando que el mar no es sólo el espacio geográfico del mar, sino también un símbolo de la naturaleza y de su relación con el hombre. La pintura, la música y el cine dan cuenta de lo que se ha venido llamando esa impronta en el alma, o bien de una imagen insondable e infinita que nos acompaña desde siempre: Pasión, caos, muerte, soledad, la idea de lo divino, etc.

Auden considera que hasta el surgimiento del romanticismo predominaba una visión particularmente negativa, que se transmitía a través de la idea del naufragio y de la inestabilidad. El mar como un caos primigenio ya fue pensado entre hebreos y griegos; no se podía confiar en él y debían tomarse serias precauciones para navegar, cuando no constituía por sí mismo un castigo, convirtiéndose más que en un acto de valentía, en un hecho trágico. El arca de Noé se construye a causa del castigo de Dios que convierte al mundo entero en un océano. La Itaca de Odiseo no deja de ser un espacio último de purificación después de una guerra y un largo naufragio. Si rastreamos más antecedentes, los encontraremos en la Biblia y en otros muchos otros libros sagrados, así como en la mayoría de los clásicos[iii] desde Homero y Virgilio.

Desde el Romanticismo[iv], ni el mar ni las otras representaciones de la naturaleza responden a una pura mímesis o representación de una realidad independiente y separada del sujeto, sino que son proyecciones anímicas,  con las que se identifican los accidentes naturales o climatológicos. Es entonces cuando frente al mar se descubre una nueva intimidad, el sujeto abandona la tierra firme con sus leyes, límites y orden preestablecido para adentrarse en el infinito océano del uno en todo y del todo en uno.

El otro espacio de las aguas oceánicas pasa a ser el espacio originario de lo auténtico, una distancia creciente y diferenciadora por contraste con la cotidianeidad y monotonía de las ciudades y de la tierra. Certidumbre y riesgo, comodidad y aventura, civilización y barbarie se ponen en juego, para que la libertad, el absoluto, el infinito sean posibles en el interior del hombre. No pasean por las orillas ni nadan ni viajan empujados por necesidad fatal o castigo divino sino por el hecho natural de aventurarse y sentirse libres.

La contemplación del mar desde entonces, posibilita un espejo del propio artista. Es la mirada interior que hace al paisaje marino capaz de contener lo acabado y lo inacabado; inicia lo que muchos años después, se entenderá como  “inmensidad íntima” según Bachelard refiriéndola a la categoría filosófica del ensueño y a la poesía de Baudelaire[v]:  

“El espíritu filosófico discute sin cesar sobre las relaciones de lo uno y de lo múltiple. La meditación baudelaireana, verdadero tipo de meditación poética, encuentra una unidad profunda y tenebrosa en el poder mismo de la síntesis por la cual las diversas impresiones de los sentidos serán puestas en correspondencia. Las “correspondencias” han sido a menudo estudiadas demasiado empíricamente, como hechos de la sensibilidad. Ahora bien, los teclados sensibles apenas coinciden de un soñador a otro. El benjuí, fuera del goce fonético que ofrece a todo lector, no le es dado a todo el mundo. Pero, desde los primeros acordes del soneto Correspondencias, la acción sintética del alma lírica se pone a la obra. Incluso si la sensibilidad poética goza de las mil variaciones del tema de las “correspondencias”, hay que reconocer que el tema es por sí mismo un goce supremo. Y precisamente, Baudelaire dice que en tales ocasiones, “el sentimiento de la existencia está inmensamente aumentado”. Nosotros descubrimos aquí que la inmensidad en el aspecto íntimo, es una intensidad, una intensidad de ser, la intensidad de un ser que se desarrolla en una vasta perspectiva de inmensidad íntima. En su principio, las “correspondencias” acogen la inmensidad del mundo y la transforman en una intensidad de nuestro ser íntimo. Instituyen transacciones entre dos tipos de grandeza. No se puede olvidar que Baudelaire ha vivido dichas transacciones.”

No es una mirada que imita lo que ve, sino que atraviesa el modo orgánico y vivo de la naturaleza develando su variedad interminable. Esa experiencia expansiva se ve ahogada por la inquietud y el vértigo propios de la modernidad, y busca refugios y escondites en el ocio, la soledad y el silencio, o en la contemplación y cierta religiosidad del arte. La inmensidad como conciencia de expansión no pertenece exclusivamente a los espacios psíquicos o subjetivos, sino que los trasciende por ensueño o mística: el poeta entra en contacto o correspondencia con una de las claves del universo, que según Bachelard, es el contacto con el doble universo del Cosmos y las profundidades del alma humana.

No sólo en el conocido poema Correspondencia de Baudelaire, que Bachelard tiene en cuenta para su reflexión,  sino en un poema como El hombre y el mar, “la inmensidad íntima” es explícitamente un juego de espejos, imagen atroz, amargo abismo o una pelea sin tregua ni piedad entre lo máximo y lo mínimo, lo insondable de la naturaleza y lo insondable del alma:

¡Hombre libre, tú siempre has de querer al mar!

El mar es el espejo donde tu ser se mira

En la onda que hacia lo infinito se estira

Y de ese amargo abismo tu alma está a la par.

 

Te gusta hundirte en esa imagen atroz,

Tus ojos y tus brazos la abarcan. Y el sonido

Que hay en tu corazón a veces es vencido

Por el de ese lamento indomable y feroz.

 

Ambos son por igual cerrados y discretos:

Hombre, ninguno sabe si hay fondo en tus honduras,

Oh mar, nadie conoce tus riquezas oscuras,

¡Tanto que se empecinan en guardar sus secretos!

 

Y sin embargo, desde siglos innumerables

Los dos se están peleando sin tregua ni piedad.

¡Qué manera de amar la muerte y la crueldad,

Oh eternos luchadores, oh hermanos implacables!

 

Mirar, nadar, pescar, navegar o pensar el mar, desde hace mucho, evoca una visión en que el mar real da lugar a otras significaciones. Las olas, el cambio y la inestabilidad lo vuelven símbolo de sentimientos relacionados al caos originario, al devenir temporal, a la fatalidad, a lo desconocido.

Seguramente muchos son los que han visto alguna vez una pintura de Gaspar Friedrich; muchas de sus obras han circulado repetidamente por internet y en las tapas de innumerables libros de poesía. Su obra se volvió además, una cita obligada para hablar de las relaciones entre arte y naturaleza en un filósofo alemán contemporáneo al pintor, F. Schelling[vi]. Me refiero al denominado idealismo alemán, en  donde aparecen los paisajes del alma, que supuestamente son representados a través de los ojos de la sentimentalidad y del espíritu, en lugar de hacerlo a través de los ojos corporales. Tal tipo de metaforización de la mirada hace que la visión se aprecie bajo cierto hiperrealismo que contradice las leyes de la perspectiva. El observador es uno fusionado en el todo de la naturaleza, como sucede en el cuadro “El caminante sobre un mar de nubes” (1818), donde hay una figura humana que aparecen de espaldas contemplando ensimismadas la lejanía, bajo una luz crepuscular.  Esas espaldas como motivo visual ponen entre paréntesis al yo subjetivo del protagonista, y liberan la idea de un absoluto en que nos hundimos sin límites.

El escritor Heinrich von Kleist describe el cuadro “Monje junto al mar” (1808-10) a poco de verlo en la primera exposición de Berlín: “En la infinita soledad de la playa, bajo un cielo turbio, qué delicia contemplar un desierto de agua sin límites”. Pero esa delicia de la contemplación solitaria esconde un desgarro ante lo absoluto. El desgarro producido por un mar, que no permite ir y regresar de lo insondable. El cuadro, dice Kleist es un puro primer plano, no es posible mantener la distancia del espectador, y obliga a identificarse con el minúsculo monje capuchino a la orilla de la inmensidad. Sólo queda “un centro solitario en el círculo solitario”.  El mar es un fondo que amenaza con tragarlo, no ofrece sino desasosiego y angustia.

De esa manera, el mar no reside sólo en el objeto ni únicamente en el ojo del observador, sino principalmente, en la obra que no termina de completarse. La operación poética se parece al caos originario y no puede ser considerada una obediente mimesis de la realidad.  El motivo del mar subraya el dinamismo absurdo de la vida, y se construye de espaldas a la presunta validez de los hábitos y lugares comunes, a las definiciones estáticas y contextualizadas. El mar es la pregunta que no tiene respuesta.

 

II.  Espejo del mar

J. Conrad tal vez, sea quien, a principios del S.XX, más ha hablado directa o indirectamente del mar, aunque en algún reportaje ironizaba que ése no era su tema, sino el hombre.

Un raro libro, escrito ya al final de su vida, llamó la atención de dos españoles, Juan Benet y Javier Marías quien hizo una de las pocas y mejores traducciones al castellano. El libro es “El espejo del mar”[vii].  No es una novela. Son recuerdos y ensayos, artículos y crónicas. Benet afirma, sin exagerar, que el libro “no tiene desperdicio y, más que eso, que, escrito sin prisa, provoca de manera indefectible esa clase de lectura mansa que sin ningún tipo de avidez (...) se recrea en la lenta progresión de una sentencia o de una imagen, tan armónica y rítmicamente trazada desde su inicio que su conclusión casi roza la catástrofe”.  

Podría el escritor español estar hablando, antes que de la escritura de Conrad, de una lenta navegación en un velero sobre un mar de tinta. Y algo de ese estilo marítimo hay acompañando el contenido. El sonido profundo del mar se encuentra en las páginas de este escritor polaco que escribió toda su obra en inglés, a poco de abandonar, en puerto y para siempre, su último barco. Este detalle no es menor. Los barcos franceses primero y luego, ingleses fueron su casa gran parte de su vida. Javier Marías, en nota a su laboriosa traducción, observa que Conrad escribe en un inglés aprendido a los 20 años, que es y no es inglés; su lengua, dice, “es una de las más precisas, elaboradas y perfectas de la literatura inglesa”; y agrega: “sin embargo, al mismo tiempo, es de lo menos inglés que conozco”.

Intuyo o mejor dicho, sospecho a partir de pequeños indicios como éste, que el imaginario del mar está presente no sólo como contenido, sino que de alguna manera, trabaja las formas del lenguaje, sus ritmos, su música. Este mar no sólo es el agua, las olas, el horizonte y el abismo debajo de la superficie, también es lo que contiene por fuera y por dentro; la metonimia intrínseca de cada elemento orgánico, sus metáforas y de ese modo, sus connotaciones más lejanas son atrapadas en la red del lenguaje y de las imágenes: barcos, lobos marinos, ballenas, hasta gaviotas, albatros que lo sobrevuelan, el cielo diurno y el nocturno que en alta mar nunca tienen la misma dimensión de su grandeza.

La espacialidad natural ha ido conformando, a lo largo y ancho de la literatura y del arte, su léxico y sus motivos así como las nuevas alianzas culturales que operan en las variadas formas del mito antiguo y moderno, algo semejante a lo que cuenta Homero en la Odisea, con respecto a Proteo, el anciano dios del mar a quien Menelao debe atrapar[viii]. Así el imaginario oceánico es capaz de transformarse y de transformar, y esa metamorfósis es su lenguaje y su infinita metáfora. El mar, visto así, no es el espacio natural en su dimensión real, sino un proceso cultural en continuo cambio.  

 “ Todos los barcos se gobiernan del mismo modo en lo que respecta a la teoría, exactamente igual que con todos los hombres se puede tratar según unos ciertos principios rígidos y generales. Pero si se desea en la vida ese éxito que resulta del afecto y la confianza de los semejantes, entonces no habrá dos hombres, por muy análogas que puedan parecer sus naturalezas, con los que uno trate del mismo modo. Puede haber normas de conducta; no existen normas de camaradería humana. Tratar con los hombres es un arte tan bello como tratar con barcos. Tanto los unos como los otros viven en un elemento inestable, se hallan sometidos a sutiles y poderosas influencias y prefieren ver sus méritos apreciados que sus defectos descubiertos...”

La analogía de los hombre con los barcos y el mar desarrolla paso a paso un pensamiento ético y social. El espejo del mar es un espejo del hombre. Sólo a través de su lenguaje se develan las relaciones humanas que habitan “un elemento inestable”, sometido “a sutiles y poderosas influencias”. No hay positividad conformista ni tampoco un efectismo estético por el cual se aquieten las aguas revueltas de la escritura:

“El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos -el amor que, por ejemplo, tienen a sus casas-, porque no está manchado por el orgullo de la posesión... El mar -esa es una verdad que debe reconocerse- carece de toda generosidad. No se sabe de ningún alarde de cualidades viriles -valor, audacia, entereza, fidelidad- que haya conmovido jamás su irresponsable conciencia de poder. El océano tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación. No puede soportar el menor asomo de desafío, y no ha dejado de ser el enemigo irreconciliable de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño. Desde ese día no ha cesado de engullir flotas y hombres sin que su resentimiento se haya visto saciado por el número de víctimas, por tantos barcos naufragados y tantas vidas truncadas. Hoy, como siempre, está presto a seducir y traicionar, a destruir y a ahogar el incorregible optimismo de los hombres que, respaldados por la fidelidad de los barcos, intentan extaer de él la fortuna de sus casas, el dominio de sus mundos, o tan sólo unas migajas de comida para aplacar su hambre. Si no siempre está de humor tan encendido como para destruir, si está siempre, celadamente, listo para ahogar. El más asombroso prodigio de todo el piélago es su insondable crueldad...”

Conrad no ofrece solamente una mirada desde su retiro crepuscular, como él llama a esta época en que escribió estas palabras:

 

“¡Ver! ¡Ver! Ese es el anhelo del marinero, como lo es del resto de la ciega humanidad. Tener la senda despejada ante sí es la aspiración de todo ser humano a lo largo de nuestra encapotada y borrascosa existencia”

 

¿Desde dónde despliega el “anhelo del marinero” de ver?  El barco lógicamente se constituye como el eje central, metonimia de metonimias, ancla, dársena, muelle, almacenes, capitanes, amarradores, “escluseros y gente por el estilo” son expansiones de un espacio de profundidades metafóricas que fusionan su vida con el mar que los rodea. Y el velero en particular, para  Conrad, es la nave de la despedida de toda una época y también la despedida de un modo de relacionarse con lo natural. Conrad navegó en los tiempos de los grandes veleros mercantes.  Es entonces cuando adquiere y forja su lengua literaria y desde ahí, construye su visión y su memoria. No hay manera de evitar el contraste con una nueva forma de navegación que se va imponiendo, la de los barcos de vapor:

 

"El moderno buque de vapor avanza, por un mar tranquilo y ensombrecido, con un palpitante tremor de su armazón (...) con un ritmo machacón y denso en su progreso y el regular latido de su hélice, cuyo sonido augusto y laborioso se oye por la noche en la distancia como la marcha de un futuro inevitable. Pero, en medio de un temporal, la silenciosa maquinaria de un velero (cabos, palos, velamen) no sólo captaba la fuerza, sino la voz salvaje y exultante del alma del mundo".

 

En realidad, Conrad retoma uno de los tantos tópicos de la literatura que hemos leído en  el romancero con la misteriosa  galera  que ve el Conde Arnaldos o en la pobre barquilla de Lope de Vega. Desde entonces y hasta nuestros días el motivo de la embarcación conforma junto a muchos otros tópicos el lenguaje poético del mar. Y lo significativo y original, como lo hace Conrad,  hay que buscarlo en la manera en que ha sido usado.  El lenguaje del mar no lleva siempre al mismo puerto.

III El mapa del tesoro

Theodor W. Adorno en el capítulo “La Belleza Natural”,  de su Teoría Estética afirma que “aunque el lenguaje de la naturaleza es mudo, el arte intenta convertir en lenguaje ese silencio, expuesto siempre al fracaso por la inevitable contradicción que hay entre esta idea que exige un esfuerzo desesperado y la otra, a la que se refiere este esfuerzo, de algo absolutamente indeliberado”. Seguramente, paráfrasis de por medio, hemos escuchado esta afirmación en otros autores y sobre todo, referido a la poesía. Sin entrar en deliberaciones acerca del lenguaje o la mudez de lo que llamamos natural, la posición de Adorno puede ser útil para entender cómo ese fracaso del arte y de la poesía, ha generado una preciosa herencia cultural de la que forma parte principal el imaginario del mar con sus traducciones al lenguaje del arte. 

En el intento fallido de traducción que lleva adelante la poesía, el mar tiene una dinámica expansiva. Amplía sus costas y une cada vez más espacios distantes y diferentes. En esa dinámica expansiva es posible encontrar los más variados matices de una mirada que, desde la modernidad en adelante, nunca es la misma en cada poeta o artista.

Si pudiera desplegar un mapa imaginario, en él no faltarían las visiones positiva y negativa, que podríamos esbozar como el antiguo reino de Neptuno frente a la Arcadia bucólica de las orillas,  tradicionales posiciones oscilantes entre la playa, el puerto, el faro y alta mar, la tempestad o el naufragio que no sólo encarnó la poesía, sino también la pintura desde el ojo de Horus en las proas de los barcos egipcios hasta los naufragios de Ivan Aivasovsky, pasando por la habitación junto al mar de Hooper y la tempestad de nieve de M.W.Turner.

Desplegaría también en otro cuadrante del mapa, al hombre frente al mar que evoca “los lentos veranos” de Guillén “con luz de vacación sin tregua”,  o el de José Hierro ante el que se da cuenta que “nunca jamás volveré a verte/ con estos ojos que hoy te miro”. No faltaría la eternidad sin memoria del océano frente a la finitud del hombre, como en el poema Thalassa de Héctor Freire que descubre en una “playa de luz, la noche interminable del mar,/ la insidiosa red donde el olvido hace del hombre,/ un extraño esqueleto de pescado.”

Tampoco  podría faltar el que no se ve y existe en el fondo del mar como el del poema de Alfonsina Storni donde “hay una casa/ de cristal” que “ a una avenida/ de madréporas/ da”. Las variaciones temáticas son interminables, como el “celestial paisaje marino” de Bishop que enfrenta “un faro esquelético que allí se encuentra/ con vestido blanco y negro de oficinista,/ y que vive de la desfachatez, se cree sabihondo...” O el no mar de Fogwill que el hombre inventa, o el del mar de los años vividos de Trejo, en el que finalmente ve que sonríen “escondidos detrás del horizonte/ a punto de surgir/ padre y madre...” Ni hablar de la plegaria del Nadador de Héctor Viel Temperley, ni del Sueño del nadador de Joaquín Giannuzzi que son más que variaciones del viejo tópico  de Hero y Leandro, aportaciones originales al llamado complejo de Swinburne[ix].

Barcas, naufragios, barcos abandonados, puertos escondidos y secretos, islas, archipiélagos, playas, ballenas, piratas, viejos marineros y tormentas son elementos recurrentes de este universo. El espacio del mar no sólo lo representa un mapa bastante preciso de las costas, las islas, las rutas, las playas, sus abismos o sus vientos; también en sus representaciones fronterizas habitan el mito y la fábula. Los antiguos mapas imaginaron criaturas fabulosas y peligros acechantes. La matriz mítico-poética del mar fue engendrando sus propias criaturas hasta el siglo XVIII: sirenas, nereidas, tritones, etc. Hasta el siglo XIX genera también su propia topografía: ciudades sumergidas, imperios desaparecidos, barcos fantasmas. Por eso mismo, muchos navíos antiguos tenían pintado o esculpido ojos a cada lado de la proa. Eran ojos de halcón en su mayoría. Costumbre egipcia, fenicia, griega y romana para “sorprender al peligro y espantar al espanto” como dice el poeta italiano Roberto Mussapi en su libro “Mar en pintura”; y agrega que la mitología, el rito y el miedo al abismo se unen para pensar y sentir el mar. Los mascarones de proa nacen como parte  del “ritual con que, desde los orígenes remotos, el hombre propicia su relación con el agua y el reino del mar”.

Sólo para ver hasta qué punto se han difundido y usado estos elementos, es suficiente muestra sólo con la poesía de Pablo Neruda,  donde hay una verdadera cantera de lexemas, lugares comunes e imágenes tradicionales del universo marino: una “feroz cuevas de náufragos” es el corazón del poeta ; “ansiedad de piloto” y “furia de buzo ciego”  el deseo erótico ; “marino en la proa de un barco” es el amante en sus horas felices; mientras que en las de la tristeza, el amante queda “abandonado como los muelles en el alba”. Como afirma Luis Cárcamo Huechante[x] en su trabajo sobre el poeta chileno “no hay figura simbólicamente más dominante en la poesía de Pablo Neruda, que aquella del mar”. Neruda parece estar continuamente regresando en busca de tierra firme. Ya, en su exahustivo estudio, Amado Alonso[xi] había señalado cómo el poeta metaforiza su desasosiego existencial, su propio “abismo oceánico y nocturno”. Hay en él un yo lírico sobredimensionado, grande como el océano o más.

Pero todo mapa debería esconder un tesoro. ¿Es nada más que la subjetividad de un artista frente a la gran pantalla del mar? O tal vez, sólo existe un tesoro hecho de recuerdos, palabras y metáforas.

            La Odisea homérica propone al mar no sólo como un regreso a Itaca, sino como una lucha por no olvidar. ¿Por qué no pensar que ahí mismo estaría enterrado el tesoro que no está hecho de bienes materiales sino de recuerdos, palabras y metáforas?

Ulises es un sobreviviente del mar que lo contiene y lo expulsa según el humor de los dioses. La navegación de isla en isla, de orilla a orilla, va dibujando un mar cerrado en una obstinación y una voluntad de regreso, los obstáculos, naufragios, peligros y acechanzas encarnados no sólo en tentaciones de reposo y quietud en los casos de Circe y Calipso, sino en seres monstruosos o adictos como los lotófagos, el cíclope o las sirenas, amenazan con borrar la memoria y el destino. El mar esconde en sus aguas un tiempo sin memoria contra el que debe enfrentarse el hombre. Es en definitiva, más que un mapa, una carta de navegación y un diario de a bordo. Un espacio de prodigios y catástrofes en que el orden del tiempo deja de existir.

Un film de Theo Angelopoulos, “La mirada de Ulises”, hace una lectura muy particular del sentido metafórico de la Odisea. Habla de los terribles sucesos de los Balcanes y de la Sarajevo destruida por la guerra. Hay una búsqueda de tres rollos de película que son la primera filmación griega que se hiciera a principio del siglo XX, ahí el tesoro que se busca consiste en las imágenes en blanco y negro de unas hilanderas griegas que tejen y cortan sus hilos y que de repente, vemos que miran a la cámara desde el fondo del siglo. Hay también otra mirada que se corresponde: un testimonio y un homenaje a estos pueblos desgarrados por el mismo exilio de Ulises que ya no tiene adónde volver, ya no existe su Itaka ni su Penélope, tal como vemos al final de la película cuando el protagonista mira a la cámara, una mirada de luto mientras recita la Odisea.

 

La construcción de la mirada entrelaza así historia y memoria, lo público y lo privado en su sentido político. El tesoro es ese testimonio. No por nada el film tiene un epígrafe, tomado del Alcibíades de Platón:

“También el alma para reconocerse tendrá que mirarse en otra alma”.

 

 

IV. Los vastos mares tornará bermejos... 

Como proyección de las pasiones humanas, en el imaginario del mar, convergen infinidad de símiles y asociaciones  de todo género. La misma convergencia produce un excedente, una desmesura evidente entre lo singular y lo universal, lo mínimo y lo máximo, entre la naturaleza y el hombre, entre el interior y el exterior. El mar muchas veces es la sinécdoque de esta lógica mito-poética, de la “parte por el todo” y también al revés, del “todo por la parte”.

Son maneras de proyectar en la naturaleza o en parte de ella, las pasiones que someten al hombre a fluctuaciones que le impiden el conocimiento de las causas. Espinosa dice que “como las olas del mar movidas por contrarios vientos, somos agitados acá y allá, ignaros de nuestro éxito y de nuestro destino...” En este pensamiento ya está la contraposición entre razón y pasiones[xii].

Esta contraposición  -a la que en mayor o menor grado aceptan o ignoran algunos poetas y artistas-  facilita pensar al mar como una cosa más, un objeto que está más afuera que adentro, como parte de un todo que no es sino sinécdoque de lo que no somos, lo extraño, siniestro y hasta sublime. El sentimiento de algo sublime referido al orden de la naturaleza, también incluye el horror y la monstruosidad, como en el Frankenstein de Mary Shelley o en el poema El Kraken de Tennyson:

Bajo los truenos de las superficie,

en las honduras del mar abismal,

el Kraken duerme su antiguo, no invadido sueño sin sueños.

Pálidos reflejos se agitan alrededor

de su oscura forma;

vastas esponjas de milenario crecimiento y altura

se inflan sobre él, y en lo profundo de la luz enfermiza,

pulpos innumerables y enormes baten

con brazos gigantescos

la verdosa inmovilidad,

desde secretas celdas y grutas maravillosas.

Yace ahí desde siglos, y yacerá,

cebándose dormido de inmensos gusanos marinos

hasta que el fuego del Juicio Final caliente el abismo.

Entonces, para ser visto una sola vez por hombres y por ángeles,

rugiendo surgirá y morirá en la superficie.

 

Sublime, siniestro, mitológico, íntimo o simplemente un “sueño sin sueños”, el afuera que es el mar permite convertirlo en pantalla de proyecciones, manejar y dominar sus significaciones simbólicas y modificar su sentido. Y aunque sólo sean formas y representaciones del arte, también son maneras de pensar que a su vez, son comunes en la historia política y social del mundo en que vivimos. Las maneras de acercarnos al mar son las maneras de racionalizarlo, medirlo, darle utilidad y significado. Los personajes que viven en el mar o los que viven en sus costas tienen caracterísiticas que no son independientes de estos procesos históricos, culturales y políticos.

J. Caro Baroja entiende que estas representaciones y estos procesos han generado la idea de que existen dos formas antagónicas de controlar el mar, la de los comerciantes y la de los piratas; en cada uno de ellos, con sus variantes, anida la ambición y la codicia. Aparentemente opuestos, esos dos modelos fueron alentados por los imperios que comprendieron a los océanos como partes de sus territorios y recursos económicos, políticos y militares. El dominio de los mares decidió la suerte de muchos Imperios en la historia. Batallas navales, descubrimientos, conquistas y colonización son páginas y páginas en que se inscriben ganadores y perdedores, exterminio y depredación.  El mar, su lengua intraducible, resignifica su imagen y se torna cada vez más translaticia y abstracta, pierde plasticidad y valor propio, hasta llegar a ser en algunos casos,  alegoría petrificada, y en otros, pura retórica manierista. Así llegamos a su mínima expresión que es la imagen turística y publicitaria, enfrentada a la pura realidad de los miles de migrantes que se ahogan en las costas mediterráneas, los cientos de pesqueros perdidos y las islas tóxicas.

Volvamos a Conrad. Él mejor que nadie, para hablar sobre el poder y el dominio de los mares:

“En virtud de una larga y desdichada experiencia de sufrimiento, injusticia, ignominia y agresión, las naciones de la tierra se rigen eminentemente por el miedo: miedo de un tipo que un poco de oratoria barata convierte fácilmente en furia, odio y violencia. (...) Una mente ahorrativa no puede impedir que le asalte una considerable amargura al pensar que en la Batalla de Actium (que se libró con nada menos que la dominación del mundo en juego)la flota de Octavio Augusto y la flota de Marco Antonio, incluyendo la división egipcia y la galera de Cleopatra con su velamen púrpura, probablemente costaron menos que dos modernos acorazados, o, en la actual jerga de los libros navales, que dos unidades blindadas. Pero no hay burda jerga libresca capaz de disimular un hecho que verosímilmente afligirá el alma de cualquier economista competente. Es improbable que el Mediterráneo vuelva a contemplar batalla de mayores consecuencias; pero cuando llegue la hora de otro combate histórico, su fondo se verá enriquecido como nunca por una ingente cantidad de chatarra agujereada que habrán pagado, a bien cerca de su peso en oro, las burladas poblaciones que habitan las islas y continentes de este planeta...”

La épica del héroe homérico toma la forma moderna de la expresión aventurera de Stevenson y de Conrad. El mar representa desde siempre oportunidad, ganacia y riqueza, pero también la inseguridad y la incertidumbre en las que la vida cobra valor e intensidad. Todavía hoy en día, hay ciudades costeras o isleñas que conservan las murallas de sus fortificaciones defensivas, como un vestigio de un pasado que se prolonga. El desarrollo de los grandes poderes marítimos está relacionado con la prosperidad no sólo del comercio sino también de la piratería más o menos institucionalizada. Así aparecen los corsarios y los piratas de Byron y Espronceda.

El mar es indudablemente un espacio de poder, y la otra cara de las ciudades marítimas que se enriquecieron y crecieron con ese poder, es la corrupción, la hipocresía, la aventura, el culto al azar y al riesgo. Una moral paradójica y contavencional hace que las fortunas conquistadas al mar puedan llegar a alcanzar una sospechosa fama y admiración popular. Es por eso, el espacio de libertad donde los hombres sin apellido, los desclasados y fuera de la ley aún tienen la gran oportunidad de dar vuelta su destino.

            Pero en todos estos aspectos que voy revisando, parecen atados entre sí por un sentimiento imperante: la culpa. Como recuerda G. Highet en La Tradición Clásica, otro de los motivos permanetes consiste en el sentimiento de culpa y expiación relacionados con el mar. Aparece, como ya dijimos en los textos bíblicos y  con mayor intensidad en las tragedias clásicas. Pero me interesa traer acá la cita de Shakespeare, la escena en que Macbeth pregunta:

¿Podrá quitar Neptuno con sus aguas

de mi mano esta sangre? Antes mi mano

los vastos mares tornará bermejos...[xiii]

Hay en la culpa un excedente de sentido que habla de la responsabilidad de los actos del hombre sobre la naturaleza: Es el crimen de Macbeth capaz de cambiar el color de los vastos mares. Este sentimiento contiene más que un tradicional motivo de la culpa y la expiación trágica; la conciencia humana está íntimamente asociada desde siempre a una naturaleza que no le pertenece, aunque esté bajo su dominio. 

¿Llegará a ser incapaz el mar de lavar nuestras manos? No creo que eso dependa del mar, porque definitivamente, el mar como en el poema de Nicanor Parra, está en cada uno de nosotros:  

...en un instante memorable estuve

Frente a ese gran señor de las batallas.

Entonces fue cuando extendí los brazos

Sobre el haz ondulante de las aguas,

Rígido el cuerpo, las pupilas fijas,

En la verdad sin fin de la distancia,

Sin que en mi ser moviérase un cabello,

¡Como la sombra azul de las estatuas!

Cuánto tiempo duró nuestro saludo

No podrían decirlo las palabras.

Sólo debo agregar que en aquel día

Nació en mi mente la inquietud y el ansia

De hacer en verso lo que en ola y ola

Dios a mi vista sin cesar creaba.

Desde ese entonces data la ferviente

Y abrasadora sed que me arrebata:

Es que, en verdad, desde que existe el mundo,

La voz del mar en mi persona estaba.[xiv]

 

NOTAS:

 

[i] La referencia la encontré en el libro de Hans Blumenberg, “La inquietud que atraviesa el río. Ensayo sobre la metáfora”. Traducción de Jorge Vigil. Barcelona, Península, 2001.

[ii] “Proletarios del mundo uníos” fue el título del 'Manifiesto del Partido Comunista cuya 1ª edición circuló en febrero de 1848 en alemán y luego en inglés.

[iii] Los israelitas, al contrario de los griegos y de los fenicios, no comenzaron siendo un pueblo de marinos.  Hay algunas menciones marítimas en Salomón (1Re 9,26) y en Josafat (22,49), pero recién con la dispersión del pueblo judío aparecen las islas en esta geografía bíblica (Is 41,1 49,1).  Los libros de sabiduría describen un orden de la creación donde el mar es el espacio en que la tierra reposa sobre las aguas de un abismo inferior (Sal 24,2). Es recién en Jonás con su famosa ballena, donde los largos viajes marítimos toman carácter de vía purificadora e interioridad mística  (Jon 1,3). En la época del Nuevo Testamento, el mar ya es una presencia más o menos constante en esta geografía literaria  (Mt 23,15).  Pero ¿qué significa esa parte de la creación de Yavé para los hombres? Un aire de fuerza maligna, desordenada, orgullosa, sigue cerniéndose en torno al mar y ocasionalmente es representado por la figura de bestias mitológicas. Entonces simboliza los poderes adversos, a los que Yavé debe vencer para hacer que triunfe su designio.  Esta imaginería épica aparece como una victoria divina sobre el dragón del gran abismo (Is 51,10); igualmente el rugido de las naciones paganas rebeladas contra Dios se asimila al rumor de los mares (Is 5,30 17,12). Hay un cambio con el Nuevo Testamento, la épica deja lugar a cierta imaginería lírica. Si bien el mar sigue siendo el lugar demoníaco adonde van a precipitarse los cerdos endemoniados (Mc 5,13), Jesucristo manifiesta frente a él la presencia superadora de lo elemental: camina sobre el mar (Mc 6,49s) (Jn 6,19s), o también lo calma con una palabra que lo exorciza: “¡Calla! ¡Enmudece!” (Mc 4,39s). La imaginería épica regresa en el libro del Apocalipsis donde anuncia las potencias satánicas con que Dios se enfrentará en un último combate. Ahí vuelve a asumir rasgos análogos a los de la deidad babilónica: las bestias que suben del gran abismo (Ap 13,1 17,1). Luego, la nueva creación del reino de Dios evoca un día extraordinario en el que “ya no habrá mar” (Ap21,1). El mar desaparecerá  como abismo y desorden. En lo alto subsistirá otro mar de cristal (Ap. 4,6) que se extenderá hasta perderlo de vista.

[iv] También hay antecedentes en Shakespeare y otros escritores contemporáneos al dramaturgo inglés.

[v] Esta expresión ha sido tomada de G. Bachelard, La Poética del Espacio.Traducción de Ernestina de Champourcin, 2º edición, 1993.Editorial: Fondo de Cultura Económica. Bachelard refiriéndose a Baudelaire, descubre la inmensidad respecto a lo íntimo como una intensidad de ser.

[vi] Según Schelling, la base del desarrollo, tanto de la Naturaleza como de la razón, es una sola y misma fuerza espiritual, el “Absoluto”. La Naturaleza, o la materia, es el producto “inconsciente” de esta fuerza espiritual activa, diligente, y fase preparatoria para la razón (para el espíritu). La razón, según Schelling, se halla en un desarrollo dialéctico. La Naturaleza y la conciencia, el objeto y el sujeto, afirmaba Schelling, se confunden en el Absoluto. Por eso llamaba Schelling su filosofía la “filosofía de la identidad”. En la filosofía de la Naturaleza, Schelling se propuso la tarea de conocer el espíritu absoluto o infinito, que es el fundamento de la Naturaleza empírica y visible. La física experimental se contenta con el conocimiento de los aspectos externos de la realidad; se relaciona únicamente con fenómenos limitados e individuales. En cambio, descubrir la causa, el principio espiritual decisivo, absoluto, el productor de todos los fenómenos de la Naturaleza, es, según Schelling, la misión de la ciencia sobre la Naturaleza, basada exclusivamente en la razón.

[vii] CONRAD, J. (2005)  El espejo del mar. Recuerdos e impresiones. Prólogo de Juan Benet. Nota sobre el texto de Javier Marías. Nueva Traducción de Javier Marías. Reino de Redonda, Barcelona

 

[viii] Proteo sale de entre las olas para dormir junto a su colonia de focas, y Menelao logra abrazarlo y no lo suelta aunque el dios para liberarse se transforma en león, serpiente, leopardo, cerdo, e incluso agua y árbol. Proteo, vencido, responde entonces con la verdad, a Menelao: su hermano Agamenón ha sido asesinado en su viaje de regreso, Áyax el Menor ha naufragado y muerto, y Odiseo esta varado en la isla de Calipso. Proteo era un antiguo dios , el “anciano” pastor de las focas de Poseidón, su padre. Podía ver a través de las profundidades y predecir el futuro, cambiaba de forma para evitar tener que hacerlo, contestando sólo a quien era capaz de perseguirlo y atraparlo, sin confundirse con sus engañosas metamorfosis. Varios dioses del mar además de Proteo se ajustan al mismo tipo  del del halios geron (ἅλιος γέρων) o anciano de Homero: Nereo, Glauco y Forcis. Todos ellos tienen el poder de cambiar de forma, son profetas, y engendraron tanto ninfas de radiante belleza como monstruos horrorosos.

[ix] El mar –como dice Bachelard, (2003) El agua y los sueños. Tr. Ida Vitale. Fondo de Cultura Económica. México- flagela al hombre al que ha vencido y al que arroja a la orilla. Pero eso no debe engañarnos, porque hay una ambivalencia de placer y dolor que Bachelard denomina “complejo de Swinburne” que “reconocido por todos los nadadores, sobre todo por los nadadores que cuentan su natación, que hacen de ella un poema, ya que es uno de los complejos poetizantes de la natación”.

[x]  CÁRCAMO-HUECHANTE, Luis E. La economía poética del mar:patrimonio y desbordamiento en Maremoto de Neruda.  Revista Iberoamericana, Vol. LXXII, Núms. 215-216, Abril-Septiembre 2006, 587-605

[xi] ALONSO, A. (1977) Poesía y estilo de Pablo Neruda. Buenos Aires, Sudamericana.

[xii] Según algunos autores, entre los que contamos a Adorno y Horheimer  entre muchos otros, con la Ilustración, en el S.XVIII, se impone la dialéctica de la razón instrumental frente a la naturaleza: una escición racional con el afán de dominar y modificar el mundo natural. El hombre se separa de la naturaleza y la domina, volviéndose amo del mundo. La razón deviene entonces un mero instrumento de manipulación y control. Desde el primer Hegel hasta Adorno, la idea de reconciliación persiste como contrafigura utópica de esa creciente separación entre el hombre y la naturaleza, que traería como resultado la cosificación y enajenación de la sociedad moderna.

[xiii] Macbeth, II, 2, 61-63

[xiv] El poema es del libro Poemas y antipoemas; se llama Se canta al mar.

bottom of page