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CONSTRUIR EL OÍDO EN PANDEMIA

por Osvaldo Picardo

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I EL OÍDO NO LA MÚSICA

 

En la revista Nature, un artículo habla de un significativo hallazgo, en el yacimiento alemán de Hohle Fels, a 20 kilómetros de Ulm. Se desenterró una flauta hecha de hueso, de más de 40 mil años. Es la evidencia de la actividad musical más antigua que se conoce.

Imagino, si es posible el encuentro y la convivencia, el asombro de los neandertales que oyeron a los humanos modernos tocar una flauta; pudo ser un ruido incomprensible o debió ser un estremecimiento mágico, tal vez, también contagioso. Entre una y otra sensación podía o no extenderse un puente por el que las especies pudieran transitar. La nueva especie recién llegaba, mientras los neanderthales habitaban esos territorios desde hacía más de 100 mil años. Sorprendente es que además de aquel primer sonido de huesos y aire hace más de 40 mil años, entre el silencio de la naturaleza y la irrupción del canto humano, la primera escritura de música no se relaciona con el cambio ni con el devenir del tiempo, sino con una cierta forma de lo que hemos llamado memoria.

Por eso la palabra “música” refiere a la mitología, específicamente a las Musas. Viene del griego la frase que la define como “mousiké téchne” o arte de las Musas; es decir, el arte de las hijas de Mnemosine, la memoria. La música y el hombre parecen estar íntimamente unidos desde el origen y el recuerdo.

¿Qué hay, entonces, en la música? ¿Es algo más que un "sonido organizado" en la gran corriente del ruido contemporáneo? ¿Por qué nos encanta oirla y recordarla? Las mismas preguntas podríamos hacer sobre la poesía y creo que ya las hemos hecho. No por nada, desde aquel mito de Orfeo hasta la música actual, la música y la poesía, el silencio y el sonido, la palabra y el canto se buscan y -aunque no siempre- se encuentran. 

Parece que esta combinación tiene sus continuadores en la actualidad de la música para las grandes multitudes, cuando, con el cambio de siglo, pasó, en alguna medida, el fervor por la música electrónica, el rock o el jazz. El panorama global de este tipo hegemónico de música se ha serenado, aunque no de la manera divina en que sucede en la Oda de Fray Luis al músico ciego Francisco Salinas.

El nuevo siglo parece distanciarse de los modos auditivos clásicos. Es innegable la influencia de los nuevos lenguajes tecnológicos y de la circulación masiva de las redes con que se han eclipsado los grandes sellos discográficos. De este modo también perdieron su aura el jazz, el rock y las músicas etno-folk que en el siglo pasado dominaron las tendencias principales. Ni hablar de fenómenos experimentales como el serialismo, el neoclasicismo, la música electroacústica y los regresos minimalistas a la tonalidad electrónica.

En la música más que en otras artes, ha quedado mucho más marcada la frontera entre lo masivo y un ámbito intelectualizado o "culto". Se vuelve a plantear aquella oposición entre cultura alta y baja, entre lo culto y lo popular. La profundización de las diferencias ha intentado con mayor o menor éxito, borrar el sentido estético clásico con el que, desde Mozart hasta Schoenberg, la música era una sola y entretenía tanto como cultivaba a los diversos públicos por igual.

Tal vez, es lo que afirma Alessandro Baricco en su libro “El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin”, que después de Mahler y Puccini, comenzó una indisimulable “ruptura drástica y violenta con la tradición”. Ya no se siente el fenómeno emocional como en tiempos de Hegel para quien la música "debe elevar el alma por encima de sí misma, crear una región donde, libre de toda ansiedad, pueda refugiarse sin obstáculos en el puro sentimiento de sí misma". Ahora, la música puede hasta asociarse, sin inconvenientes, a la producción de leche. Dice Baricco:

“El nacimiento de una Música Nueva, a comienzos de siglo, pasó, como se ha visto, a través de una revolución exquisitamente lingüística: el abandono de la tonalidad y la adquisición de nuevos horizontes sonoros. Pero sería reduccionista pensar en esa conversión como en un acontecimiento exclusivamente lingüístico: lo que entonces se realizó en el plano del lenguaje era también la brecha a través de la cual se asomó una nueva y concreta lectura del mundo. Desde el primer momento la Música Nueva no tuvo el perfil de una neutral conversión técnica: enseguida fue la encarnación de una determinada toma de posición ideológica, ética y política. En términos útiles para nuestro contexto, se puede decir que se propuso como una inicial lectura de la modernidad. Fue el movimiento más enérgico que la música culta haya articulado bajo el shock de la intuición de lo moderno.”

Más allá de las arriesgadas y a veces caprichosas aseveraciones del escritor italiano, tiene razón en señalar la vinculación del cine y la música, a partir del poema sinfónico de Mahler. El cine de alguna manera genera un puente entre la alta cultura y la popular o de masas, porque satisface la necesidad de crear nuevas imágenes y experiencias "sagradas" que se alcanzan al sumar en las bandas de sonido a grandes compositores clásicos y de vanguardia. El mismo público que no los reconoce en las salas de concierto, sí lo hace en la sala del cine. Es como un camino en que se desplazan paulatinos escenarios: la sala de concierto, el salón de cine, el estadio del rock, el pogo en los espacios multitudinarios. Y hasta agregaría el pasaje que en los 80 sufre la exposición de arte en los museos, sustituida por la curaduría y la instalación. Groys define este pasaje como un proyecto curatorial que quiere "contradecir" la narrativa previa de la historia del arte. Y agrega: "Un curador es un nuevo dictador que borra los trazos de la dictadura pasada..."   

Lo cierto -volviendo al hilo de este asunto- es que la armonía pitagórica de los astros se derrumbó y aún continúa haciendo ruido entre los escombros. La disolución de los perfiles protagónicos del compositor y el desplazamiento de las tendencias hegemónicas del siglo pasado permitieron construir muchos otros mundos sonoros, diversos, plurales. Sonó mejor el caos que un viejo orden, muchas vecesse sintió como un vergonzoso e inmovilizante bálsamo para el Holocausto, Hiroshima, el hambre, la injusticia y la miseria.

La música y la violencia tienen una curiosa relación a lo largo del siglo XX. No sólo por una imposición ideológica del estado como sucedió en la Unión Soviética y otros países, sino también por un programa estético libremente concebido como es, entre otros, el caso de Pierre Boulez que opinaba que “… la música debe ser histeria y sortilegio colectivos, violentamente actuales”

Hemos oído en pandemia y también antes, que el arte nos hace mejores. Pero es un cliché que puede llegar a ser poco y nada veraz, y diría que hasta ofensivo. Hemos visto y hemos asistido a conciertos en los que la música se proponía como un símbolo de unión y de bondad entre los seres humanos sin distinción de razas, religiones e ideas políticas. Nadie puede negar que en sí misma la música contiene algo de la mística de lo sublime y espiritual, pero también, es capaz de todo lo contrario. Boulez y muchos otros grandes músicos del siglo XX no hablan sino de esto mismo. La potencialidad real de la música consiste principalmente en que tiene múltiples lecturas e intérpretes. Hitler y Stalin son un ejemplo. Ha costado mucho tiempo y esfuerzo superar el daño colateral producido por la melomanía de muchos genocidas y dictadores. Si busco una imagen clara y bien cinematográfica para ejemplificar esta asociación dañina y prejuiciosa, encuentro la siguiente: Uno de los amantes de la música clásica más relevante de las películas de Hollywood es el asesino en serie Hannibal Lecter, en The Silence of the Lambs, que, en una escena de éxtasis sublime, al compás del aria de las Variaciones Goldberg, asesina brutalmente y devora la mitad del rostro de uno de sus carceleros.

Después de la indisimulable “ruptura drástica y violenta con la tradición”, la cultura musical del siglo XXI no ofrece -ni parece que lo quisiera tener- ningún centro. El pluralismo de los lenguajes reina tan viral como incurable. En la arena comercial y masiva, subsisten revitalizados, en el oído de las nuevas generaciones, los géneros clásicos rap, reggaetón y el viejo pop intentando construir algo que va desde lo testimonial y la resistencia social, hasta la “música ligera”, ligerísima, para bailar y olvidar.   

En un artículo de la BBC de hace unos años, leí que investigadores de las universidades londinenses Queen Mary e Imperial Collège, analizaron más de 17 mil canciones pop que integraron una p lista prestigiosa de éxitos musicales. Recogieron las melodías internacionales más populares. Desde los acordes del jazz y el blues hasta el rock con acordes mayores y una creciente "agresión" de guitarra y voces estridentes, el oído del público se hizo menos susceptible a las sutilezas clásicas. Fueron las nuevas tecnologías, los sintetizadores, los sámplers y las cajas de ritmos los que propiciaron una revolución estilística en el siglo pasado.

El tecnopop que tanto caracterizó a los años 80, compartió escenarios con el soul y el estilo afroamericano. Aún resuena para muchos de nosotros, "In the air tonight" de Phil Collins que fue copiada por casi todas las bandas de rock. O aún evocamos aquella época de los conciertos multitudinarios en grandes estadios de fútbol con artistas como Bon Jovi. Entre nosotros, no podemos olvidar el estadio de de Ferro Carril Oeste con el recital de Charly García. Fue la primera vez que un artista de rock argentino se presentó en un estadio de fútbol.

Pero la entrada a este siglo, desplaza y desvanece la armonía, con el rap y el hip hop que no la usan. El énfasis está en el sonido de la voz y el ritmo: se demuestra así que es posible una canción pop sin armonía. Los patrones de voz, viejos ritmos funk de los 70 y la desapareción de las guitarras son subrayados por los investigadores ingleses que concluían confirmando que durante los últimos 50 años la música se fue diversificando de una manera desconocida hasta el momento actual. Conclusión que de un modo menos académico y científico, ya había manifestado John Cage:

“Vivimos en un tiempo en el que creo que no hay una corriente principal, sino muchas corrientes, o incluso, si se quiere pensar en un río de tiempo, que hemos llegado a un delta, puede que incluso más allá de un delta, a un océano que se extiende hasta el cielo azul”.

O como lo leí del mismo Cage, citado en un artículo de Pablo Gianera:

"Estemos donde estemos, oímos sobre todo ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, nos resulta fascinante".

Es evidente que no es la música la que ha cambiado tanto como ha cambiado nuestro oído. Los invito a imaginar que cada época construye su propio oído, así como cada época tiene su manera de percibir el mundo, es decir, una época construye además su mirada, su gusto, su olfato y su tacto. Hubo una época para Giovanni Pierluigi de Palestrina y otra para Ricky Martin. Hubo una para Shakespeare y otra para Pablo Coelho. Hubo una para Rembrandt y ésta para el selfie y la estupidez.

Pero pensemos no sólo históricamente el fenómeno de la percepción. ¿Siempre es un fluir constante? ¿No existe un cauce en este flujo que pueda ser algo más permanente? ¿Algo que cave en lo profundo? Algo así como lo que Hölderlin le pide a la noche, en su hermosa elegía Pan y vino:

Pero ella debe ofrecer también, para que, en el tiempo vacilante,

  en la oscuridad, algo me dé un apoyo:

el olvido y la embriaguez, generosamente

  regalando la palabra fluída para que, como entre los amantes,

esté atento, y con la copa más llena y la vida más aventurada,

también el sagrado recuerdo, velando en la noche.

 

Hölderlin habla del “sagrado recuerdo” pero sin el sentido que le solemos dar; no se refiere a algo religioso. Él es el más griego de los poetas alemanes. Creo que habla de la memoria como un territorio que podemos habitar, aquí o allá, entonces o ahora, vivos y muertos en el mundo, junto a las cosas mismas que no están presentes. Recordar y olvidar apunta a otra dimensión de la temporalidad histórica. Por eso el “sagrado recuerdo” es “un apoyo” en el tiempo. O mejor, podría decir: en nuestra “falta de tiempo”. Lo paradójico de esta situación es que el pasado no se recupera, no se corrige ni elimina, no sólo no nos deja volver, sino que no vuelve. Pero al mismo tiempo, buscamos la repetición y el recuerdo. No sólo por nostalgia o melancolía, sino porque la existencia futura, o la simple promesa de un futuro para la humanidad, depende de esa dimensión de permanencia entre dos olvidos: La dimensión o reino de las Musas hijas de la Memoria.

La pandemia nos ha dejado más solos que antes, llevándose a desconocidos tanto como a amigos y parientes. La enfermedad y la muerte no nos eran extraños antes de la pandemia, tampoco la miseria y la pobreza o la inhumanidad y la crueldad. Lo que hemos vivido nos ha dejado percibir, muchas veces, la sensación contradictoria en que el futuro parecía disolverse en un extenso y ansioso presente. Muchos de esos momentos, estuvieron acompañados por la música, como si la cueva pandémica recobrara el eco primigenio de aquella relación entre música y memoria que nos traía una flauta de más de 40 mil años. El indisoluble vínculo con el arte que muy posiblemente nos defina como seres humanos.

Es que la música tiene, a pesar de los melómanos y los productores, un papel “terapéutico” en la vida. Es, como afirma George Steiner: "un fenómeno sin el cual, para innumerables hombres y mujeres, esta tierra plagada y nuestro tránsito por ella probablemente sería insoportable".

 

 

 

 
 
II. ARVO PÄRT Y LA BELLEZA DE LA MUSICA

 

Arvo Pärt ha logrado reconocimiento con su música en cine, aunque es mucho más que un compositor en la industria cinematográfica. Nacido en 1935, en Paide, cuatro años antes de que Estonia se sometiera a la URSS, es el creador de un nuevo oído.

Su música fue utilizada en numerosas películas. La soprano danesa Else Torp canta el inolvidable My Heart’s in the Highlands, en La grande Belleza de Paolo Sorrentino. Y el mismo director italiano también hace escuchar a Arvo Pärt en la serie de televisión The Young Pope. Otros directores se suman a una lista en la que su música adquiere relevancia sobre la imagen, como es en The Club de Pablo Larrain, o en la última versión de Farenheith 9/11 de Ramin Bahrani, o en La delgada línea roja de Terrence Malick, o en Elogio del Amor de Jean-Luc Godard, o en Heaven de Tom Tykwer, o en Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson, o en Soldados de Salamina de David Trueba, o en Gravity de Alfonso Cuarón.

Estamos acostumbrados a acercarnos, a través de la imagen, sin saberlo, a ciertas experiencias que no aceptaríamos sin resistencia o cuestionamiento. Son experiencias que, de no estar mediatizadas por la sensiblería de la espectacularidad, eludiríamos definir como "espirituales" y "profundas". Pero ha sido Arvo Pärt que ha logrado acercarnos a estas experiencias, en la actualidad. Es tal vez cierto que un fantasma parece recorrer el mundo de la pandemia: el fantasma de lo espiritual y trascendente. Síntomas de este regreso fantasmal son el auge del ocultismo, las sectas religiosas, la polifacética New Age y las profesionalizadas pseudociencias que plenas de voluntarismo y slogans venden en las pantallas sus productos mágicos. Al mismo tiempo, se expande el miedo al fanatismo, las fobias, las angustias sobremedicadas o el fastidio ciego a la racionalidad humana, en el intento de sustitución tecnológica. Pero no se puede negar lo que el delirio moderno ha inducido a borrar o banalizar: algo que en nuestra intimidad no puede explicarse y se siente como la mayor ausencia. En ese sentido, no hace mucho, Jürgen Habermas respondía a una entrevistadora de un diario que “la modernidad secular se ha alejado de lo trascendente por buenas razones, pero la razón se marchitaría con la desaparición de cada pensamiento que trascienda lo que existe en el mundo en su conjunto”.

La espiritualidad y trascendencia que la música de Pärt encierra fueron percibidas por muchos directores e intérpretes que las han combinado de manera potente con lo visual e instrumental, realizando así, escenas de belleza y significación que no se alcanzarían si no fuera por esa atmósfera sonora.

Al igual que en la poesía de pensamiento o la lírica, el lugar que se le ha dedicado a las manifestaciones musicales que suelen contradecir a los mandatos de una estética de época, son muy resistidos o simplemente, ignorados, aunque paradójicamente hayan demostrado su capacidad de filtración en el espeso y superpoblado ámbito cultural. No se trata solamente de si han logrado ser escuchados por directores y artistas. Hay una incapacidad moderna de entender lo que proponen. Es lo que ha descripto Borys Groys en su inquietante libro Arte en flujo:

"Durante la modernidad nos hemos acostumbrado a entender que los seres humanos son incurablemente mortales, finitos e irreparablemente determinados por las condiciones materiales específicas de su existencia. Los humanos no pueden escapar a estas condiciones siquiera en un viaje de la imaginación, porque incluso ese viaje tendrá como punto de partida la realidad de su existencia. En otras palabras, la comprensión materialista del mundo parece negar el acceso de los seres humanos a la totalidad del mundo que les había sido garantizado por la tradición religiosa y filosófica. Según este punto de vista, somos capaces de mejorar las condiciones materiales, pero no podemos superarlas..."

Groys está pensando en una búsqueda de totalidad y trascendencia que sería la preocupación principal de la cultura; habla del intento de trascendencia que conocemos de ejemplos  históricos de autoliberación en nombre de dioses, semidioses, héroes, profetas: "pero también leemos -dice- los tratados filosóficos y científicos que describen el mundo según los principios de la razón" y es ahí donde encontramos las narrativas y discursos que presuponen en la mente humana una necesidad -o también, una habilidad- para elevarse sobre su existencia material y superar su propia finitud.

La experiencia que depara Pärt va por el mismo lado que ese principio de razonabilidad de los tratados filosóficos y científicos, sin eludir la controversia paradojal que este tipo de planteo sugiere. Con sólo ver su trayectoria, podemos entender la búsqueda de un lenguaje compositivo que le permitiera acceder a la superación de esta dialéctica clausurada de la modernidad, la habilidad de la que habla Groys "para elevarse sobre su existencia material y superar su propia finitud”.

Es necesario revisar esta trayectoria para entenderla en la real dimensión que tiene. En sus inicios, Pärt exploró las técnicas compositivas vanguardistas propias del siglo XX, como el serialismo y el dodecafonismo. Nekrolog es como tituló en 1960, a la composición que sería la primera obra dodecafónica de Estonia y que lo expuso ante el régimen haciéndolo sospechoso de “decadencia occidental”. Con su Credo en 1968, obra basada en el Preludio en Do Mayor de Bach, fue más lejos: transgredió los parámetros artísticos del realismo socialista que lo entendió como un manifiesto de exaltación de la fe cristiana en un país lógicamente ateo y marxista.

Durante aquel conflictivo periodo, estudia a fondo canto gregoriano, los compositores medievales y la polifonía renacentista. Se interna en el oído de compositores como Guillaume de Machaut, Johannes Ockeghem o Josquin, y es en esas sonoridades, en la monodia y el contrapunto, en armonías más simples y acordes triádicos, donde se encuentra a sí mismo. Afirma en una entrevista con el musicólogo Enzo Restagno que:

“En esa época me había convencido de que no podía seguir adelante con el material que tenía a mi disposición. No tenía suficiente material para continuar, y, por eso, simplemente dejé de escribir música. Quería tomar contacto con algo vivo y sencillo y que no fuera destructivo..." 

Y cuenta que tomó la decisión de distanciarse de su trabajo como ingeniero de grabación en la Radio de Estonia: "la necesidad de distanciarme de ese lujo", dice "porque tenía la sensación de estar encerrado en una torre de marfil".

Y agrega:

"Lo que quería era una línea musical simple -con vida intrerior, que respirara-, como aquella que se encuentra en los cantos de épocas remotas, u hoy en día en la música tradicional: una monodia absoluta, una voz desnuda de la que surge todo. Quería aprender a dirigir la melodía, pero no sabía cómo hacerlo”. 

En la misma entrevista que tuvo lugar en Castello Tesino, en 2003, estuvo presente su compañera Nora quien explica que "lo que él (Arvo) quería hacer era construir un nuevo oído. Por eso en ese tiempo renunció a escuchar cualquier otro tipo de música". Y aclara: "Arvo quería encontrar en su interior esa fuente misteriosa, y permitir que los sonidos brotaran libremente; por eso intentó reunir toda la información que lo ayudara en esa tarea. Lidiaba con la lectura de salmos e inmediatamente intentaba escribir una línea melódica sin cortes y sin control, como si fuera ciego, para poder transformar los efectos de esa lectura en música..."  Nora, la confidente lúcida y la testigo más necesaria, también nos cuenta la intimidad de una búsqueda en que la lectura de salmos según confiesa Arvo Pärt no contenían la relación buscada entre melodía y palabra, por eso también recurrió intensamente a contemplar la naturaleza y dibujarla: "Recuerdo -cuenta Nora- que observaba bandadas de pájaros, las dibujaba en su cuaderno y escribía sus melodías..." 

¿Qué extraña habilidad nace en nosotros cuando nos atrapa lo inexpresable? Tal vez, sea el tema principal de la música y también de la poesía en todos los tiempos. No en vano, la mención de Dante entre las lecturas del estonio cobra significación ante el interrogante. En los años de sus experiencias con la música antigua, el compositor empezó a leer a Dante en una traducción rusa del siglo XIX, "con muy buenas notas complementarias". El tópico medieval del “corto dire”, de la “cortedad del decir”, fue utilizado, por ejemplo, por Dante en el canto XXXIII del Paraíso (“Oh quanto è corto il dire e come fioco/al mio concetto. E questo, a qual ch’io vidi, / è tanto, che non basta a dicer poco”) Es un tópico donde debe situarse la “experiencia de lo indecible” que no sólo atañe a la palabra poética sino también a la música. La sensación de lo inefable produce la necesidad expresiva del poeta que también es compositor y al mismo tiempo, adquiere la conciencia del “corto dire” como una extrema tensión del espacio escrito y del silencio.

La música no podría darse si no existiera una tensión como ésta. La cuerda de un arco por sí sola no lanza a lo alto una flecha ni puede sonar. La música tradicional se hace de tensiones entre armonías y tonos. La voz y la palabra no se comportan de manera distinta.

Arvo Pärt ha pensado igual que John Cage, esta tensión originaria entre silencio y música. Y se pregunta "¿Cómo podemos ocupar el silencio que sobreviene -la pausa- con tonos que sean dignos de la pausa que los precede -el silencio-?”. Restagno lo empuja a hablar de los idiomas en que están escritas sus composiciones vocales. Y lo invita a explicar el comienzo de una obra donde hay largos silencios entre las palabras, se trata del Miserere. Y responde:

"Piense en un criminal que está frente a un tribunal esperando su sentencia definitiva y tiene la posibilidad de expresar sus pensamientos por última vez. No queda mucho tiempo para las explicaciones finales y tiene que escoger las palabras con sumo cuidado... cada palabra representa un peso pequeño que hará que la balanza se equilibre de nuevo...cada palabra tiene un valor y el silencio subsiguiente se ve influenciado por ella..." Y concluye: "Es una cadena en la que se entrelazan el inspirar y el espirar, la esperanza y la desesperación: ésta fue mi primera intención. Ciertamente el compositor tiene que determinar la dramaturgia musical, pero todo el resto viene del texto -aún cuando cada uno lea el texto de una manera diferente".

No es solamente un problema de traducción del texto, sino de sentir que cada palabra en ciertos idiomas alberga un mundo entero y el más sonoro silencio. Lo difícil es encontrar esas palabras. La relación entre palabra y música está incorporada desde el inicio de la búsqueda de un nuevo oído que se capaz de componer un estilo.

En el caso del compositor estonio, nace un nuevo estilo: el Tintinnabuli.  Estilo y técnica consisten en dos líneas que se conectan entre sí, por una relación tríada. Pärt se inspira en el sonido del campanero ruso propio de la fe ortodoxa, que dispone de muchas campanas con distintos sonidos. De ahí el nombre tintinnabuli, que procede del latín, y hace referencia a las campanas. Y las tres notas de la tríada las representan. Cuando se golpea una, su sonido no parece que deje de vibrar. Similar a ellas es el tintinnabuli: poco a poco se acumula y muestra matices más densos que evocan las campanas. El tintinnabuli evoca un estado de suspensión de la multiplicidad y laberinto de la vida moderna. Él mismo lo trata de definir en su album Tabula Rasa: 

"...es un ámbito por el que a veces vago y en el que me introduzco en busca de respuestas – en mi vida, en mi música, en mi trabajo. En mis horas más lóbregas, tengo el sentimiento cierto de que todo lo que se encuentra fuera de esta cosa única carece de significado. Aquello que es complejo y con muchas caras me confunde y he de buscar la unidad. ¿Qué es esta cosa única y cómo encontraré mi camino hacia ella? Trazas de esta cosa perfecta aparecen de muchas formas… y todo lo que no tiene importancia se desvanece. El tintinnabuli es algo así. Aquí estoy yo solo con el silencio. He descubierto que basta con que se toque una sola nota de un modo bello. Esta nota única, o un ritmo silente, o un momento de silencio, me confortan. Trabajo con muy pocos elementos – con una voz, con dos voces. Construyo con los materiales más primitivos… con la tríada, con una tonalidad específica. Las tres notas de la tríada son como campanas. Y a eso es a lo que llamo tintinnabuli”. (En las notas a su álbum Tabula Rasa, ECM, 1984)

Desde entonces, Pärt ha mantenido una relación de más de cuarenta años con esa técnica. El nacimiento de este nuevo lenguaje lo condujo a un año muy prolífico, 1977, en que compuso algunas de sus obras más interpretadas: Cantus in Memory of Benjamin Britten, Fratres, Summa y Tabula rasa.   Retoma así una tradición de la música espiritual, especialmente coral: la voz se vuelve esencial, con un gran peso de la palabra, por lo general sobre la base de textos litúrgicos o plegarias. En su abarcador libro, El ruido eterno, Alex Ross cuenta lo siguiente:

"La quietud de la música de Pärt no significaba que él mismo se hubiera convertido en un quietista (hesicasta).  Quienes se refieren a él como una persona “monacal" yerran el tiro; detrás de sus ojos tristes y su larga barba hay una voluntad de hierro. En 1979 realizó el gesto nada shostakovichiano de ponerse una larga peluca y arengar a la Unión de Compositores Estonios en el marco del debate sobrelas restricciones oficiales. El año siguiente desertó a Occidente; Schnittke, que había tocado la parte de piano preparado en las primeras interpretaciones occidentales de Tabula rasa, hizo los preparativos necesarios para que Pärt y su mujer se quedaran en Viena, pero la pareja acabó estableciéndose en Berlín. Parecía aguardarle un exilio solitario y pobre; el establishment musical alemán se oponía a cualquier forma de minimalismo. Pero cuando el sello discográfico alemán ECM empezó a publicar grabaciones de la música de Pärt en los años ochenta, se vendieron millones de copias, cantidades inauditas para la nueva música. No es difícil de adivinar por qué Pärt y varios compositores de ideas afines -fundamentalmente Henryk Górecki y John Tavener- lograron un grado tal de respaldo masivo durante los booms económicos globales de los años ochenta y noventa; brindaban oasis de reposo en una cultura tecnológicamente sobresaturada. Para algunos, la extraña pureza espiritual de Pärt satisfacía una necesidad más desesperada; una enfermera ponía regularmente Tabula rasa en la sala de un hospital de Nueva York a varones jóvenes que estaban muriendo de SIDA, y en sus últimos días ellos le pedían oírla una y otra vez." (Ross, Alex, El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música. Barcelona, Editorial Seix Barral, 2009)

Hay algo sanador al escuchar "una sola nota de un modo bello", sin atender demasiado a la multidiversidad en que nos perdemos diariamente, en el mundo y la mente. En su música, anidan algunos de los conceptos espirituales de la fe ortodoxa, más específicamente del hesicasmo, una doctrina y práctica ascética difundida, a partir del siglo IV, por los Padres del Desierto. Pero lo espiritual en él no se debe confundir con lo netamente religioso y místico. Él mismo se toma el trabajo de aclararlo:

 "...por espiritualidad no entiendo algo místico, sino cosas muy concretas. Existen diferentes actitudes: una manera muy negativa de pensar, y otra que ve todo bajo una luz positiva. La música y el arte antiguo nos enseñan a mirar las cosas desde ese segundo punto de vista. Por ejemplo, Fra Angelico pintó obras que representan El Juicio Final; naturalmente en ellas se muestra el infierno, pero de alguna manera parece revestido de santidad, y en ese sentido simplemente presenta un poco más de color. Para otros pintores posteriores, el infierno era un lugar real, pero el cielo no era tan puro como el de Fra Angelico. En relación a esto, recuerdo las palabras de Peter Brook cuando comentó su legendaria puesta en escena de Don Giovanni en Aix-en-Provence. Dijo que la magia de Mozart radica en que nunca juzga a nadie y acompaña a todos los protagonistas de sus óperas con cariño, también a los malvados, y los aborda a todos con la misma nobleza y empatía".  (Conversaciones con Arvo Pärt, de Enzo Restagno y otros, Ed. Templo en el oído, Córdoba, 2017 (tr. de Daniela Fugielle)

Esta mirada se transforma en una sonoridad que el oyente experimenta sin necesidad de saber en qué idioma se le habla, porque se respira la compasión, la nobeza y la empatía de una inocencia primordial. Como en el canto gregoriano, la sucesión de tonos constituye una verdadera conversación por encima del lenguaje, comparable al canto de los pájaros que, nosotros sin entenderlos, ellos entienden. En el oído, sucede como dice Rainer María Rilke en su primer poema de los Sonetos a Orfeo, en la magnífica traducción de Carlos Barral:

Un árbol se irguió entonces. ¡Oh elevación pura!

¡Orfeo canta! ¡Árbol esbelto en el oído!

Todo enmudece. Mas del total silencio

surge un principio, la señal, el cambio.

 

Bestias de silencio se arrancaron a la clara

selva liberada de nidos y guaridas;

fue manifiesto entonces que ni la astucia

ni el miedo las amansaban de ese modo,

 

sino el oído. Rugidos, bramidos, gritos

empequeñecieron en sus corazones. Y donde no había

sino una cabaña apenas en donde acoger el sonido,

 

un refugio de deseo oscurísimo

con un umbral de temblorosas jambas;

tú les creaste un templo en el oído.

 

Estonia recuperó su independencia en 1991, y Pärt restauró su relación con el país, tanto personal como artísticamente. Su música se volvió a interpretar con regularidad y los lugares en los que vivió en su juventud le ofrecen habitualmente homenajes el día de su cumpleaños. En 2010, Pärt regresó definitivamente a Estonia, donde vive desde entonces. Ese mismo año, él y su mujer Nora fundaron el Centro Arvo Pärt.

 

 

 

Referencias:

 

Arvo Pärt. Paul Hillier. Oxford University Press, 1997, Nueva York

Arvo Pärt and three types of his tintinnabuli technique de B.M. Oranit Kongwattananon. Master of music, 2013, University of North Texas.

Arvo Pärt. El minimalismo espiritual como resistencia de Rafael García Alonso. Universidad Complutense de Madrid.

Eclecticismo en la música contemporánea: Carmen Replay, de David del Puerto, como paradigma compositivo, de Israel López Estelche, 2013. Universidad de Oviedo.

El ruido eterno: Escuchar al siglo XX a través de su música de Alex Ross. Traducción de Luis Gago, Seix Barral 1996. Psychology Press.

The Cambridge Companion to Arvo Pärt. A. Shenton, 2012. Cambridge University Press.

Campanas místicas en el Báltico. Tomás F. Molina. Revista nova et vetera

La mística de Arvo Pärt. Alfonso Nava. El Siglo de Torreón

Moreno. Lucía: Silencio y campanas: el Tintinnabuli de Arvo Pärt en https://academiaplay.es/silencio-y-campanas-el-tintinnabuli-de-arvo-part/

George Steiner, Errata: An Examined Life (Londres: Weidenfeld y Nicolson, 1997), p. sesenta y cinco.

Conversaciones con Arvo Pärt, de Enzo Restagno y otros, Ed. Templo en el oído, Córdoba, 2017 (tr. de Daniela Fugielle)

Arte en flujo. Ensayos sobre la evanescencia del presente de Boris Grys. Traducción de paola cortes Rocca. Caja Negra, 2016. Buenos Aires.

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