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LOS Discursos de Odio
en la Literatura Argentina

Guillermo E. Pilía

Nació en La Plata, Argentina, en 1958. Se graduó en Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Aunque se ha dedicado a escribir en casi todos los géneros, su predilección ha sido por la poesía. Ha publicado entre otros muchos los siguientes libros  Arsénico (1979); Enésimo Triunfo (1980);  Huesos de la Memoria (1996); Viento de lobos (2000); Visitación a las islas (2000); Como el dios que gestaba en su muslo (2020); y Caiarba la umbra (2023). 

Es miembro de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid desde 2014, que en la actualidad preside. Ingresó a la Academia de Buenas Letras de Granada en 2018; su discurso de incorporación fue sobre Federico García Lorca en la Universidad de La Plata.

Además pertenece a otras seis academias en España, Italia y Rumanía. En 2019 fue elegido secretario general de la Sociedad Argentina de Escritores cargo que sigue ejerciendo.

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Quien no haya sentido alguna vez odio, que arroje la primera piedra. Todos, en mayor o menor medida, momentánea o persistentemente, con culpas o sin ellas, hemos experimentado ese sentimiento de rechazar o eliminar aquello que nos genera disgusto. En tanto que se trata de un sentimiento, no puede ser ajeno al mundo del arte, que se maneja en gran parte motivado por los sentimientos. Y como la literatura es un arte que se manifiesta a través de la palabra, el odio se expresa en las letras a través del lenguaje y a través de un discurso.

Podríamos hacer arqueología literaria y buscar las manifestaciones del odio en la literatura argentina desde los tiempos en que aún no nos habíamos identificado como nación  y más tarde en los textos de nuestros primeros poetas americanos contra los españoles de los que querían liberarse. El himno nacional argentino de Vicente López y Planes, por ejemplo, está lleno de expresiones de odio. Pero nuestro recorrido empezará unos cuantos años más tarde. Como afirmó David Viñas, la literatura argentina comienza con Rosas y “El matadero” de Esteban Echeverría es un texto fundamental cuando nos referimos al discurso del odio. La generación del 37 encontró en Rosas el modelo perfecto del antihéroe romántico, con sus prolongaciones en otros caudillos populares como Facundo Quiroga, que Sarmiento convirtió en un personaje absolutamente novelesco. Hay que reconocer que “El matadero” nos regala con páginas de muy buena literatura, más allá del odio social que chorrea desde cada renglón. Páginas muy superiores a la floja versificación de “La cautiva”, donde Echeverría se vuelca hacia otro objeto de odio: el indio.

Querría llamar la atención sobre otro personaje de nuestra historia literaria no tan conocido: José Rivera Indarte, fanático rosista en sus primeros tiempos, autor del “Himno de los Restauradores”, pero sobre todo de un poema en el que incitaba a introducirles una mazorca por el ano a los unitarios. Rosas lo encarceló por delitos comunes que él disfrazó de “persecución política” y lo llevó al bando opuesto. A su pluma le debemos gran parte de las leyendas sangrientas que se le atribuyeron a Rosas sin el menor análisis histórico. Pero hay un texto de su autoría que conviene recordar en estos momentos. Se trata de “Es acción santa matar a Rosas”, caso explícito de incitación al magnicidio a través de la literatura. En este ensayo Rivera Indarte justifica e incita al tiranicidio, llegando incluso al delirio de invitar a la propia hija de Rosas, Manuelita, a asesinar a su padre.

Obras como “Amalia” de Mármol o “Facundo” de Sarmiento fueron leídas durante generaciones como textos históricos y no como literatura, alimentando un odio hacia la figura de Rosas incompatible con lo que la historia investigó sobre sus gobiernos. ¿Por qué ese odio no cesó después de Caseros, o dictada la Constitución de 1953? Quizás porque Rosas era simplemente la personificación de algo aborrecible que perduró más allá de sus mandatos e incluso de su muerte. Por eso la literatura siguió explotando el odio a Rosas con los folletines truculentos de Eduardo Gutiérrez, las obras dramáticas de las primeras décadas del siglo XX e incluso una novela tardía como “La corbata celeste” de Hugo Whast.

Lo que no se extinguió con Rosas fue “la chusma”, “el gauchaje”, “los negros”, “los indios” a los que su gobierno favoreció y que entraban en conflicto con la idea de una Argentina blanca, europea y civilizada. Y acá tenemos que hablar de otro gran escritor y odiador argentino, Domingo Faustino Sarmiento, que escribió que la sangre de los gauchos “es un abono que es preciso hacer útil al país”; que por los indios “siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar, […] a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen”; y que  “entre los europeos y los árabes en África, no hay ahora ni nunca habrá amalgama ni asimilación posible; […] y amo demasiado a la civilización para no desear desde ahora el triunfo definitivo en África de los pueblos civilizados”.

Contra la política de Sarmiento se alzó la voz, a través de la acción, el periodismo pero también la literatura, de José Hernández. “El gaucho Martín Fierro” denuncia las condiciones de vida de los habitantes de nuestras campañas llevados por la fuerza a servir y morir en los fortines, mientras el gobierno procuraba reemplazarlos por inmigrantes que forjaran una Argentina europea. Pero en “La vuelta de Martín Fierro” Hernández parece defeccionar de sus convicciones y vuelve a instalar un discurso de odio que no era nuevo y que estaba destinado a perdurar: el odio hacia el indio. La descripción de la vida en las tolderías, la crueldad de los pampas, su animalidad, no están lejos de lo que ya había escrito Echeverría. Ya sabemos en qué terminó toda esta prédica, de la cual la literatura no estuvo ausente: el exterminio de los indios.

En la historia social argentina los odios van mutando. La literatura baila al ritmo de esas mutaciones. El sueño de una Argentina europea se vio trastornado por la llegada de una inmigración que no estaba a las alturas de los anhelos de la generación del 80: italianos y españoles meridionales, desplazados de la Europa central y, entre todos ellos, los judíos. Desde ya que el antisemitismo no es de cuño argentino.  El mito de la conspiración judía tiene su antecedente en “La Francia judía. Ensayo de historia contemporánea” del francés Edouard Drumont. La versión argentina fue “La Bolsa”, la novela donde Julián Martel postula que hay un sindicato judío mundial oculto y la sospecha de que “los judíos empiezan a invadirnos sordamente”.

El odio al inmigrante fue un tema temprano de la literatura argentina. Se insinúa ya en la pieza dramática “El amor de la estanciera” a fines del siglo XVIII. Lo encontramos también en “Juan Moreira” de Eduardo Gutiérrez. Y en la novela “En la sangre” de Eugenio Cambaceres, cuyo protagonista, un italiano ruin, ilustraba con sus rasgos degenerados las tesis del criminólogo italiano Cesare Lombroso. No obstante, los libros que instalaron el mito de la conspiración judía mundial en la Argentina fueron en 1935 “El Kahal” y “Oro”, dos novelas consecutivas de Hugo Wast. “El Kahal-Oro” repite los tópicos antisemitas acumulados por décadas. Una oscura conspiración atraviesa y explica la milenaria historia mundial: la conjura judía para dominar el orbe. “La patria real del judío moderno, no es la vieja Palestina; es todo el mundo, que un día u otro espera ver sometido al cetro de un rey de la sangre de David, que será el Anticristo”.

Los discursos de odio hacia inmigrantes y judíos pueden tener origen en un sentimiento atávico de la propiedad de la tierra, de su ocupación y explotación, todo unido a la xenofobia y la intolerancia religiosa. No es el caso de los negros, que no llegaron al país por invitación ni propio deseo, como que los trajeron en calidad de esclavos. Más allá de que Mitre inventara al personaje del negro Falucho para homenajear a todos los que combatieron por la independencia y de las miradas afectuosas de algunos escritores del siglo XIX y XX, los afrodescendientes también han sido objeto de los discursos de odio. Así Sarmiento en “Conflictos y Armonías de las razas en América” cuando escribe: “Felizmente las continuas guerras y epidemias han exterminado casi por completo la población masculina negra”. O Miguel Cané cuando describe a los “negros comunistas” de Martinica. E incluso Roberto Arlt en sus “Aguafuertes cariocas”.

En los años 40, las clases altas y la incipiente clase media vieron cómo nuevamente aparecía un coronel del pueblo para darle reivindicaciones sociales a “la chusma”. La comparación del peronismo con el rosismo, de la primera a la segunda “tiranía”, fue inmediata. “Dos tiranías hubo aquí —escribió Borges—. Durante la primera, unos hombres, desde el pescante de un carro que salía del mercado del Plata, pregonaron duraznos blancos y amarillos; un chico levantó una punta de la lona que los cubría y vio cabezas unitarias con la barba sangrienta. La segunda fue para muchos cárcel y muerte; para todos un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada día, una humillación incesante”. Memoria selectiva la de Borges, que pasa por alto todos los golpes militares y llama tiranías a gobiernos legítimamente elegidos. Sin embargo, las ideas de Borges y los demás escritores del círculo de Victoria Ocampo no eran muy diferentes a las de los escritores de izquierda. Tanto para Beatriz Guido como para David Viñas, el peronismo era “la encarnación del mal”.

Rodolfo Edwards dice que  Borges es el gran matricero del antiperonismo literario. En “El simulacro” plantea la idea de que el peronismo es una farsa, una mentira. Esta idea del peronismo recorre las letras argentinas. Martínez Estrada decía que Perón era un actor y Evita una vedette. Es más, tuvo una psoriasis en la piel, muy grave, que él llamó “peronitis” aguda y que se curó cuando cayó Perón. Bioy Casares escribió con Borges el cuento “La fiesta del Monstruo”, que describe la celebración de un acto peronista, contado desde la perspectiva de un “cabecita negra”, plagado de burlas hacia la forma de hablar de las clases populares, y que termina con el asesinato de un judío, para que no queden dudas sobre la filiación nazi de la “segunda tiranía”.

Ya que mencionamos a Bioy Casares y que hablamos sobre el odio en la literatura argentina, no querría dejar de mencionar su “Diario de la guerra del cerdo”. A lo largo del relato la lucha entre jóvenes y viejos está siempre presente, estos últimos son objeto de ataques y persecuciones que en algunos casos acaba con su muerte, como el vendedor de diarios a quien en las primeras páginas un grupo de jóvenes mata sin razón alguna. Bioy retrata los jóvenes como violentos y descerebrados que realizan sus actos sin saber qué motivos les guían pero, dentro de la irracionalidad de la situación inserta frases alusivas a una explicación, como: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser” y “matar a un viejo equivale a suicidarse”. El grupo de los viejos es tal vez el que recibe un odio más tácito y culposo en nuestra sociedad actual. El odio suele adornarse con muchos justificativos: ideología, clase social, raza, elección sexual. La irracionalidad del odio no percibe que hay algo que todos terminaremos siendo, con un poco de suerte: seremos viejos, los jóvenes estarán esperando que apuremos nuestra partida, sin importarles mucho nuestras ideas, color de piel, credo o condición sexual.

Cuando comencé a investigar —palabra grandilocuente— el discurso del odio en nuestra literatura, se me pasó por alto un aspecto: el odio a la discapacidad. Ahora, a la luz de la realidad política que vivimos, recuerdo el miedo que me provocaba de chico el cuento “La gallina degollada” de Horacio Quiroga y el horror a los invidentes que destila el “Informe sobre ciegos” de Ernesto Sábato. El discapacitado es también “el distinto”, “el diferente” que exhuma los miedos atávicos de quienes se consideran normales, y en la raíz del odio siempre está el miedo.

El discurso de odio no es privativo de la literatura: flota en la atmósfera, impregna todo el tejido social, está en los debates parlamentarios, en las manifestaciones públicas, en los estadios deportivos. Pero creo que nunca se legitimó el odio desde la más alta magistratura como en estos últimos años. Cuando el presidente de la República se coloca y coloca a los suyos en un plano superior —superioridad moral, intelectual y estética— abre una brecha terrible: todo lo que queda del otro lado es despreciable y merecedor del exterminio. Estas ideas se manifiestan a través del lenguaje: “monos sin dientes”, “mandriles”, “kukas inmundos”, “viejos meados”. Por suerte el alto magistrado parece no tener, por ahora, la capacidad de convertir todo este odio en literatura.

Dolorosamente comprobamos que los discursos de odio no son inocuos, que sus consecuencias pueden ser terribles. Son la antesala de los femicidios, de los crímenes raciales, de los magnicidios y de los genocidios. Si todavía alguno no lo comprobó, espero que este texto haya contribuido a esa toma de conciencia.

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