top of page

ENTRE PLATÓN Y SAER: 

La charla en que andamos

 

Osvaldo Picardo

rkohEhCQe_1256x620.jpg

¿Qué cosa se entiende por hablar? Acá, en el café, está el televisor encendido con un videoclip de Vicentico, sin sonido. Su boca en un prirner plano, muda, se abre y se cierra. Todos lo miramos. Ninguno lo ve, ni mucho menos, lo escucha. En el sutitulado de la pantalla, dice: Sólo un momento.

 

En el café, alrededor de una mesa charlan tres amigos, y a veces, es dificil oirse. Descubro que se parecen a Vicentico moviendo los labios. Igual -no lo dudo- disfiutan el encuentro; es más, si no se encontraran una o dos veces a la semana, extrañarían. Hablar se habla y... hasta por los codos. Hablar, sí, pero casi sin escuchar ni oír. Por sobreentendidos, adelantándose a lo que dirá el otro. Y hablamos de lo que otros hablan.

 

En un pasaje de un libro de H.G.Gadamer, éste explica que por costumbre se dice que llevamos adelante una charla con alguien, pero "cuanto más propia es una conversación, tanto menos se encuentra su conducción en la voluntad de uno u otro interlocutor" y agrega que una charla es adónde "vamos a parar”, incluso, dónde "nos enredamos".

 

Esa idea de la charla en Gadamer, creo que pertenece a un tipo cerrado de ámbito, o bien a una época y a una sociedad que, irremediablemente, dejamos atrás. No está claro. Puedo aún llegar a intuirla en alguna novela de Macedonio, Arlt, Marechal o Piglia, la recuerdo en sobremesas donde el humo del cigarrillo no estaba prohibido, en caminatas interminables y provincianas a la orilla del mar o del río (el agua invita a estas cosas)... Por el contrario, la "propiedad" de la conversación se esfuma en la impropiedad omnipresente de los celulares y las redes sociales, tanto como entre los pasadizos del chusmerío periodístico, la obligación de lo políticamente correcto, la banalización creciente de los miedos, las neurosis personales. Una larga lista de charlas cotidianas que atentan contra esa otra manera de charlar.

El italiano Giorgio Agamben tiene razón cuando afirma que "el espectáculo es el lenguaje". Pero ¿qué quiere decir esto? "Esto significa -explica Agamben- que (...) el capitalismo (o como quiera llamarse al proceso que domina hoy la historia mundial) no se dirigía sólo a la expropiación de la actividad productiva, sino también y sobre todo a la alienación del lenguaje mismo..."

 

En la mente del filósofo romano, está la lectura de un maldito del S. XX , Guy Debord, quien fuera una de las figuras del mayo francés del 68 y quien escribió el libro y filmó la película "La sociedad del espectáculo".  Ahí dice cosas como esta: "Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación". 

 

Sin abundar mucho más en ese registro complejo de la alienación del lenguaje humano o como dice Agamben en "el desarraigo de todos los pueblos de su habitar vivo en la lengua", me vuelvo a preguntar si no existe algún cambio histórico en la relación entre los hombres que somos partes de un diálogo; ¿por qué cada vez se hace más extraordinario sostener una charla, hasta entre amigos, en un cafe o en una sobremesa? Me refiero a esas charlas que dejaban inquietudes que nos regalaba imaginar un tiempo lento y calmado de la reflexión, del recuerdo, de la intensidad. De algún modo, esta carencia creciente, en la era de la comunicación, sería efecto de la "alienación del lenguaje".

 

Todavía hay, como decía antes, en la literatura, una resistencia evidente a desaparecer. Esa "Literatura" puedo imaginarla como una larga charla humana que atraviesa siglos, censura, olvido e injusticia. Un ejemplo que podría haber tenido lugar en cualquier momento, está, sin dudas, ahí, en el "Banquete" de Platón; en la cena que dio en su casa alguien llamado Agatón, en la Grecia lejana del 416 a. de C. Es una charla que me convence, si alguna vez tuve dudas, de la existencia concreta, en carne y hueso de un tal Sócrates o de un comediante llamado Aristófanes.    

 

Sí, no resulta fácil creer que existieron esos seres de papel y de manual de escuela, pero esta larga charla a la que me refiero los hace presentes de otra manera; suspende la incredulidad acostumbrada y apuesta a una realidad escondida en las maneras de narrar. La del "Banquete" es una historia que la cuenta un seguidor de Sócrates: Apolodoro, al que llaman en tono de broma "el fanático" por su exagerada devoción por las enseñanzas del maestro. No escucho la voz directa de Platón, y pronto, la voz de Apolodoro también deja de escucharse, porque él va a contar lo que, a su vez, le ha contado otro: "fue un tal Aristodemo de Cidateneon, -dice- chiquitito, siempre descalzo y que estuvo presente en la comida invitado por Sócrates..." El banquete ocurrió hace muchos años y Apolodoro lo escuchó de otro discípulo, Aristodemo, que estuvo "colado" en aquel festejo. Apolodoro además se lo cuenta a un tal Glauco, pero en realidad, sólo recuerda que se lo contó a Glauco, porque ahora -el ahora de la narración- lo repite a un grupo de amigos, ahí presentes.

 

Complicado como todo en los griegos ¿no cierto?. Digámoslo así: Aristodemo se lo contó a Apolodoro y Apolodoro les cuenta a unos amigos lo que también él contó a Glauco. Este juego complejo de voces y ecos crea un ambiente familiarmente próximo, entre el humor y la seriedad, para hablar nada menos que del significado del Amor, "belleza que existe eternamente, y ni nace ni muere, ni disminuye ni crece..."

 

Leo y oigo entonces, la larga charla, una especie de traducción que se continúa en otra y repite la primera, aunque no con exactitud ni fidelidad. Y eso es lo que menos importa. Lo que importa es que no termina de decirse y no deja de ser. Siempre hay alguien que recuerda y cuenta amigablemente lo que ha escuchado de los otros (aunque no de todos). Alguien que permite hablar con fuerza, a la pasión.

 

En una dimensión contemporánea y tomando como modelo la lúdica madeja platónica que es el "Banquete", Juan José Saer escribe su novela (comedia) "Glosa". También aquí puedo leer y oir una continuidad de la larga charla de la Literatura. En medio, entre uno y otro, está sin dudas Petronio, inevitablemente San Agustín, Boecio, Cervantes, Shakespeare, Coleridge, Nietzsche, Proust, Faulkner y contemporáneos como Muñoz Molina, Piglia; todos sostienen la charla de otro y se dejan llevar. En el caso de Saer vuelve a ocurrir.

 

El mismo título, "Glosa", evoca otro tiempo y otra música con que se hace el intento (imposible) por reconstruir lo que se ha escapado al silencio y al olvido. Ocurre en la ciudad de Santa Fe, una mañana de octubre de 1961. Durante un paseo de 2l cuadras al sur, Angel Leto y el Matemático se encuentran casualmente para despedirse, sin tener nada o poco en común.

 

"...Habían empezado a caminar juntos en dirección al Sur y el Matemático, a quien a su vez se lo había contado Botón en el puente superior de la balsa a Paraná, el sábado anterior, se había puesto a contarle a Leto la fiesta de cumpleaños de Jorge Washington Noriega, a finales de agosto, en la quinta de Basso en Colastiné..."

 

Al igual que en el Banquete, acá hubo una fiesta; esta vez, se celebró el cumpleaños de un poeta, y no fueron invitados ninguno de los dos paseantes. ¿Quién narra entonces lo que pasó allá? Aparentemente un tal Botón y al Matemático, que a su vez, se lo cuenta a Leto; pero en realidad, la "charla" cómplice de un narrador desconocido va tejiendo la trama con fórmulas reiterativas como "dice el Matemático que dijo Botón que dijo Washinglon..." Hasta llega a complicarse aún más: se suma Tomatis, un personaje de otras novelas de Saer, a quien encuentran durante el paseo, y también, varios años después, Pichón Garay, en el recuerdo del Matemático. La verdad de lo ocurrido y la verdad de la conciencia van jugando, a lo largo de 21 cuadras, con las piezas de un continuo mosaico de conjeturas, interpretaciones y recuerdos de los dos personajes, donde el tiempo se quiebra, no sólo con las evocaciones y los pensamientos personales, sino con anticipaciones de un futuro, en el que Leto se suicidará con una pastilla de veneno antes de ser atrapado por la policía, mientras el Matemático terminará exiliado en Suecia.

 

La intensidad de lo poético avanza sobre la verdad demostrable. Leto concluye mirando el mundo bajo el sol y descubre que esa "concreción amarilla" es

 

"menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente, y después, no sin compasión, viendo el revoloteo enloquecido de los pájaros acrecentarse a su alrededor, él, Leto, ¿no?, que está empezando a derribar los suyos, presiente cuánto les falta de extravío, de espanto y de confusión a las especies perdidas para erigir, en la casa de las coincidencias, que también podría ser otro nombre, ¿no?, el santuario, superfluo en más de un sentido, de, como parece que los llaman, sus dioses."

 

Desde la lejana Grecia del 416 a. de C, hasta el 2006 en que se publica "Glosa" de Saer, la charla de la literatura no deja de ser, no se termina, resiste. Es el mundo del lenguaje lleno de historias, de relatos que no son una sola narración, porque a nuestras voces se le van mezclando las historias de los otros. Soy lo que los otros dicen de mí, tanto como lo que yo escucho de ellos.

 

¿Entre Platón y Saer han cambiado irremediablemente las formas en que los hombres se ponen a hablar entre ellos? 

 

Ironía en uno y parodia en otro, verdad en aquél y extravío en éste, delimitan dos extremos de una larga caminata muy charlada en todos los tiempos. No sólo los temas y sus múltiples interpretaciones son diversos, sino esos modos de oír la música de las palabras. Lo inagotablemente significativo en Platón, llega en Saer a carecer de sentido. Por eso, cualquiera puede entender lo que desee, malinterpretar y hasta negar el sentido de lo que se ha dicho. Eso es también la paradoja de la música de un Beethoven que inspiró tanto a los nazis como a las Naciones Unidas y a la Unión Europea.

Nunca, es cierto, terminamos de decir todo lo que deseamos decir ni oir. ¿Qué oyen los otros de lo que no hemos dicho? Permanece como callada una parte, que no se deja apresar en el enunciado. Y a veces, en muchas ocasiones, nos entendemos igual, aunque algo hemos perdido. La charla se arma sobre un olvido, sobre un paraíso en que todo estaba dicho y no era necesario sino un lenguaje primordial. Ahí, la mitología y algunas religiones han imaginado que el hombre habitaba con los dioses y no eran necesarias muchas palabras.

La charla, a partir de ahí, se da sobre la imposibilidad de ese otro diálogo, en que el sentido divino inundaba la existencia. 

bottom of page