TIEMPOS DE ODIOS
(antología)
Intr. y sel.de Osvaldo Picardo
Autores y poemas en la antología
CATULO /POEMA 85
WILLIAM BLAKE / LO HUMANO
YABRA IBRAHIM YABRA/ QIBYA
ALEJANDRO SCHMIDT / EN UN PUÑO OSCURO
WISŁAWA SZYMBORSKA/ EL ODIO
GIOVANNI RABONI / LA GUERRA
CÉSAR CANTONI /AQUÍ NO HAY DIOS
DOROTHY PARKER/ CANCIÓN DE ODIO A LOS HOMBRES.
REINALDO YISO/ TE ODIO Y TE QUIERO
JUAN L. ORTIZ / DE QUÉ MATIZ
ARTHUR RIMBAUD / EL DOLOR
DICKINSON POEM/498
CHARLES BUKOWSKI/EL GENIO DE LA MULTITUD
MIGUEL HERNÁNDEZ/ANTES DEL ODIO
LOUIS MACNEICE / BAJO LA MONTAÑA
ROBERT LEE FROST /FUEGO Y HIELO
LILIANA LUKIN /FRAGMENTOS SOBRE LA CRUELDAD
PABLO NERUDA/ WALKING AROUND
W. B. YEATS/UN AVIADOR IRLANDÉS PREVÉ SU MUERTE
DYLAN THOMAS / A OTROS APARTE DE TI
ELIZABETH SIDDAL /AMOR Y ODIO
FERNANDO PESSOA/ ALBERTO CAEIRO/ EL PASTOR DE REBAÑOS
No debe de ser necesario aclarar que la presencia de los tópicos literarios del amor y del odio -el Odi et amo de Catulo, o el Nec tecum nec sine te de Ovidio-- pueden encontrarse en tangos de Enrique Santos Discépolo o en letras de Charly García, tanto como en variedad de poetas y narradores contemporáneos. Pero al contrario del tópico del amor, el del odio tiene menos visibilidad, aunque no sea por eso menos inquietante e importante en la literatura como en la vida social de todas las épocas.
Hay muchas palabras para las emociones que el odio o el amor producen. Palabras con las que se confunden con tristeza, alegría, ira, crueldad, piedad, celos, envidia, asco, pena, lástima, etc. Cada palabra encubre o descubre –según el tratamiento discursivo- relaciones entre sí que son causas, conceptos y valores complicados entre lo político y lo moral. Por eso no es fácil deslindar el odio del amor ni establecer una definición que carezca de dudas razonables. La literatura nos ofrece una de las más hondas indagaciones sobre estos dos inmensos sentimientos humanos, demasiado humanos.
Este es el hilo de Ariadna que me permite adentrarme, con la grata compañía del lector de esta breve antología, en el laberinto donde reina lo divino y lo bestial de nosotros mismos.
ODI ET AMO
Empecemos por la literatura clásica en que se hablaba ya de “la enfermedad de amor” convirtiéndose desde entonces en un tópico entre los poetas del s. I a.C. en cuyas obras aparece incluso con distintos nombres latinos que no son difíciles de entender en castellano: malum, morbus, pestis o vitium. Confirmamos que el amor no es un sentimiento muy puro ni sano. De hecho, necesita de una medicina literaria y tiene su retórica de síntomas y terapias.
Catulo es uno de los grandes poetas latinos que siente la incertidumbre que ocasiona el enfrentamiento de sentimientos y así lo deja escrito en un dístico famoso. Me refiero al poema LXXXV, Odie et amo, con el que recrea esa compleja trama sentimental que domina a la razón; así desata la esencia conflictiva entre los extremos que rigen el corazón humano, polaridades contrarias que ya los presocráticos señalaron como motores fundamentales que mueven y organizan el cosmos.
En la actualidad, por el contrario, y con menos metafísica que viagra, se habla del hate sex, que es la leve y refinada máscara de la tensión freudiana entre Eros y Tánatos, pulsiones de creación y destrucción no resueltas. De este modo, esta clase de odio se transforma en una fuerza de atracción, así como el amor puede convertirse en aversión. “No sabía odiar de verdad hasta que descubrí el instinto sexual”, nos dice Junichiro Tanizaki, el autor japonés de La llave, una novela erótica de 1983, que el director italiano Tinto Brass adaptó al cine, trasladando la acción de Japón a la Italia de los comienzos del fascismo.
Otra de las filosas aristas a tener en cuenta es la sobrevaloración que otorgamos a las posibilidades del amor humano, es decir, lo poco y nada probable "omnia vincit Amor” (el amor todo lo vence); así como la idea que una sola persona pueda sostener un verdadero sentimiento de amor hacia el resto desconocido de la humanidad. Es pedir demasiado en ésta, nuestra edad de hierro.
Algunos recuerdan aún que la medida exacta del amor no está dada sino por el acto mismo de amar a otro, según sus humanas limitaciones y traumas. Nadie, a no ser las religiones místicas y algunos creyentes, consideran en verdad las intervenciones omnipotentes del amor y la gracia divinas. El polemista esloveno Slavoj Žižek, advierte que la experiencia singular y concreta del “amor al prójimo” cristiano se ve paradójicamente impulsada por una aversión a la propia vulnerabilidad y por la propia carencia que uno ve en el otro. No es un amor desinteresado ni del todo sincero, según el esloveno. Por ejemplo, la masividad viral y tecnológica de las causas humanitarias arrastran consigo esa paradoja inherente por la cual se puede “amar a distancia”, sin involucrarse personalmente, porque “es fácil amar la figura idealizada de un vecino pobre e indefenso, por ejemplo, el africano o el indio hambriento; en otras palabras, es fácil amar al prójimo siempre que se mantenga lo suficientemente lejos de nosotros, siempre que exista una distancia adecuada. El problema surge – agrega Žižek -- en el momento en que se acerca demasiado, cuando empezamos a sentir su proximidad asfixiante; en ese momento, cuando el vecino se expone demasiado a nosotros, el amor puede convertirse repentinamente en odio”. En este sentido descreído y polémico, el poema de Bukowski advierte que “los que odian con más fervor son aquellos que predican amor”.
Mucho antes que el norteamericano, ya existía una tendencia desmitificadora semejante. Nada nuevo bajo el sol. A fines del S XVIII y principios del XIX, William Blake, en su poema “The abstract human”, refiere a la paradoja inherente a esta clase de cercanía de amor y de odio, cuyas hipócritas abstracciones marcan a fuego gran parte de la existencia. En la primera estrofa pregunta sin esperar ninguna respuesta:
¿Cómo podría existir Piedad
si no hiciéramos a nadie pobre,
tampoco haría falta Misericordia
si todos fuéramos felices?
CÓLERA HOMÉRICA
Pero vayamos a otra perspectiva, esta vez menos erótica y menos paradójica, como lo es la perspectiva de la épica que ha encarado nuestra cuestión, sin tantas vueltas. Como es bien sabido en la Ilíada de Homero, la ira o cólera de Aquiles –hermana del odio- es el tema principal con el que se inicia todo el relato:
La cólera canta, diosa, de Aquiles, hijo de Peleo,
funesta, que dolores incontables trajo a los aqueos,
y arrojó al Hades demasiadas vidas de héroes,
y los convirtió en carne para los perros…
Aquiles está empeñado en su rabiosa cólera –en griego es la intraducible palabra “mênis”- que alimenta el deseo de venganza con una crueldad que crece irrefrenable hasta el encarnizamiento con el cadáver de Héctor. A lo largo del primer canto, este sentimiento se perpetúa como una infección que va pasando de uno a otro personaje hasta poseer a Aquiles, y finalmente, infectar a los propios dioses. La mênis griega es a la vez un castigo individual que provoca el caos universal. El odio es infinito, no tiene límite. “El que mirare a un hombre con odio, ya le ha dado muerte en su corazón”, Borges dice en Los Conjurados. El odiador, en realidad odia una imagen.
Para nuestro alivio, hacia el final, Aquiles logra dominarse y en un gesto compasivo entrega a Príamo el cadáver de su hijo Héctor. El odio se desvanece cuando se cae en la cuenta de que el otro es como uno, alguien semejante, un ser humano sometido al dolor y al destino, como lo entiende Carlos García Gual que cree encontrar en este último canto de la Ilíada, el comienzo del humanismo en la literatura occidental. Sin duda es uno de los momentos más conmovedores.
El viejo Príamo entró sin que se dieran cuenta y, acercándose,
abrazó con fuerza las rodillas de Aquiles y besó esas manos
asesinas y terribles con las que tantos hijos le había matado…
ENVIDIA
Otra variante de este inmenso espectro, lo encuentro en el sentir de la envidia que viene aparejado al sentimiento de odio tan íntimo y pocas veces tan lúcido como se lee en el Paraíso Perdido de John Milton, donde el héroe maligno, Satanás, lleva en su interior un infierno de desprecio, ira y orgullo.
En el Libro Cuarto, hay un momento en que el ángel caído considera qué sucedería si se arrepintiera. Sabe que, si regresa al Cielo, no podrá ya inclinarse ni reconciliarse, está herido de odio inmortal. Y si él lo sabe, Dios también, lo que explica por qué no tendrá misericordia:
“¡Maldecido amor, o maldecido odio, que tanto valen para mí uno como otro, porque es inmortal mi desgracia! Aunque el maldito soy yo, yo mismo, que, siendo árbitro de mi voluntad, voluntariamente elegí lo que hoy motiva mi justo arrepentimiento. ¡Ah miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin, o de esta también infinita desesperación? Todos los caminos me llevan al infierno. Pero ¡si el infierno soy yo! ¡Si por profundo que sea su abismo, tengo dentro de mí otro más horrible, más implacable, que a todas horas me amenaza con devorarme! Comparado con él, éste en que padezco me parece un cielo. ¡Ah!, demos tregua al orgullo. ¿No habrá medio de arrepentirse, medio de ser perdonado? Lo hay en la sumisión; pero ¿cómo consentirá mi orgullo propio que me humille así en presencia de mis inferiores, de los mismos a quienes seduje, prometiéndoles que jamás me sometería al Omnipotente? ¡Ay de mí! ¡Cuán ajenos están de figurarse lo cara que pago mi jactanciosa temeridad y los tormentos que interiormente me aquejan mientras ellos adoran mi infernal trono! Esta diadema, este cetro que tanto me han encumbrado, sólo sirven para hacer más ignominiosa mi caída; sólo en ser más miserable consistirá mi supremacía, que no otro será el triunfo de mi ambición. Y aun cuando fuera posible mi arrepentimiento, y que, perdonado ya, pudiera recobrar mi estado angélico ¡qué de elevados designios no volvería a sugerirme mi elevación! ¡qué tardaría mi hipócrita humildad en faltar a sus juramentos contemplándolos nulos, como impuestos por el dolor y arrancados por la violencia! Ni, ¿qué sincera reconciliación ha de caber donde un odio inmortal ha abierto tan profunda herida? En reincidencia, por el contrario, me precipitaría en uno mayor; pagaría cara esta breve tregua a costa de redoblar mis méritos; y como nada de esto se oculta al que me condena, tan lejos está él de perdonarme, cuanto yo de solicitar su misericordia. Así que ninguna esperanza resta: en lugar de nosotros, expulsados de nuestra patria, ha creado al Hombre, en quien tiene puestas sus delicias, y para el Hombre este mundo. Renuncio, pues, a la esperanza, y con ella al temor, al remordimiento. No hay ya para mi bien posible; tú ¡oh mal! serás mi bien en lo sucesivo” ...
La peculiar figura del Satanás de Milton inició una larga tradición romántica que fue penetrando en el imaginario moderno y contemporáneo. Este héroe es un odiador inmortal, un nuevo príncipe de las tinieblas que lucha contra la tiranía divina, a la que maldice en la misma medida que a toda su creación. Es evidente que algo ha cambiado en la época y que siembra su semilla en terrenos fértiles.
La envidia contiene una mayor oscuridad que los sentimientos de desprecio o ira. No siempre podemos captarla con la claridad necesaria, sobre todo si existe una relación personal de por medio. Es un sentimiento que se alimenta de una visión distorsionada de desigualdad, superioridad o inferioridad con respecto al deseo y al otro en cuya posesión se cree ver lo que injustamente no se tiene. Así el que envidia se torna manipulador, perverso e intolerante ante la felicidad ajena o ante lo que se imagine como tal.
En el personaje miltoniano como en todo sujeto envidioso, hay una mezcla de realidad y de irrealidad, que agrede violentamente el sentido posible de la existencia misma, una sensación de tiempo cíclico. A eso se refiere Satanás con “odio inmortal” en su monólogo. ¿Por qué no, eterno? La sensación desesperante de sentirse un héroe maldito lo atrapa en un bucle cerrado, incapaz de salirse ni poner fin a esa inmortalidad. La eternidad está lejos, es esa distancia de los envidiosos con el mundo real. El deseo tiene problemas con estar presente, ahí, donde ocurre la vida.
Hannah Arendt hablaba de la “lejanía de la realidad” refiriéndose al caso del criminal nazi Adolf Eichmann. El mal –según la pensadora alemana- está íntimamente ligado con la incapacidad de ponerse en el lugar de los otros. Si bien tomaba un caso emblemático y extremos del nazismo, la lejanía de la que habla aqueja al que odia hasta enceguecerlo, por ejemplo, ante su cuerpo siempre distinto al que desea, su historia nunca lograda del todo o ante sus seres queridos que lo traicionan y no lo respetan. Esta ceguera empuja a intentar destruir lo que sobra o lo que no encaja.
La destrucción –el secreto deseo bien guardado- sería el último desafío a la creación. ¿No es eso de lo que se trata: hacer un Cielo del Infierno, un Infierno del Cielo, según las palabras del personaje de Milton? Destruir puede ser tan fascinante como crear, y eso lo saben también los niños.
Pero no siempre el envidioso actúa a cara descubierta, casi nunca. Hay un enmascaramiento del deseo por el cual se asume la dualidad de ángel y demonio. Eagleton en su libro Sobre el mal explica, con un dejo irónico, que “el propio Satanás es un ángel caído, un ser creado por Dios, por mucho que esté en –lo que su psicoterapia diría que es– una fase de negación de ese hecho”. Satanás combina así, en sí mismo, las facetas de ángel y demonio en su propia persona. Para Eagleton, “este rostro dual del mal resultó suficientemente obvio en el caso de los nazis. Si, por un lado, les sobraba ampulosidad “angélica” en lo relacionado con el sacrificio, el heroísmo y la pureza de la sangre, por el otro, también se hallaban atrapados en los que los freudianos han llamado el placer obsceno, enamorados como estaban de la muerte”.
MISANTROPÍA
Junto a la envidia, hay otro pariente muy cercano. Me refiero a la misantropía, el odio al género humano. En este siglo de ilusorias formas de corrección, cordialidad y tolerancia, la misantropía no parece ser un tema sino cuando toma la exclusiva forma de la misoginia, el odio a las mujeres. Con sana ironía y humor cáustico, habla de esto el poema de Dorothy Parker que he seleccionado para esta antología.
También el libro Oda al Odio de Ariel Magnus ha reunido recientemente, para regocijo de lectores decepcionados con el género humano, autores clásicos y modernos que tratan esta manera peculiar de odiar. Existe una inmensa e inquietante riqueza de registros literarios que han ido forjando estereotipos y personajes contundentes, entre ellos uno de los primeros o, tal vez, el primero en asumir estas características fue Timón de Atenas, el misántropo por excelencia que describe Plutarco en su “Vida de Antonio”. Será Shakespeare el que lo hará célebre pero no será el único autor que se encargará de este notable, aunque apenas notorio prototipo de la literatura. Cicerón en sus Disputas Tusculanas usó a Timón para ejemplificar o incluso explicar el término y el concepto de misantropía; también lo usará Séneca y Plinio, entre tantos otros.
Desde entonces, ha ido contrayendo deudas con el pesimismo y el nihilismo, con el anti intelectualismo y la mística, con ciertas figuras de ermitaños y anti héroes que como dice Magnus, “guardan algún rasgo de nobleza”. Es que el misántropo manifiesta un individualismo abrumado -- diría decepcionado o frustrado-- por el estado de injusticia que lo empuja a encontrar un aislado lugar donde pueda realizarse libremente, algo así como la idealizada cabaña de los bosques del Walden de Thoreau o las cartas-bombas que enviaba el terrorista Theodore Kaczynski, el Unabomber. Por lo tanto, el rostro de esta clase de odio presenta un dilema: escapar de la sociedad o hacerla volar en pedazos.
No puedo olvidar al personaje principal en la obra El Misántropo de Moliére, personaje del que no podemos sino maravillarnos. Se trata del logrado Alceste y su muy citada respuesta al prudente Filinto cuando éste le advierte del ridículo en que cae ante los demás y le pregunta si odia a todos:
"Sí, los alcanza a todos, sin distinción los odio. Los unos porque son malvados y dañinos, y los otros por ser complacientes con los malos y no tener hacia ellos ese odio implacable que el vicio inspira a las almas virtuosas".
Esta respuesta reafirma el radical idealismo de Alceste. Es un tipo inteligente que desprecia las convenciones y la hipócrita corrección política. Se afana en la idea --impracticable o al menos terriblemente conflictiva-- de que “en toda circunstancia aparezca en nuestras palabras el fondo de nuestro corazón, que sea él quien hable”. Como se imagina uno, esta forma de estar en sociedad cosecha enemigos y espanta a los amigos.
Su convencimiento ético no está para nada mal en teoría, pero llevado a la realidad humana y sentimental, se vuelve ofensivo. Detesta las mentiras blandas de la seducción amorosa, es un crítico literario destructivo y su nihilismo lo lleva a creer que “aunque se tengan otras bellas cualidades, se mira siempre el lado malo”.
En ese sentido, el heterónimo de Fernando Pessoa, Alberto Caeiro en el poema de El Pastor de rebaños, introduce la polémica mirada del misántropo que podríamos interpretar como un antecedente del individualismo anti-político que vivimos en la actualidad:
¿Qué me importa a mí de los hombres
y lo que sufren o suponen que sufren?
Sean como yo: no sufrirán.
Todo el mal del mundo viene de importarnos
los unos a los otros,
de querer hacer bien, de querer hacer mal.
Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan,
querer más es perder esto, y ser infeliz.
Mientras que los discursos filosóficos clásicos consideraban en gran medida la misantropía como un grave defecto y también una enfermedad, sus personajes terminaron seduciendo el gusto literario de todos los tiempos y abriéndose a una sensibilidad indiferente y anti social.
Pongo un caso: La misantropía en Gottfried Benn surge de su visión de la humanidad como pura materia biológica, una perspectiva nihilista que rechaza los valores tradicionales y la armonía social. Esta concepción del ser humano como carne, células y plaquetas, influenciada por Nietzsche, se manifiesta en su estética de lo feo, con la que busca conmocionar y desafiar la tradición, y se expresa en libros como "Morgue y otros poemas" de 1912, que rompen con el romanticismo alemán y celebran lo sórdido y lo brutal como una forma de enfrentar la decadencia. Otro caso más contemporáneo, es el del escritor francés Michel Houellebecq que trabaja personajes que son narcisistas, desilusionados y intolerantes, desilusionados por la imposibilidad de amar, cultores del cuerpo, el sexo y el consumo.
Para contrastar con esto, vuelvo a Cicerón, al primer traductor de la palabra griega misanthropía, el que fija su significado más conocido. Él parece estar muy lejos de imaginar una vida enteramente aislada, como la que lleva el prototipo de Timón. En su tratado sobre la amistad, Cicerón enfatiza que incluso un misántropo necesita a otro ser humano en quien pueda desahogar toda su amargura venenosa. Y creo que en esto no se puede sino estar de acuerdo, es más que evidente que la pasión de la misantropía requiere una contraparte para que se vuelva significativa. El pensamiento antiguo no concebía a las personas sino como parte de una comunidad social. Ya en el siglo IV a. C., Aristóteles explicaba esto mismo en su Política y esa pertenencia comunitaria creía que era lo que volvía humana a una persona. Para él quienes son incapaces de vivir en comunidad o no tienen necesidad de hacerlo, más que humanos parecen ser animales o dioses (y esto último no se lo creía del todo).
ODIO NOBLE
El odio como vemos, no siempre se presenta de la misma forma, tiene diversas y variadas representaciones que exceden a la literatura, aunque en ella caben cómodamente los Capuleto y los Montesco de Shakespeare. Y por supuesto, no me debo olvidar a Borges, con su oscura pero sorprendente Emma Zunz y su secreto plan de venganza, porque al leerlo me pregunto qué clase de sentimiento alimenta el acto mismo de hacer justicia. El relato revela que el odio también puede construirse como algo justo y noble a través de una ficción. Por eso en el párrafo final, el narrador concluye:
“La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”
Esto me hace pensar que estamos ante otra clase de odio, uno noble. ¿Un “odio noble” al que estamos dispuestos a aceptar moralmente? La literatura abunda en ejemplos, como el que acabo de referir, hasta los más explícitos y comprometidos que se inscriben en el compromiso y la denuncia política. Sabemos que sentir odio está sancionado éticamente y mal visto, pero una buena parte de la historia es la historia de la violencia y del odio.
La injusticia que enfrentan los personajes por una u otra razón de peso, es el gran tema de muchas de las grandes obras maestras como Los Miserables de Víctor Hugo o como en un caso más cercano el Martín Fierro de Hernández. En estas obras se confirma el valor positivo, paradójicamente ético del odio de un sujeto que apela a distintas formas –casi legítimas o del todo ilegítimas-- de enfrentar a una realidad inaceptable y dolorosa. En la literatura argentina reciente abundan novelas, libros de cuentos, obras de teatro, cine y poemas en los que se hace palpable esta temática y este tipo de subjetividad protagónica. Menciono algunos poco que los amigos me refieren de ejemplo, Muchachas muertas de Selva Almada, Tacos altos de Federico Jeanmaire, Magnetizado de Carlos Busqued, El sueño del señor Juez de Carlos Gamerro, entre muchos otros que no he leído.
Surgen de este breve recorrido, algunas preguntas sin respuestas y un convencimiento al menos para mí: hablar de amor es también hablar de odio. Como preguntaría el odioso Zizek ¿somos capaces todavía de extender el campo de lo posible de nuestras más oscuras emociones? No parece sencillo. La poesía tiene ahora la palabra para reconocer que en realidad no está previsto sólo el amor.
